Federico García Lorca siempre rechazó el concepto tradicionalista, imaginero e intolerante del catolicismo español.
19 de agosto de 1936. Se enciende la guerra civil española y se mata sin discriminación. Ese día asesinan en Granada al poeta Federico García Lorca. Al cumplirse 80 años de aquel crimen, a García Lorca se le ha recordado en muchos círculos literarios. También ha querido hacerlo “Protestante Digital” con una serie de artículos sobre la vida y la obra del poeta. Este hace el número siete.
Por muchos esfuerzos que se lleven a cabo para hacer de Lorca un escritor católico, la realidad contraria se impone. Es claro que Lorca fue bautizado católicamente días después de recibir los otros apellidos en el juzgado correspondiente. Queda dicho que de niño incluía en sus juegos símbolos de la iglesia católica. Cierto que en ocasiones asistía al culto católico, según el estado de ánimo que le embargaba. También es verdad que visitó templos, habló con sacerdotes, escribió versos de aparente inspiración católica. Hasta es posible que de haber estado en su mano hubiera muerto católicamente, si es que la muerte tiene formas religiosas. Pero todo esto, ¿basta para catalogarlo como escritor católico?
Cuando el jesuita Quintín Pérez publicó en 1946 su libro El pensamiento religioso de Unamuno frente al de la Iglesia, aplicó a su método de estudio un sistema sencillo, pero convincente: textos. La disputa en torno al catolicismo o anticatolicismo de Unamuno quiso cortarla el autor jesuita presentando textos extraídos de las obras escritas por el pensador vasco. La polémica en torno a las ideas religiosas de un escritor fallecido no se resuelve dando opiniones, sino presentando textos.
Esto haremos aquí. No exploraremos toda la producción literaria lorquiana para dar fe de su visión negativa del catolicismo español, aunque nos apasiona la empresa. Nos limitaremos a la aportación de unos cuantos textos representativos, no muy breves, pero sí muy ilustrativos. Por ellos veremos cómo Federico García Lorca siempre rechazó el concepto tradicionalista, imaginero e intolerante del catolicismo español.
Lorca abrazaba la Granada multirreligiosa y ecuménica destruida por la Inquisición. En entrevista del poeta con Gil Benumeya, realizada en 1931, Lorca confesaba:
“El ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío, del morisco”.[1]
En cambio reaccionaba con sorna a la pretensión romanista de “fuera de la Iglesia no hay salvación”. En su primer libro, IMPRESIONES Y PAISAJES,describe la visita a un convento de monjes benedictinos. Durante el recorrido, el monje que le acompaña comenta:
“Ha de saber usted que todos los de nuestras comunidades benedictinas nos salvamos por el solo hecho de ser religiosos… Así lo prometió nuestro fundador”. “Entonces –escribe García Lorca- exclamé yo: “¡No sé cómo no tienen ustedes las casas abarrotadas de creyentes! ¡Porque mire usted que la promesa es hermosa!”.[2]
¿Textos? ¿Pruebas escritas de que García Lorca emparejaba su visión del catolicismo español con las opiniones de Machado, Unamuno, Galdós, Blasco Ibáñez y con las de su propio paisano Ángel Ganivet? ¡Las hay! Los habituales botones de muestra pueden hallarse en el libro IMPRESIONES Y PAISAJES, en donde cuenta una visita que hizo a la Cartuja de Granada:
“El fraile nos entra en la iglesia, nevada tumba de reyes y príncipes, divino escenario de hechos medievales. En el fondo, el soberbio retablo reproduce figuras de santos ataviados ricamente, entre los que descuella la espantosa visión del Cristo tallado por Siloé, con el vientre hundido, las vértebras rompiendo la piel, las manos desgarradas, el cabello hecho raros bucles, los ojos hundidos en la muerte y la frente deshecha en cárdeno gelatinoso… A su lado, los evangelistas y apóstoles, fuertes e impasibles, escenas de la pasión con rigidez cadavérica, y sosteniendo la cruz, un Padre Eterno con gesto de orgullo y firmeza, y un mancebo corpulento con cara de imbécil… Alrededor vive toda la doctrina cristiana hecha piedra: virtudes, apóstoles, vicios”.[3]
El poeta se horroriza ante la presencia de imágenes sin alma:
“¡Ay! –exclamarán muchos-, ¡qué disparate! Estas esculturas son magníficas. ¡Note usted la maravilla de esas manos! Fíjese usted, ¡qué cosa tan anatómica! Sí, sí señor, pero a mí únicamente me convence el interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que cuando las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las suyas. Y originar, en esa cópula infinita del sentimiento artístico, el dolor agradable que nos invade frente a la belleza… Esta estatua de San Bruno, tan cacareada para sabios y no sabios, únicamente le observé –mejor le puse- toda la indiferencia cartujana. Bien es verdad que el autor no quiso hacer la estatua indiferente, pero así me resultó a mí. Aquella mirada fría, inexpresiva, ante la amargura del suplicio de la cruz encierra el enigma de la Cartuja… Así lo veo yo”.[4]
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