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Una cristología atormentada
 

“El Cristo de Temaca”, del padre Placencia

Placencia salía a pasear y a bañarse en el río y en esas caminatas se encontraba con el Cristo que le producía delirios poéticos
GINEBRA VIVA AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 03 DE FEBRERO DE 2012 23:00 h

EL CRISTO DE TEMACA

I
Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.

En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.

¡Oh…! ¡qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto...!
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario...?

Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.

En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto

¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.[i]

De entre la larga lista de pequeños pueblos jaliscienses en los que deambuló entre 1899 y 1922 el padre Alfredo R. Placencia (Nochistlán, San Pedro Apulco, Bolaños, San Gaspar de Jalos, Valle de Guadalupe, Amatitán, Ocotlán, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic, Tonalá, Atoyac, y San Juan de los Lagos), destaca Temacapulín (1910-1912), en el municipio de Cañadas de Obregón, un lugar que en la actualidad no llega ni a los 400 habitantes, de donde procede la escritura de uno de sus poemas característicos, el cual fue memorizado en décadas posteriores por escolares. Uno de ellos, el futuro escritor Juan José Arreola, dio cuenta de su apego a ese poema, que incluso recordaba como uno de los cimientos de su vocación literaria:

Dice él, en Memoria y olvido, que antes de aprender a leer y de estar inscrito en la escuela memorizó el poema, porque acompañaba a sus hermanos mayores. Lo aprendió sin comprenderlo, escuchando a los muchachos de quinto año, que estaban repitiéndolo. Se sintió deslumbrado por la armonía de las palabras, por aquel lenguaje distinto al que oía en la calle. Un día, en su casa, arrebatado por el entusiasmo, se subió a una silla y comenzó a recitarlo. Ya entonces estaba enfermo de amor por las palabras y ya sufría la manía de memorizar lo que le gustaba.[ii]

La segunda sección de la compilación de Flores (“Destinos sacerdotales”) ofrece una colección de descripciones y testimonios de personas que conocieron al poeta-sacerdote. Se dice ahí que Placencia amó entrañablemente esta localidad, caracterizada por montañas de cantera rosa casi inexploradas y por fuentes de aguas termales. Elsa Cross se refiere a ello: “…parece haber sido el lugar que más lo conmovió y donde tuvo una estancia más feliz, a juzgar por los poemas que dedica al Cristo, a la peña, a la cuesta, al salto y aun al cementerio de ese sitio. ‘La peña de Temaca’ en El vino de las cumbres [libro póstumo], es uno de los pocos poemas felices, que parece rescatarlo de la desdicha anterior y abrirlo a una comunión casi franciscana con la naturaleza”.[iii] El cura anónimo entrevistado por Flores le narró algunos de los entretelones de la vida de Placencia en el lugar y le mostró el paisaje que contemplaba (“Sólo Dios sabe cómo voy subiendo esta cuesta de Temaca”, escribió en otro poema), y desde donde miraba el cementerio. Todo el lugar continúa hoy en la desolación que conoció el autor de “Ciego Dios”.

El Cristo en cuestión “es una formación natural de piedras y líquenes que manchan, sobre las que cae un chorro de agua. Una figura humana de brazos elevados, rodillas semidobladas y cabeza caída hacia un costado. […} fue descubierto por una india, según se cuenta”.[iv] Y agrega el informante: “El Cristo se ve desde lejos, pero si usted se acerca, el Cristo se convierte en una serie de piedras, manchones y chorros de agua. Sin embargo, hace más de sesenta años Placencia escribió textos que confirman que él descubrió detalles en la imagen borrosa que nosotros vimos”. Y es que los versos no admiten ninguna confusión: “Yo, que su rara perfección he visto,/ jurar puedo/ que lo pintó Dios mismo con su dedo”. La fe encuentra lo que quiere ver el corazón y se confunde con lo mirado: “El Cristo aquel parece que medita/ y parece que habla./ ¡Oh…! ¡qué Cristo/ éste que amándome en la peña he visto...!”. El poema busca ser un acceso al misterio y entabla un diálogo místico consigo mismo: “Cuando se ve, sin ser un visionario,/ ¿por qué luego se piensa en el Calvario...?”. La observación religiosa obliga a existir a los detalles y los acerca a la experiencia del hablante: “Se le advierte la sangre que destila,/ se le pueden contar todas las venas/ y en la apagada luz de su pupila/ se traduce lo enorme de sus penas”.

II
Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?

Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?

Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.

Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?

¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja…?

Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarle con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.

Placencia llegó a Temaca procedente de Ocotlán, “en busca de consuelo cuando muere doña Encarnación, su madre, en 1910, luego de una separación obligada por el clero” debida, se sabe hoy, a las aficiones etílicas de ella. Lo cuenta otro informante y asocia datos con la vida del poeta: “La mamá del padre se echaba sus copitas, él no. Tenía pocos libros. Los tenía en su biblioteca. Pero yo consideraba que eran los libros de su estudio, ¿verdad? Tendría unos cincuenta o sesenta”. Además, cuidaba de una huerta. Pero este testigo quiere hablar más acerca del Cristo, razón de ser de esos versos: “No hay fotografía del Cristo. […] Le dieron el nombre porque tiene los brazos elevados y, por lo mismo, lo llamaron el Señor de la Ascensión porque los brazos no están extendidos sino juntos, un poquito juntos, como en la cruz […] Uno de los brazos ya ahora está un poco borrado por un chorro de agua que tiene arriba de la peña y que lo ha manchado”.

Visible o no, el poeta se extasía en su visión y se interroga profundamente: “¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?”. Ese Cristo mira intensamente y parece buscar a los seres humanos: “Sus ojos tienen la expresión sublime/ de esa piedad tan dulce como inmensa/ con que a los muertos bulle y los redime./ ¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa”. Y encuentra que también sufre, allí, aposentado en la piedra: “Cuando el último rayo del crepúsculo/ la roca apenas acaricia y dora,/ retuerce el Cristo músculo por músculo/ y parece que llora”. El creyente es provocado por la imagen virtual y le sirve a su fe para proponer otras formas de amor entre Dios y su Hijo: “Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,/ y hasta jurarle con mi sangre puedo,/ es que Dios mismo, con su propio dedo,/ pintó su amor por dibujar su Cristo”.

III

¡Oh mi roca…!
la que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!

Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.

Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.

Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.

El padre salía a pasear y a bañarse en el río y en esas caminatas se encontraba con el Cristo que le producía delirios poéticos que acicatean la imaginación y la devoción de quien miraba esa roca : “¡Oh mi roca…!/ la que me pone con la mente inquieta,/ la que alumbró mis sueños de poeta,/ la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!”. El poeta-sacerdote-creyente sabe que es visto por su Señor como un soñador que “canta de bruces” y se alivia “con las luces/ que salen de las llagas de tu Cristo”. Los ojos divinos provocan amor, naturalmente, y la voz poética se asoma a esa mirada para encontrar la luz ante “la suprema angustia de la muerte”. Esta cristología, basada en una visión física, inauténtica para otros, le sirve al poeta para experimentar un contacto con el Salvador y así tratar de reconducir su vida por el sendero de la luz. Porque, como observa Javier Sicilia, encontramos en esos versos “una profunda enseñanza espiritual y teológica que toca una ancestral revelación de la mística: ningún hombre es digno, sólo la desnudez ante la verdad del amor de Dios sana”.[v] Y aquí se invoca la mirada de los ojos del Redentor en una intuición salvífica pletórica de esperanza.



[i]A.R. Placencia, Poesía completa. Comp. y pról. de Ernesto Flores. México, Fondo de Cultura Económica-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011, p. 169-171.
[ii]Felipe Garrido, “Recordación de Arreola. (Entrega 4 de 7)”, en Justa: lectura y conversación, www.justa.com.mx/?p=23958.
[iii]E. Cross, Los dos jardines. Mística y erotismo en algunos poetas mexicanos. México, Conaculta-Ediciones sin Nombre, 2003 (La centena), p. 39.
[iv]E. Flores, “Para una resurrección de Alfredo R. Placencia”, en A.R. Placencia, op. cit., p. 32.
[v]J. Sicilia, “Presentación”, en Alfredo R. Placencia, El libro de Dios. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990 (Lecturas mexicanas, tercera serie, 9), p. 15.
 

 


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