Rescato un texto de hace una década, publicado en Chiapas (periódico Expreso, 19/III/2002). La edición para venta al público de mi libro La Biblia y la iconografía heterodoxa de Carlos Monsiváis, está casi por entrar a impresión.
Reúne varios textos de mi autoría previamente publicados en diversas revistas y periódicos de México. Abre con el ensayo que da título al libro, reescrito y ampliado para la edición de la obra.
En la revisión de mis archivos hallé lo que reproduzco a continuación, y que es incluido en la obra antes mencionada. Es el texto de lo que leí al presentar a Monsiváis ante el público que colmaba el lugar, e hizo necesario que se colocaran pantallas afuera del auditorio para que cientos de personas pudiesen seguir la conferencia del escritor.
Hoy dará Carlos Monsiváis una conferencia en la capital chiapaneca. Disertará, como sólo él sabe hacerlo, sobre el tema de los desarrollos de la tolerancia en México. Por historia personal el autor de
Días de guardar conoció desde su niñez las desventajas de pertenecer a una minoría que iba a contracorriente de la religiosidad mayoritaria en México. Tal vez por esto, y por su identificación con la causa de la democratización cultural, que necesariamente pasaba por la crítica al autoritarismo político de la segunda mitad del siglo XX mexicano, Carlos Monsiváis es un pensador imprescindible para entender cómo fueron ganando terreno y visibilidad las minorías de todo tipo en el México contemporáneo.
Aunque Monsiváis lo ha dicho en distintas ocasiones, y plasmado en textos escritos, pocos de sus lectores e investigadores especializados en su obra se han detenido a calibrar adecuadamente el significado vital que para el cronista tuvo en su formación el haber crecido en una familia de acendrado protestantismo. En su autobiografía, escrita cuando Carlos tenía 28 años y “no conocía Europa”, desliza repetidamente líneas de himnos clásicos protestantes y hace analogías bíblicas que pasan desapercibidas para quienes no han leído la traducción del Antiguo y Nuevo Testamento publicada en 1569 por Casiodoro de Reina y revisada en 1602 por su discípulo Cipriano de Valera. Aprovecho para recordar que esta obra de Reina y Valera, de la que Monsiváis tiene una copia facsimilar cumple 400 años de haber sido publicada. Por cierto que en conversaciones literarias con jóvenes de su generación, como Sergio Pitol y José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis les comentaba la gran importancia de la obra de Reina y Valera para la lengua española. Cada uno de estos creadores ha dejados testimonios escritos de esa revelación literaria que les hizo Monsiváis.
En un texto reciente el autor de
Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza, evoca incisivamente algunas escenas de lo que denomina su “memoria herética”, y, agrego yo, constatación de lo que implicaba salirse de los cauces de la fijada como identidad nacional. Monsiváis escribe al respecto:
En la preparatoria un compañero que luego entró en un seminario y va ahora en su quinto matrimonio, me invitó a comer con sus padres. Advertidos de mi filiación religiosa, que yo no ostentaba pero que por lo visto me seguía como sombra, los señores me observaban con lo que no supe si calificar de extrañeza, o de lo que hoy describiría como presentimiento de
El exorcista. En los postres la señora se animó y me preguntó: “Sé que no eres católico, lo que lamento mucho porque me gustaría que te fuera bien en esta vida y en la otra. Pero así es y ni modo. Ahora, contéstame esta pregunta. Los protestantes no creen en la Navidad. ¿En qué creen?” Me sorprendí en demasía, por estar seguro de lo contrario: los protestantes creen en exceso en la Navidad, son de hecho catálogos ambulantes de villancicos. Como debía responder opté por lo que se me ocurrió: “No es exactamente así, señora. Lo que pasa es que son muchos los grupos protestantes y como nunca se han puesto de acuerdo, cada uno hace que Jesucristo nazca en una fecha distinta del año. Esta vez, por ejemplo, nosotros celebramos la Navidad en febrero, y el año próximo en octubre. Como nuestras creencias varían tanto, Cristo puede nacer cuando se le antoje”. Emitida la mentira, esperé la reacción. La señora sonrió satisfecha. Tenía razón, así son los herejes de locos y monstruosos. Mira que colocar un arbolito con esferas en marzo.
Debido a su pertenencia a una minoría estigmatizada, el cronista que ha dicho le gustaría vivir en la populosa colonia Portales de la ciudad de México (donde en realidad tiene su domicilio) esquina con Manhattan (esa Babilonia posmoderna), experimentó en la escuela primaria y en la secundaria algunos costos de su heterodoxia. En su demoledor estilo cuenta:
En la escuela primaria y en la secundaria asocié la disidencia religiosa con las sensaciones de inferioridad social y “ajenidad” nacional. Yo no creía en la Virgen de Guadalupe, por lo tanto no era mexicano; era protestante, por lo tanto mis creencias se prestaban a la ridiculización (o lo que suponían que eran mis creencias. [En el México de entonces] las agresiones eran más bien moderadas, pero el mensaje de la mayoría era omnipresente: “Si no podemos evitar que existas, entérate de que tu profesión de fe es anormal y antinacional”.
En el escrito de donde hemos tomado estos textos monsivaisianos, el mismo Carlos relata que no resiste contar otros dos episodios que lo hicieron percatarse de las desventajas que tenía antes sus compañero(a)s abrumadoramente católicos. Si él no resistió la tentación para evocar esas imágenes, nosotros quiénes somos para acallar al memorioso disidente, El ganados hace dos años del Premio Anagrama, por su libro
Aires de familia, cultura y sociedad en América Latina, evoca que
En la secundaria, cuando un profesor de historia al tanto de que a su clase asistían cuatro alumnos protestantes, nos indicó con gran seriedad: “Pues piensen bien en sus creencia, porque en México ningún protestante puede ser presidente de la República”. Hasta ese momento a mí no se me había ocurrido ser nada, pero me asombró la noticia del veto. El maestro nos preguntó lo que pensábamos de esa prohibición y, según recuerdo sólo logré decirle: “Es injusta, maestro, porque yo creo que todos deberíamos ser presidentes de la República”. Se rieron de mí, y durante unas semanas me observaron con el menosprecio dedicado a alguien que jamás podrá ocupar la Primera Magistratura.
El otro episodio sucedió en 1952, al terminar la secundaria.
Dos compañeras, muy corteses, me preguntaron: “Bueno, pero ¿te quieres ir al cielo o no?” Me quedé pensando, aturdido por el tamaño de la oferta, pero al fin reaccioné y respondí con el candor inadmisible en el militante de la juventud comunista que ya era: “¿Pero que nomás hay un modo de llegar al cielo?” Me contestaron enfadadas (atesoro sus palabras porque fueron mi ingreso a la teología de altura): “Si nomás hay un cielo, nomás hay un modo”.
Mordacidad de Carlos Monsiváis aparte, no cabe duda que las evocaciones de su “memoria herética” contribuyeron en buena medida a darle al escritor una sensibilidad y percepción especiales para entender el arrinconamiento e invisibilización que una cultura como la mexicana deparaba a las minorías.
Una buena parte de la prolífica obra de Carlos Monsiváis está dedicada a poner en el centro de la vida pública a grupos y personajes expulsados del deber ser nacional sancionado positivamente por el conservadurismo y el autoritarismo. En este sentido es que podemos hacer extensivo su ensayo publicado el año pasado sobre Salvador Novo, y que de manera certera se titula
Lo marginal en el centro, a otras creencias prácticas negadas por el
establishment, de las que Monsiváis se ha ocupado de hacerse eco cronicando a las otras identidades que han ido emergiendo en una nación cada vez más plural. Como ningún otro escritor mexicano, el autor de
Catecismo para indios remisos es un personaje imprescindible en los frentes promotores de los derechos humanos para todos y todas. A veces, como en el caso de su defensa de las minorías religiosas, en la trinchera él se encuentra casi solo. Por distintas razones que no viene al caso desarrollar aquí, la izquierda mexicana, y sus intelectuales, es timorata en lo que respecta a defender los derechos de las que despectivamente llaman
sectas.
La lid intelectual de Monsiváis por ensanchar la tolerancia en México puede constatarse en sus escritos donde devasta a los uniformizadores que buscan imponer su estrecha visión a una ciudadanía diversa. Pero la tolerancia por la que aboga Monsiváis nada tiene que ver con un permiso concedido a regañadientes desde los poderes. Tampoco se refiere a la tolerancia como indeferencia y ninguneo hacia los heterodoxos, sino que la considera un valor a profundizar constantemente en una sociedad que transita hacia una democratización que incluye lo electoral pero que va más allá. Se trata de que la democracia infiltre la cultura, ese conglomerado de presuposiciones, hábitos y reflejos de una colectividad, para no repetir la tragedia de Sísifo. Porque, como lo ha escrito Monsiváis, si nuestra democracia no es también cultural corremos el peligro de siempre regresar al punto de partida del autoritarismo.
Finalmente, me declaro añorante, como muchos de quienes van a asistir hoy a las siete de la noche al Centro Cultural Jaime Sabines, de un espacio creado por Carlos Monsiváis al que le tenían pavor las cúpulas políticas, económicas y religiosas. Me refiero a la sección que en los años recientes se estuvo publicando los lunes en
La Jornada, sí por supuesto que pienso en “Por mi madre bohemios”. Ahí Monsiváis desmenuzaba la verborrea de los poderes y ridiculizaba las ya de por sí ridículas declaraciones de altos funcionarios gubernamentales, empresarios, encumbrados burócratas clericales y un amplio etcétera. Me imagino que en esos círculos respiran tranquilos porque al no publicarse “Por mi madre bohemios”, una especie de anti canon porque nadie quería formar parte de él, las posibilidades de no ser expuesto ácidamente se redujeron casi del todo. Pero son más, muchos más, quienes le pedimos al escritor que regrese la sección azote de los practicantes de la pirotecnia verbal y negadores de la diversidad y la tolerancia.
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