La vida del ser humano tiene valor por ella misma. Su mérito no aumenta o disminuye en función de las características personales del titular que la posea.
Situaciones como la vejez, la soledad, la enfermedad o la inutilidad laboral no pueden robarle importancia ni convertirla en instrumento para dudosos fines.
De ahí que la vida del hombre sea también el principal fundamento de todos los demás bienes.
La ética cristiana ha considerado siempre que el valor de la vida humana debe ser cuidado especialmente por encima de los demás valores porque se trata de un bien superior regalado por Dios. En él tiene su origen y su destino último.
De esta inviolabilidad de la vida humana se sigue que cualquier forma de homicidio o suicidio es claramente contraria a la voluntad del Creador.
No obstante, es conveniente distinguir aquí entre suicidio y entrega voluntaria de la vida en favor de los demás o de la causa del Evangelio.
El Señor Jesús constituye para el creyente un evidente ejemplo en este sentido. El Maestro amaba la vida pero no se mostraba indiferente ante la muerte. Las lágrimas de la viuda de Naín cuando iba a enterrar a su hijo le desgarran el alma. El Hijo de Dios llora frente a la tumba de su amigo Lázaro. Los enfermos y mutilados le conmueven consiguiendo así que él los sane.
Pero Cristo no le da la espalda a la muerte sino que va directamente a su encuentro afirmando que ”...yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo” (Jn. 10:17-18). Es el amor al Padre y a la criatura humana el que mueve la voluntad de Jesucristo.
Esta actitud ha sido, sin embargo, mal interpretada desde círculos ajenos a la fe. Se ha dicho que Jesús “se suicidó premeditadamente, al no abandonar la ciudad cuando supo que su crucifixión era inminente” (Humphry & Wickett, 1989: 381). También se ha manifestado que la idea de que Dios da la vida y sólo él puede quitarla, aunque está profundamente arraigada en la tradición judía y cristiana, en realidad, lo estaría “de una forma bastante incoherente, ya que ambas tradiciones religiosas dan un estatus al mártir que deliberadamente ofrece su vida y muerte por Dios” (Charlesworth, 1996: 37). ¿Hay algo de cierto en estas afirmaciones?
Lo primero que conviene señalar es que Jesús no se quita la vida, sino que la pone de forma libre y generosa en manos del Padre por amor a los hombres. El no quería morir en la cruz. En el huerto de Getsemaní oró amargamente diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39).
Es verdad que su sacrificio fue necesario para redimir a la humanidad, pero Jesús no se suicidó. Lo mataron las autoridades romanas en combinación con las judías. Los demás mártires que ha tenido la fe cristiana desde el primer siglo de nuestra era no fueron tampoco suicidas que atentaron contra sus vidas por motivos religiosos. Otros fueron quienes les quitaron la vida.
El verdadero mártir de la fe no se suicida, sino que es víctima inocente de un homicidio.
La vida humana es un valor fundamental de la persona pero no es el valor supremo. Según el Evangelio, hay que estar dispuesto a dar la vida por los demás o por el reino de Dios, como hizo el Señor Jesús, cuando sea menester hacerlo. Esto no es suicidarse sino simplemente ser coherente con la propia fe.
Cuando un valor absoluto, como la Iglesia o la extensión del reino, está en peligro, ofrecer la vida es algo que dignifica al cristiano y no tiene absolutamente nada que ver con la eutanasia o el suicidio.
La esperanza cristiana de una vida más allá de la frontera de este mundo natural empapa de sentido el misterio del sufrimiento y la muerte. Vivir para el Señor supone, desde la óptica de la fe, reconocer que el mal se transformará gradualmente en el bien. Es la misma idea que transmite el apóstol Pablo: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta a las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia” (Co. 1:24).
El ejemplo de Jesucristo rechazando aquel brebaje que pretendía embotar sus sentidos en el instante de la muerte, es suficientemente significativo (Mt. 27:34). Hoy mediante la tecnología médica se priva a los moribundos, muchas veces innecesariamente, de esos últimos minutos de lucidez. No obstante, es muy importante que las personas puedan despedirse de sus seres queridos y prepararse para el viaje final. ¿Cuántas criaturas han aceptado el Evangelio en esos decisivos momentos? No es correcto robarle la muerte a nadie.
El creyente debe ver su propia muerte como la veía Jesús, como el encuentro definitivo con la Vida. Fallecer no es el fin, sino el principio. El día de la muerte coincide con el día del nacimiento a la verdadera Vida. De ahí que mientras habitamos en este mundo debamos dar muestras de vida en medio de tantas huellas de muerte, odio, injusticia e insolidaridad como nos rodean por todas partes. Los cristianos tenemos que seguir llevando el mensaje de la resurrección y de la vida a aquellas víctimas de esta cultura de la muerte. Nuestro ejemplo y nuestra manera de comportarnos ante tal salida pueden suponer un convincente testimonio.
El que cree en Jesucristo como su salvador personal tiene que aprender a mirar cara a cara a la muerte.
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