Parece que la liturgia preponderante en las iglesias evangélicas hispanoamericanas consiste en hablar, orar y alabar a Dios. Hay poco espacio para lo que el Señor quiere comunicar a su pueblo a través de su Palabra. Se ha descuidado el ordenamiento divino que exige escucharle. Tal exigencia recorre toda la Biblia, desde el Shemá Israel (escucha Israel), de Deuteronomio 6:4, hasta la definición que hace Jesús de lo que significa escuchar bien sus enseñanzas, Mateo 7:24.
Bien dice el documento preparatorio del Quinto Congreso Latinoamericano de Evangelización al afirmar que “la liturgia cristiana debe tener el principio básico de la centralidad de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios nunca puede ser relegada a segundo plano en el culto cristiano. Es a través de ella que somos trabajados y mejorados en el conocimiento de la gracia de Dios y guiados en el conocimiento de la
missio Dei (es decir, de envío o la misión de Dios)”.
Lo aceptado como obvio y primario en el terreno declarativo, no necesariamente lo es en el campo de la práctica cotidiana. Porque una cuestión es, como lo establece un principio de la sociología de la religión, el cuerpo de creencias admitidas por un grupo religioso determinado, y otra las prácticas conductuales de los integrantes de ese mismo grupo. Es decir, con frecuencia existe contradicción entre el discurso y su aplicación ética en la vida de todos los días.
La misión del pueblo de Dios es ricamente definida en la Palabra de Dios. El desarrollo de la historia de la salvación nos es mostrada con todas sus complejidades en la Biblia. Solamente un conocimiento panorámico, amplio, y a la misma vez detallado de la Revelación progresiva, nos capacita para comprender crecientemente cuáles son las tareas a desarrollar por los seguidores y seguidoras de Jesús.
Un acercamiento parcial, a menudo literalista, una lectura ocasional y descontextualizada de la Biblia necesariamente tiene consecuencias nocivas en la comunidad de creyentes, ya que un conocimiento deformado y reduccionista de la Palabra estrecha el horizonte cognoscitivo y ético de los cristianos y cristianas. Por lo cual una liturgia que mayormente se centra en lo que unos líderes dicen sobre Dios con slogans y cantaletas puede ser efectiva para el consumo religioso de su audiencia, pero de escaso impacto en la formación de discípulos capacitados por la Palabra para la realización de “toda buena obra” (2ª Timoteo 3:16-17).
Una liturgia en la que la enseñanza del todo el consejo de Dios (Hechos 20:27) tiene primacía, puede articularse bien con el sentido de fiesta propio de los pueblos latinoamericanos. Al respecto señala el documento que hemos venido comentando: “Nuestra auténtica expresión latinoamericana y caribeña, tan emocional y afectiva, debe tener espacio para su manifestación”.
Es un error contraponer crecimiento cognoscitivo de la Palabra a la expresividad emotiva, uno y otro son espacios en los que actúa el Espíritu Santo. Enfatizar el discipulado del intelecto en detrimento de las emociones, o sublimar éstas últimas y despreciar el crecimiento de la mente de los discípulos y discípulas, es un mal entendimiento de la integralidad de la persona prescrita tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Jesús se hace eco del principio veterotestamentario, pero además lo lleva más allá al subrayar que la relación afectiva con Dios necesariamente incorpora todos nuestro ser y debe reflejarse una vida de servicio a los otros y otras (Mateo 22:37-40).
El reconocimiento de quién es Dios, la alabanza que se le rinde, es un acto comunitario que tiene dimensiones trascendentales pero también efectos horizontales. Por lo tanto, como apunta el documento “la liturgia cristiana tiene que comunicarse con el gran amor de esta generación de Dios a través de una experiencia amoroso de comunidad. Una iglesia que adora a Dios expresa su amor a la gente a través de una comunidad acogedora que se extiende y abraza a los pobres, los afligidos y los que buscan un sentido existencial. Por eso, nuestras liturgias necesitan estar conectadas con la realidad humana que nos rodea. Allí están los dramas actuales que forman parte de la vida ordinaria. En lugar de refugiarnos en la alienación de un culto que ‘huye del mundo’, debemos hacer frente a los desafíos colocados la iglesia y hacer hincapié en la esperanza que tenemos en Dios y en su Reino”.
La liturgia que practicamos es reflejo de la comprensión que las comunidades cristianas tienen de Dios. Si solamente se enseña que la creencia en Él es un satisfactor espiritual, aunque tal vez debemos escribir espiritualista, entonces las reuniones cúlticas estarán centradas en pronunciar frases laudatorias sobre un Dios alejado de las cotidianidades humanas, y a entonar cantos que mueven sólo emocionalmente pero que no incorporan el entendimiento, la inteligencia (Salmo 47:7).
Siempre debe llamarse a la comunidad de creyentes para que no separe la liturgia de la ética. Es más, de acuerdo a la enseñanza bíblica podemos afirmar que una y otra se retroalimentan y evidencian la calidad de los discípulos que confiesan a Jesús como Salvador y Señor. En la liturgia tiene que articularse el agradecimiento al Señor por lo que ha hecho para que tengamos acceso a formar parte del pueblo de Dios y el refrendo de la responsabilidad de vivir como hijos e hijas de luz. De poco valen prácticas grandilocuentes, actos alejados del concepto bíblico de santidad pero, eso sí, llenos de santurronería, que evaden el cumplimiento de una liturgia integral. El profeta Isaías describió lo anterior magistralmente en el capítulo 58 de su libro, y Jesús recordó a sus contemporáneos, y a nosotros, que desde tiempo atrás una cosa era lo que litúrgicamente se confesaba pero muy otra lo todos los días vivido (Mateo 15:8-9).
Si quieres comentar o