Influir sobre la conducta de los demás, de los que nos rodean, ha sido seguramente uno de los sueños dorados del ser humano desde que el mundo es mundo. De hecho, si lo pensamos bien, ¿cuántos de nuestros problemas e inquietudes desaparecerían si tuviéramos esa capacidad, la de moldear el comportamiento del prójimo a nuestro antojo?No sabemos qué consecuencias traería (probablemente de dimensiones cósmicas dado lo que muchos querrían seguramente hacer con ese don, que no sería nada bueno), pero en cualquier caso, fuera para bien o para mal, la cuestión es que es un anhelo que muchos no dudarían en hacer realidad si alguien se lo ofreciese.
Nadie es ajeno al hecho, sin embargo, de que eso no es posible con nuestras capacidades humanas. Por lo menos, no por vías razonables o pacíficas, que sería lo suyo. Podemos tener más o menos poder de persuasión sobre otros, pero eso, reconozcámoslo, no es exactamente lo que pediríamos si pudiéramos elegir. Querríamos más y no nos conformaríamos simplemente con intentar influir en otros, sino que optaríamos por aquello que nos diera, al menos, cierta garantía de control sobre la conducta del vecino. Quisiéramos que los demás hicieran lo que nos viniera mejor a nuestros propósitos y eso incluye, desde acciones concretas, hasta pensar o sentir de una determinada manera, porque la conducta es mucho más de lo que hacemos o dejamos de hacer.
Pensándolo detenidamente, los psicólogos, médicos, profesores… estaríamos encantados si eso pudiera ser así. ¿Se imaginan ustedes cuántos quebraderos de cabeza nos ahorraríamos?¿Cuánto esfuerzo, tiempo, dinero… serían mejor invertidos si la cosa fuera tan fácil como tocar al otro con una varita mágica que le llevara a hacer lo que conviene y no aquello a lo que se siente impelido? Eso sí, tendríamos que tener en cuenta, muy en cuenta, que sobre nosotros podría ejercerse el mismo efecto. Es decir, podríamos influir sobre los demás, pero otros también podrían hacerlo sobre nosotros y hacerlo a su antojo. Obviamente, terminaríamos probablemente en el punto donde estamos ahora, con intereses contrapuestos de unos y otros y sin nada demasiado claro a lo que acogernos. Pero daría igual. Seguiríamos queriendo influir sobre los demás, que es de lo que se trata.
Una de las áreas más apasionantes (a mi entender, claro) dentro de la ciencia del comportamiento humano es lo que se llama la Psicología de Grupos. En ella, uno de los temas de estudio estrella es la influencia grupal y cómo se dan ciertos procesos para que unos individuos puedan influir sobre otros ya sea dentro o fuera de un grupo. Al margen del asunto de los grupos, que como digo es apasionante (se estudia no sólo el proceso de influencia de las mayorías sobre las minorías, sino al revés también y otros fenómenos, como el de las sectas o su aplicación a áreas tan de nuestro tiempo como el marketing o la publicidad), la esencia sigue siendo la misma: nos gustaría que los demás, aunque fuera en determinadas ocasiones nada más, cambiaran un poquito su rumbo al actuar.
No podemos negarnos que lo intentamos y, de hecho, casi me atrevería a decir que por todos los medios echando un vistazo al mundo hoy. Casi todo lo que ocurre alrededor nuestro está relacionado íntimamente con esto. Desde los conflictos entre naciones a las reuniones de vecinos. Desde las bombas racimo, al puño en la mesa o el “por favor” al final de una frase. En todo, absolutamente todo, está el hombre intentando que los demás tomen en serio sus indicaciones para conducirse. Cada uno usa sus métodos. Unos más violentos, más obvios, más desesperados… otros más sencillos, más pacíficos, más educados, más empáticos… Para unos es un fin en sí mismo que justifica todos los medios. Para otros, sin embargo, es simplemente una opción que hay que intentar y que, si no sale bien, hay que descartar con resignación y seguir hacia delante.
En ocasiones esa insistencia por hacer que el otro cambie, o que el otro entienda algo que en principio parece no entender, podría parecer simplemente caprichosa, es cierto. Pero en tantas y tantas ocasiones, la mayoría diría yo, el cambio anhelado, deseado, incluso a veces forzado, no es una cuestión menor.
Vayámonos, para ser prácticos, al ámbito de lo cotidiano, a nuestro día a día. Los que somos padres tenemos, por ejemplo, la necesidad de influir en la conducta de nuestros hijos, no sólo porque les estamos educando y es a lo que somos llamados verdaderamente, sino porque para la convivencia es absolutamente necesario. Si cada cual hace lo que le place, el caos está garantizado. Los padres estamos, entonces, constantemente a la búsqueda de estrategias de influencia eficaces sobre la conducta de nuestros hijos, muchas veces sin éxito, porque en tantas ocasiones, los hijos terminan haciendo, simplemente, lo que quieren, sin más.
En el ámbito de la pareja no pasa algo distinto. Combinar dos puntos de vista diferentes, incluso contrapuestos, y hacerlos funcionar de manera habitual no es nada fácil. De ahí los conflictos de pareja tan habituales. (¿A que ahora están ustedes pensando en cuántas cosas les gustaría cambiar en su pareja? Probablemente ella estaría diciéndose justamente lo mismo si lo estuviera leyendo, no le quepa duda). Y ahí estamos, una y otra vez, pegándonos contra una pared porque no es nada fácil llegar a acuerdos, ceder para conseguir el cambio, no insistir demasiado, no sobrepasar la barrera de lo razonable en el deseo de lograr lo que se quiere…
¿Y qué decir del trabajo? Jefes que estarían encantados de dirigir a autómatas y no a seres humanos con voluntad propia, porque sin duda su vida sería mucho más fácil en ese caso. Empleados a quienes les gustaría poder pulsar un botoncito y reconvertir a sus superiores en las personas afables y bondadosas que les gustaría que fueran. Pero esto no pasará, así que no nos hagamos ilusiones. Volvemos una y otra vez al punto de partida, qué le vamos a hacer. No tenemos poder para cambiar al otro. Esa es la verdad. Sólo la posibilidad de actuar nosotros conforme a lo que creemos adecuado y, en ocasiones, como el apóstol Pablo bien se encarga de recordarnos, sólo hasta cierto punto, porque terminamos haciendo, incluso, aquello que no queremos hacer.
Ahora bien, toda esta reflexión me lleva a un caso muy concreto que ocupa mi mente en estos días y que tiene que ver con lo más profundamente anclado en nuestro ser: el pecado mismo. ¿Se han encontrado ustedes alguna vez intentando convencer a alguien de que reoriente su situación o su conducta cuando lo que hay de por medio es pecado? ¿Se han visto en esa tesitura cuando la persona en cuestión está lejos del Señor?
Probablemente pocas cosas hay tan enraizadas en nosotros como el mal mismo (que tenemos que seguir recordándonos día a día que no está fuera de nosotros, sino en nosotros mismos). Bueno, quizá una sí hay más anclada aún: la posibilidad real de mantener una relación con el Señor de forma íntima y personal, permitiendo que Él gobierne nuestras vidas. Eso es lo único que puede convertir una raíz de pecado en un ser regenerado.
Pero para eso, entendiendo que el pecado y el mal ya no pueden ocupar el gobierno de esa vida, han de ocurrir dos cosas que se nos escapan completamente a las personas:
- La primera, convicción de pecado, que sólo puede darse por la obra del Espíritu. Si Él no actúa corrigiendo, redarguyendo, orientando, quebrantando… no hay nada que hacer. Es, simplemente, una batalla perdida. Da igual cuántos argumentos lógicos quieras usar para hacer entrar al otro en razón, cuánta razón tengas, incluso. ¡Hasta pudiera ocurrir (que pasa) que la otra persona lo vea como tú! Pero que su conducta no cambie. Y esto sucede, no sólo porque el pecado es adictivo, sino porque en el fondo nos gusta. Nos sentimos cómodos en ello aunque sea políticamente incorrecto reconocerlo. El bien y la santidad nos comprometen, nos llaman a una vida de coherencia. Implican una carrera de fondo que muy pocos están dispuestos a correr. Porque para terminar esa carrera hace falta ponerse en manos de Otro que nos gobierne y que nos dé las fuerzas para llegar a la meta.
- La segunda, el querer y el hacer, por Su buena voluntad. Si la persona no se rinde ante el Señor, si no pone delante de Él su dificultad, si no comprende que por sus propios medios, en función de sus emociones o de su hombre natural no puede llegar a lo que el Señor demanda de él, no hay nada que hacer. No hay victoria posible. Él, el Señor, tiene que obrar el milagro. Y como milagro que es, no tiene nada de sencillo. Porque las personas no queremos hacer el bien. Queremos hacer el mal. Y la única manera posible de que de nosotros salga algo de provecho es en Él.
Teniendo esto en cuenta, sólo nos queda orar por tantos y tantos que, alejados del Señor y Sus propósitos optan por una vida que, aunque les resulte infinitamente más fácil porque no sienten que tengan que dar a nadie cuentas de sus actos o su conducta, es infinitamente más difícil porque no pueden tener junto a ellos, sustentándoles e infundiéndoles ánimo, al Señor Todopoderoso que reina y reinará por los siglos de los siglos. Hemos de orar por nosotros también, no fuera que creyéndonos fuertes perdamos de vista que también podemos caer. Seamos llevados a misericordia y también a hablar con denuedo de la Palabra del Señor, buscando agradarle a Él y no a los hombres. Y, sobre todo, sabiendo que libramos una lucha espiritual de dimensiones cósmicas en la que el Señor ha querido que nosotros juguemos un papel.
Así sí se puede librar y ganar una batalla. Es más, se puede ganar la guerra. Y yo quiero estar en el bando vencedor.
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