No cabe duda de que el tránsito de un año hacia otro produce en las personas sentimientos de todo tipo. Sea que se mire hacia atrás con nostalgia, como en la canción de Tony Camargo (“Yo no olvido al año viejo/ porque me ha dejado cosas muy buenas…”), o que se mire expresa y resueltamente hacia adelante con la esperanza de que las cosas sean mejores, las sensaciones que se experimentan son ambiguas muchas veces.
Un poeta como Pablo Neruda (1904-1973), cuyo ímpetu celebratorio siempre estuvo atento al fluir interminable de la vida, dedicó tres libros de sus famosas
Odas (
Odas elementales [1954],
Nuevas odas elementales [1956], y
Tercer libro de las odas [1957]
, todos publicados en Buenos Aires por Losada), a cantar con deleite y detalle sobre todo lo habido y por haber: la tristeza, el vino, la alegría, el mar, el diccionario, el presente, la luz encantada, la bicicleta, la abeja, la sal, la piedra, la estrella, un ramo de violetas, el serrucho, el gallo, la jardinera, el maíz, el libro, el hígado, etcétera, etcétera…
Para Hernán Loyola, profundo conocedor de la obra del poeta chileno, esta etapa creativa “reflejó un cierto optimismo voluntarista, fundado en una visión de la realidad que tendía a ignorar las contradicciones en las zonas extremas: un panorama idílico del mundo socialista, una simplificación empobrecedora del mundo burgués”, además de que fueron el esfuerzo por “lograr el inventario poético de la materia en sus múltiples manifestaciones”.
[i]
Nerio Tello resume la audacia de escribir en un estilo ágil, “de pase de lista”, casi “fotográfico”, a contracorriente de lo que se esperaba en esos años del gran poeta que ya era Neruda:
Como si se hubiera encaprichado, un año más tarde vuelve a desafiar a sus críticos con este Tercer libro… Reafirma sus postulados de una poesía rápida y sencilla, casi enumerativa: “En tus andenes/ no sólo/ los viajeros olvidaron/ pañuelos,/ ramos/ de rosas apagadas,/ llaves,/ sino/ secretos, vidas,/ esperanzas” (“Oda a la vieja estación Mapocho, en Santiago de Chile).
De nuevo el poeta dedica una oda a un detractor seguramente con nombre y apellido (“Oda al pícaro ofendido”) pero retoma algo del aliento poético que parecía haber abandonado en la búsqueda de una extrema simplicidad. Su “Oda al bosque de las Petras” y, quizá, su “Oda al niño de la liebre lo reinstalan en su vuelo poético: “Eran pardas/ las altas cordilleras,/ cerros/ color de puma/ perseguido,/ morado/ era/ el silencio/ y como/ dos ascuas/ de diamante/ negro/ eran/ los ojos/ del niño con su liebre.[ii]
Podría decirse que estos libros son los más tercamente nerudianos por su empeño en describir, a veces de manera casi caótica, pero con intensos chispazos líricos las sensaciones producidas por aquello a lo que se dedica el poema.
Las palabras sueltas en los versos son tal vez lo más característico de estos prolongados “juegos verbales” y su principal aportación formal.
En este tercer volumen (uno de cuyos ejemplares de la primera edición posee quien esto escribe) ocupa un lugar (siempre en riguroso orden alfabético) la “Oda al primer día del año”.
La primera estrofa coloca ese día en el ámbito de los juguetesy resume bien la expectación por recibirlo como alguien venido de muy lejos: “Lo distinguimos/como/ si fuera/un caballito/ diferente de todos/ los caballos./ Adornamos/ su frente/ con una cinta,/ le ponemos/ al cuello cascabeles colorados,/ y a medianoche/ vamos a recibirlo/ como si fuera/ explorador que baja de una estrella”.
La segunda lo ve como un alimento necesario y como un transcurrir necesariamente fugitivo: “Como el pan se parece/ al pan de ayer,/ como un anillo a todos los anillos:/ los días/ parpadean/ claros, tintineante, fugitivos,/ y se recuestan en la noche oscura”.
En la siguiente estrofa el día sigue su camino como un tren cuyo tripulante conduce hacia lo desconocido: “Veo el último/ día/ de este/ año/ en un ferrocarril, hacia las lluvias/ del distante archipiélago morado,/ y el hombre/ de la máquina,/ complicada como un reloj del cielo,/ agachando los ojos/ a la infinita/ pauta de los rieles, /a las brillantes manivelas,/ a los veloces vínculos del fuego”.
Esa misma figura reaparece y el lenguaje se vuelve más intenso al dirigirse a ese conductor en la ruta de lo ignoto. Ningún último día de año es igual a los anteriores, cada uno trae lo suyo y estar solo o acompañado deja una huella profunda al pasar por las villas o aldeas. Allí
aparece la imagen de este día como “puerta del año”: “Oh conductor de trenes/ desbocados/ hacia estaciones/ negras de la noche./ este final/ del año/ sin mujer y sin hijos,/ no es igual al de ayer, al de mañana?/ Desde las vías/ y las maestranzas/ el primer día, la primera aurora/ de un año que comienza/ el primer día, la primera aurora/ de un año que comienza,/ tiene el mismo oxidado/ color de tren de hierro:/ y saludan/ los seres del camino,/ las vacas, las aldeas,/ en el vapor del alba,/ sin saber/ que se trata/ de la puerta del año,/ de un día/ sacudido/ por campanas,/ adornado con plumas y claveles”.
Y avanza el poema al referirse a la terredad, a
la ignorancia de la tierra sobre su destino y el paso del tiempo. Ella hará lo que le corresponde y así transcurrirá la vida: “La tierra/ no lo/ sabe:/ recibirá/ este día/ dorado, gris, celeste,/ lo extenderá en colinas,/ lo mojará con/ flechas/ de/ transparente/ lluvia,/ y luego/ lo enrollará/ en su tubo,/ lo guardará en la sombra”. Este último verso proyecta la visión hacia una noche indómita, casi permanente.
Y continúa con la presencia de
la puerta, anuncio y posibilidad de que venga algo bueno, y a pesar de lo rutinario se atisba una novedad, una diferencia: “Así es, pero/ pequeña/ puerta de la esperanza,/ nuevo día del año,/ aunque seas igual/ como los panes/ a todo pan,/ te vamos a vivir de otra manera,/ te vamos a comer, a florecer,/ a esperar./ Te pondremos/ como una torta/ en nuestra vida,/ te encenderemos/ como candelabro,/ te beberemos/ como/ si fueras un topacio”. Ese poner este día inicial como “una torta” (pastel) manifiesta la alegría, la celebración, y encenderlo como candelabro anuncia la solemnidad del recibimiento.
En el cierre anunciado se dirige el poema al día mismo con un dejo de esperanza y de frescura. Asimismo, se le pide, como en una oración, que corone la vida humana con algunos goces cotidianos, siendo lo que es, “un pobre día humano”: “Día/ del año/ nuevo,/ día eléctrico, fresco,/ todas/ las hojas salen verdes/ del/ tronco de tu tiempo:// corónanos/ con/ agua,/ con jazmines/ abiertos,/ con todos los aromas/ desplegados,/ sí,/ aunque/ sólo/ seas/ un día,/ un pobre/ día humano,/ tu aureola/ palpita/ sobre tantos/ cansados/ corazones,/ y eres,/ oh día/ nuevo,/ oh nube venidera,/ pan nunca visto,/ torre/ permanente!”. El tono final es elocuente y el antepenúltimo verso retoma la imagen del pan (“nunca visto”) para concluir con una exclamación en busca de la permanencia.
El poema cumple cabalmente el objetivo general del autor al escribir sus “odas”, confesado al eminente erudito Emir Rodríguez Monegal: “Quería crear una poesía de afirmación, de verdad y belleza, de fe en la vida, de victoria, de confianza en el futuro”.[iii]
[i]Cit. por Nerio Tello,
Pablo Neruda: poesía y revolución. Madrid, Ojos de Papel, 2005 (Lea. Guías básicas de lectura), p. 66.
[iii]E. Rodríguez Monegal,
El viajero inmóvil.Buenos Aires, Losada, 1966, p. 272.
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