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Tiempo de celebrar salvación

Tan cegados estamos, en nuestra propia percepción del mundo, tan “requetesabida” tenemos la historia de la Navidad que se nos olvida que SU historia es NUESTRA historia.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 17 DE DICIEMBRE DE 2011 23:00 h

Al llegar estas fechas navideñas uno encuentra a la población cada vez más dividida. Los hay que adoran estas fechas y que las anhelan durante todo el año y, en el otro extremo de la misma dimensión, los hay que las aborrecen profundamente. No siempre los unos y los otros saben exactamente qué se celebra en estos días, aunque suenan campanas de muchas cosas que, sin ser el motivo esencial de celebración, llenan las navidades de tantos. Buena parte, sin embargo, sí lo sabe, pero se sigue conformando con los muchos sucedáneos con los que nos bombardean desde los cuatro costados que, sin ser malos en sí, lo son en tanto en cuanto pretenden sustituir realidades espirituales inapelables que deberían estar, qué duda cabe, en el epicentro mismo de la celebración o no en un olvidado rincón de la iconografía religiosa o del inconsciente colectivo.

Regalos, familia, dulces y mazapán, ilusión, alegría, amistad y amor… todos ellos cosas muy deseables, agradables, pero que en nada son comparables con el verdadero sentido de la Navidad real. Hace más de 2000 años, un niño muy especial envuelto en pañales y en lo más oscuro de la noche, venía a revelar lo que en unos años sería el mayor milagro de los tiempos: Dios hacía provisión de un plan de salvación completo y eficaz para el hombre, uno que no hiciera falta rectificar y complementar a lo largo de los tiempos. Ese plan sólo hace falta reconocerlo, aceptarlo, vivirlo, celebrarlo… y eso es justamente lo que hacemos en estas fechas, aunque no debieran ser las únicas. Para el cristiano debería ser siempre Navidad. Puede gustarnos más o menos la parafernalia y el negocio que se ha montado alrededor de esto, pero la esencia sigue siendo la misma: un Dios Santo que se hace hombre para morir más tarde por nosotros y darnos vida. Y no una cualquiera, sino vida eterna y de plena abundancia.

No a todos los creyentes les gusta la Navidad por igual. Pero, francamente, cuando hacemos manifestaciones en esta línea, creo que más bien pensamos en el folklore que se mueve alrededor. Al menos, eso quisiera pensar. Si en ese decir, por el contrario, nos estamos dejando llevar por la inercia y nos estamos manifestando como lo hacen los que no creen, en algún sentido estamos perdiendo el norte. Por decirlo de una manera distinta: no sé si tenemos derecho los creyentes a manifestar con tanta frescura nuestro desprecio o nuestra indiferencia por estas fiestas (cada vez son más los que lo hacen). Porque, insisto, muy al margen de lo que queramos decir, lo que decimos realmente con esto es que estos días tienen poca o ninguna implicación para nosotros. Y nada hay o debe haber más alejado de la ideología y el sentir de un cristiano que esto. La Navidad para un cristiano, si me lo permiten, lo es TODO. Porque incluso hablar de la muerte y de la resurrección de Jesús sin hablar de su encarnación es, por razones más que obvias, un verdadero sinsentido.

Pero cierto es que lo obvio es justamente lo que a los cristianos, tantas veces, se nos pasa más desapercibido. Estamos tan de vuelta de todo, tenemos los oídos tan saturados de escuchar siempre lo mismo sin prestarle verdadera atención, la que el hecho trascendental del nacimiento de Jesús merece, que cuando vuelven a nosotros estas fechas simplemente nos suena a mera repetición y desconectamos, como se suele decir, en el minuto uno. Sólo nos pesa pensar en las interminables sobremesas, en el tedio de tener que buscar regalos para todos y en los dichosos villancicos. ¡Como si verdaderamente alguna de esas cosas tuviera que ver con lo que aquí se está hablando! Nada más lejos de la realidad cierta de la salvación, pero nada más cerca de nuestras narices y nuestro día a día para confundirnos, incluso a los que, se supone, mejor entendemos de qué va esto.

Precisamente en esa confusión es en la que quiero detenerme más en estas líneas. Porque tan cegados estamos, a veces, en nuestra propia percepción del mundo, tan “requetesabida” nos tenemos la historia de la Navidad que se nos olvida que SU historia es NUESTRA historia, que Su nacimiento y posterior ofrenda nos compete, nos repercute, nos alcanza de forma trascendental y nos proyecta a una realidad de eternidad que, de otra manera, jamás tendríamos. Y, principalmente, nos salva.

Muchos cristianos que atraviesan por pruebas en este momento se preguntan, como tantos en el mundo secular, si han de celebrar estos días. Si merece la pena. Fuera del cristianismo, entendemos que la gente esté para pocas celebraciones, más aún si no comprenden o comparten lo que se celebra aquí. Las pérdidas, las crisis, las rupturas, las enfermedades… todo ello nos pone en situaciones alejadas de lo que nos gustaría estar viviendo. “Las cosas no están bien” -piensan algunos- “así que, ¿qué vamos a celebrar sin ser unos hipócritas con ello?”. Y la respuesta, al menos para los cristianos, es bien sencilla y bien tajante a la vez: tenemos MUCHO o, incluso, TODO por celebrar, al margen de nuestras circunstancias o de cómo nos sintamos. Porque, al margen también de que nos veamos con bríos suficientes para celebrar, champán y turrón en mano, que “esta noche es Nochebuena y mañana Navidad”, Cristo vino a nacer y morir por nosotros y esto, lejos de cualquier suceso que acontezca, de cualquier sentimiento, o de cualquier ataque al que la vida nos someta inesperadamente, es razón más que de peso específico como para detenerse y considerar el regalo precioso de la obra que Dios ha hecho con nosotros y que en Navidad rememoramos.

Navidad es un tiempo de salvación excepcional como pocos. Nos acordamos y tenemos presente el regalo que Jesús es para nosotros y estas fechas nos dan la oportunidad singular y preciosa de compartirlo con otros, de transmitir con sencillez y profundidad que la llegada al mundo de ese niño precioso ha supuesto para nosotros la posibilidad de volver a la vida desde un mundo de tiniebla y perdición. Navidad no es nada de lo engrosado que en estas fechas nos rodea. Navidad es sencillez de espíritu y profundidad de mensaje, es tiempo de detenerse a mirar atrás para considerar su repercusión en nuestro presente, pero principalmente en nuestro futuro y en el de tantas almas que, de no conocer a ese niño de Belén, se verán perdidas sin remisión.

Da igual cuán bien o mal nos sintamos en estos días, cuánto sintamos que desfallecemos o cuán oscuro podamos ver el futuro que nos aguarda. No nos equivoquemos. La Navidad no tiene nada que ver con eso ni con lo contrario tampoco. Es algo cualitativamente distinto. No es simple optimismo o tintineo de campanas. Si eres consciente de que Jesús nació para morir pocos años después por ti y por mí, tienes mucho que celebrar, aunque pudiera parecerte lo contrario. Y la sombra de Su nacimiento pero también de Su muerte y resurrección se proyecta hasta alcanzarnos en el día de hoy.

Nada, ni tus circunstancias ni las mías, cambia ese hecho y, por tanto, no estamos en posición justificada de prescindir de celebrar y, con ello, gritar al mundo, que lo sucedido hace más de 2000 años en el pueblecito de Belén es nuestra salvación por los siglos de los siglos. Llegará el día en que podremos dar honra y gloria, como ya algunos hicieron en esos tiempos lejanos, en persona y traeremos nuestros regalos, con sencillez y profundo amor, ante los pies de un Jesús reinante. Ya no se manifestará más como un niño de pecho, indefenso y aparentemente a merced de la pobreza o el frío de la noche. En aquel día glorioso en que Él reine sobre todo y todos, traeremos ante Él el regalo de nuestras vidas postradas ante Sus pies, vidas compradas por precio y escogidas, una a una, para glorificarle como sólo Él merece. Y nuestra celebración entonces será otra, en esa ocasión sin ningún otro sucedáneo que pueda intentar arrebatarle ni una pizca de gloria: estaremos, en ese momento, en las bodas del Cordero, en el reencuentro precioso de la iglesia con su Rey y nada empañara nuestros ojos ni nuestra mente para poder celebrar el don de la vida, de Su vida, en abundancia y para siempre, hecha regalo para nosotros.

Que nada empañe tu gozo…
Recuerda la Navidad...
Celebra la Navidad...
Es tiempo de salvación… y eso es, siempre, motivo de celebración.
 

 


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