¡Feliz día del padre!- Escuchó Jaime tras de sí. Se giró bruscamente y presenció cómo uno de sus compañeros de oficina recibía un presente de manos del administrador. Sin mediar palabra, se levantó enfurecido y le propinó un puñetazo que sonó a crujido. El compañero, que ni siquiera le había visto venir, quedó desorientado un instante, pero enseguida se incorporó y se lanzó hacia él. El administrador y el secretario le frenaron. Jaime volvió en sí y trató de disculparse, aunque sus palabras sonaron huecas mientras el compañero alzaba cada vez más los brazos y gesticulaba. Pero Jaime no entendía sus intenciones, preso como había quedado de sus propios recuerdos. Su padre, la ausencia. Salió el gerente y separó a empellones al compañero que, ya con los brazos caídos, seguía vociferando. A Jaime le dieron el resto del día libre, porque ya estaban listos los presupuestos y no merecía la pena la tensión y el mal ambiente, por la llegada de los compradores daneses y por la fecha señalada.
Jaime llegó a casa y abrió con sigilo, no fuera a ser que su madre aún durmiera la siesta. La halló sentada en la butaca del salón, ante la televisión encendida pero desatendida, absorta en sus nostalgias seniles.
- Jaimito hijo ¿qué hora es ya?
- Aún temprano, madre. No te asustes.
- ¿Es que ha pasado algo? – La anciana trató de incorporarse, pero desistió enseguida.
- Nos han dado fiesta, ya sabes… por el día del padre.
- Del padre…- Repitió ella.
- Maldito día.- Exclamó Jaime. Besó a su madre en la frente y fue a la cocina a por un café.
Se colaba la luz tenue de la tarde por la ventana angosta. Asió la taza, se calentó las manos y se sentó, como tantas veces, frente al cristal. Su padre invadía sus odios y sus ansias de venganza. Se había ido, hacía tanto que apenas recordaba una voz profunda y unos ojos negros de hombre fuerte.
Una tarde de mayo Jaime había regresado a casa tras el colegio. “Hijo, siéntate” le había dicho su madre. “Tu padre nos ha abandonado, se ha ido con otra”. Otra mujer que seguramente no tendría las manos finas de su madre, ni su olor a jabón de tocador. La vida fue dura desde entonces pues su madre pasaba largas horas fuera de casa, pluri-empleándose por una miseria. Horas que Jaime invertía en buscar por las calles a su padre para hacerle pagar el desprecio y el dolor que les había causado. Y a esa otra mujer… a ella la odiaba aún sin conocerla. Aborrecía su coquetería y sus malas mañas, la falta de freno, el haber dicho que sí.
Durante más de dos años, aguardó cada tarde en la esquina del bar que su padre solía frecuentar para la partida de dominó. Nadie que se le pareciera. Todas sus fotos habían desaparecido del hogar familiar y Jaime pervertía el recuerdo. Buscaba a un monstruo encarnado. Después, en la puerta de la fábrica, a la salida de cada turno, por si le habían cambiado el horario y se le escapaba el muy desgraciado.
Nunca apareció. Pero, aquel día, concluido el café y sesgada la vida por no poder avanzar a pesar de los años, se quebró en lágrimas y volvió el sollozo antiguo. Una mano huesuda tocó su espalda.
- Tranquilo, hijo.- Susurró la anciana.
Jaime se sobresaltó por no haberla sentido aproximarse.
- No se fue con otra, él te quería.
Jaime quedó sin aliento y calló unos minutos.
- Él estaba enfermo.- Prosiguió su madre.- Ingresó voluntariamente en el psiquiátrico… para no dañarnos ni a ti ni a mí.
- Pero entonces… ¿Por qué me dijiste…?
- Para que no le buscaras, hijo. Para que no vieras ese lugar. Él me hizo prometer que te diría que había muerto, pero aquello me pareció aún más cruel.
- Más cruel…- Volvió a repetir Jaime de forma monótona.
- Esta es la tarjeta del psiquiátrico, está alejado de la ciudad.
Dejó la cartulina amarillenta por el tiempo cerca de la taza y se fue en silencio. Jaime se quedó en la misma posición, con la mirada perdida en el fondo del paisaje impreso durante dos horas. Aquello desordenaba sus rencores, estaba desorientado. Se acostó sin cenar y apenas sin hablar, a la anciana en cambio la acosaba la culpa y trataba de complacerle en todo; pero él no se dejaba.
***
- No vendré a comer.- Exclamó Jaime cerrando tras de sí la puerta.
No odiaba a su madre, seguramente en aquel momento creyó que era lo mejor. Al fin y al cabo igualmente quedó abandonada a su suerte y sin marido. Pero tal vez habría habido otra forma, u otra mentira, o la verdad… El vehículo salió del último barrio de la periferia a gran velocidad. Jaime condujo cual autómata, sintiendo cómo su piel se erizada al pensar cómo habrían sido sus años si hubiese sabido. Las noches ante la puerta del bar, ante la fábrica. Cuando su padre enfermó, una familia de fabriles no podía permitirse los caros medicamentos psiquiátricos, “para no dañarte ni a ti ni a mí” había dicho su madre.
***
El ingente edificio se alzaba a lo lejos, rodeado de un muro de seguridad y centenares de árboles. Accedió con el vehículo al recinto y aparcó cerca de la puerta. A través de los barrotes de las ventanas se asomaban varios rostros deformados por la penumbra. En la entrada, una enfermera le interceptó.
- ¿A quién busca?
- A don… Alfredo Santillán.- Hacía tanto que no pronunciaba ese nombre que le sonó extraño incluso en su boca.
La enfermera buscó en un cuaderno que descansaba sobre el recibidor y exclamó:
- Pabellón C, sala 3. Le queda una hora para finalizar el horario de visita.
Y se giró, perdiéndose por el interminable pasillo y dejándole solo ante el cartelón plagado de flechas. Siguió las indicaciones de los pabellones sin querer reparar en las salas que se sucedían a izquierda y derecha. Sólo veía, de soslayo, las mismas sombras vestidas de blanco que se asomaron tras los barrotes a su llegada. No estaba preparado para enfrentar la angustia que encerraba aquel lugar. La angustia inmutable y sin esperanza del encierro voluntario de Alfredo. Alfredo Santillán, su padre.
Pabellón C. Sala 3. Veinte hombres en pijama se diseminaban entre los sillones y sillas dispuestos alrededor de la televisión encendida. Trató de buscarle desde la retaguardia, pero habían pasado tantos años que necesitaría acercarse para discernir las facciones. El nudo en su garganta se mezclaba con el temor que le infundía aquel lugar. Caminó despacio, nadie parecía advertir su presencia. Un hombre alto hablaba solo, susurrando. No era él. Allá, en el segundo sofá, otro hombre miraba la pared con una atención pasmosa, como tratando de descifrarla. Tampoco era él. En ese instante, un toque en su hombro. Se giró y halló los ojos profundos del que fue su padre, rodeados de arrugas y nostalgia.
- Jaime ¿Eres tú? – Preguntó Alfredo Santillán.
Pero Jaime no pudo contestar, pues una única duda embargaba su mente: ¿Qué haría ahora con todo aquel odio?
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