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Presente, pasado y futuro del viajero itinerante

Ha de bastarnos Su gracia, y esa es una lección aún por aprender en nuestro pasado, en nuestro presente y quizá también en nuestro futuro
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 02 DE DICIEMBRE DE 2011 23:00 h

Mirar hacia delante es un ejercicio que nos produce sentimientos encontrados. Por una parte, siendo un poco optimistas aunque sin desbocarnos, buscamos el futuro con la inquietud y la curiosidad de lo que estará por venir, esperando que lo que nos aguarda a la vuelta de la esquina sean cosas buenas. En otras ocasiones, sin embargo, lo que nos produce mirar hacia el futuro es incertidumbre y ansiedad, particularmente cuando nuestro presente no es demasiado favorecedor y las experiencias del pasado tampoco acompañaron mucho. Así, la relación entre pasado, presente y futuro es, no sólo inevitable, ya que nos condiciona en lo positivo y en lo negativo, sino en ocasiones desalentadora si no sabemos manejarla con cautela y perspectiva.

Las personas nos movemos en esta vida como viajeros sin rumbo fijo, tanto más los creyentes, que somos bien conscientes de que nuestro hogar definitivo no está aquí en esta Tierra que consideramos tan nuestra, sino que simplemente estamos de paso. Y no de cualquier forma. No sólo sabemos que no permaneceremos aquí eternamente, más bien por poco tiempo, sino que, aunque pudiera parecer una redundancia somos viajeros itinerantes. Pasamos de lugar a lugar y no siempre en un sentido físico y literal. Nuestras circunstancias varían de día en día y eso nos obliga a ajustarnos, a redefinir nuestra posición sin perder de vista el lugar al que nos dirigimos, al sitio celestial donde Dios reina con toda Su gloria.

El camino que transitamos es angosto, arduo, difícil, y sobre las piedras del camino se acumulan también todo tipo de obstáculos añadidos que hacen del sendero a veces más una aparente tortura que un paseo placentero. Para el creyente, de hecho, no hay camino placentero en el sentido que nos gustaría entenderlo como no lo hubo para nuestro Señor, que ya nos advirtió, como viajero itinerante por excelencia, que lo que nos depararía el futuro, por causa del Evangelio, sería aflicción de espíritu y dificultades. Lo por venir, en ese aspecto, no nos resulta demasiado alentador. Tener la garantía de que van a aparecer dificultades no es ningún “regalito”, pero en el Evangelio, acompañando a la anticipación de esa realidad se nos ponen en la mano promesas de ayuda, consuelo, fortaleza, poder, sabiduría de lo alto, así como una armadura al completo con todos los útiles necesarios para enfrentar la batalla. ¡Cuánta actualidad sigue teniendo para nosotros la figura del peregrino! ¡Y cuán necesaria sigue siendo la combinación entre un equipaje ligero, que nos permita avanzar y nos recuerde que no somos de aquí y que nada nos llevaremos, y buenas herramientas para el avance en el camino, porque vendrá bien cargado de curvas!

La perspectiva conjunta y principalmente acertada sobre el pasado, presente y futuro es una de esas herramientas. Pesa muy poco en la maleta, pero tiene el poder incuestionable de aligerar o acrecentar la carga dependiendo del uso que se haga de ella. La perspectiva que el cristiano ha de tener sobre esto no es opcional, a la luz de la Palabra, y por eso es importante que intentemos afinarla lo máximo posible antes de iniciar el camino o, al menos, antes de seguir avanzando.

El pasado es un arma de doble filo para todo ser humano. Nos ayuda cuando lo tenemos en cuenta (a veces se nos olvida y hacemos como si no hubiera existido), nos permite aprender de él o, por el contrario, nos resulta una losa demasiado pesada para poder cargarla con facilidad y miramos hacia otro lado negándolo o haciendo como si nunca hubiera existido. Nuestra memoria es dudosa, nos juega malas pasadas y tenemos una especial tendencia a interpretar selectivamente aquellos episodios o elementos que refrendan nuestras teorías sobre la vida. Miramos hacia atrás cuando nuestro presente nos es poco grato y anhelamos tiempos mejores. Recordamos las “cebollas de Egipto” y olvidamos lo que el Señor ha hecho y hace con nosotros y principalmente, que nos sostiene, aunque sea en un desierto que parece no tener final.

Eben-ezer es una palabra fundamental para el viajero que avanza, porque esto no es posible sin tener bien presente que hasta ese mismo momento lo ayudó el Señor y que todas las cosas le han ayudado a bien, aún en los peores y más dudosos tramos del recorrido. El pasado ha de traernos a la memoria, entonces, la realidad del cuidado divino, Su misericordia y favor, que nos acompañaron siempre, aun en nuestras deslealtades. Él siempre volcó Su gracia y favor para con nosotros y trajo a nuestras heridas el bálsamo necesario, el ungüento sanador, la medicina del alma, la salida a la dificultad. En ese pasado aprendimos que las cosas no son siempre como las quisiéramos, sino más bien como el Señor permite que sean y que no hubo ni un solo cabello de nuestra cabeza que cayera en tierra sin que Dios diera consentimiento para ello.

El pasado de nuestra vida proyecta nuestro presente, el que vivimos hoy, y lo explica y anticipa también en cierta medida. Todo lo que nos sucede, lo que vemos y oímos, lo que vivimos, nos trae hacia donde estamos hoy, con lo que somos y lo que no somos, con lo alcanzado y lo pendiente por conseguir. Pero es un continuo que, lejos de estar organizado por compartimentos estancos e inconexos, como a veces nos gustaría (a quién no le gustaría a veces desconectar su presente de su pasado o su futuro de su presente), está enlazado íntimamente y no por casualidad. Que seamos seres con memoria y entendimiento tampoco es casual ni gratuito. Somos llamados una y otra vez a considerar lo pasado mirando hacia atrás y a entender quiénes somos ahora y hacia dónde nos proyectamos en un futuro cercano pero también de cara a la eternidad.

Esas dos perspectivas, pasada y presente, dibujan en el viajero inteligente también su futuro. Le permiten escoger qué batallas debe librar y cuáles debe dejar atrás porque no son provechosas. El que se sabe cuidado y protegido por el Señor en el pasado, sabe también que lo es en el presente y esto le permite afrontarlo, aun en medio de la posible dificultad, con gozo profundo y convicción de que Dios controla ese presente. La memoria histórica que nos lleva a tantos hermanos y figuras bíblicas en el pasado que sufrieron la angustia más horrorosa, pero también la liberación preciosa del Señor es una herramienta que Él nos otorga generosamente para nuestro descanso presente, lo cual es más que un regalo con los tiempos que corren. Agradecimiento de cara al pasado, entonces, pero paz y sosiego en el presente, son los dos primeros elementos que como viajeros hemos de portar en nuestra bolsa.

Pero estos dos no son los únicos. El elemento “esperanza” es absolutamente fundamental. El viajero ser mueve hacia algún lugar, se dirige a alguna parte y si no tiene la expectativa de llegar a su destino, simplemente perderá su tiempo y sus energías de manera inútil. La vida nos lleva hacia alguna parte. Vivirla sin sentido de proyección hacia algún punto la convierte en vacía. Por eso el cristiano ha de mantener los ojos bien fijados en la meta, que es estar con Él, con la esperanza de lo que el corazón anhela en el Señor y que es promesa para nosotros, firme e inamovible.

El futuro nos inquieta porque no sabemos lo que vendrá. Ese es parte del quid de la cuestión. ¡Y qué mal nos sienta! Nos carcome la ansiedad y el desespero cuando no sabemos qué será de nosotros en un plazo de tiempo, pudiera ser mañana, dentro de un mes, o dentro de un año. Tenemos especial facilidad para ver las circunstancias y sus aristas, pero miopía para contemplar al Señor en la grandeza de Su poder en medio de ellas. Es más, en ocasiones lo que nos da miedo no es la convicción de que el Señor no podrá hacer nada (sabemos en teoría que es falso y gritamos a boca llena que el Dios que nos gobierna es todopoderoso), pero somos conscientes de que, en el trayecto hacia lo prometido, hacia la bendición en mayúsculas, el Señor puede permitirnos pasar por un desierto de cuarenta años. Y no saberlo con certeza o intuir simplemente esa posibilidad, nos quita el sueño realmente. La fe se convierte, entonces, en una herramienta imprescindible; la Palabra que nos alienta, en referencia y consuelo constante; la oración que nos conecta con quien sostiene nuestros tiempos, en recurso fundamental y ninguna de ellas es prescindible ni por un solo momento.

Pero ahí, justo ahí, en la incertidumbre sobre un futuro que no conocemos y que no controlamos, es donde el pasado nos juega una muy buena pasada, interpretándolo desde el llamado que el Señor nos hace a recordar que Él nunca nos dejó de Su mano.Nada en nuestro pasado estuvo a merced de otra cosa que no fuera la mano misma del Señor sosteniéndonos aun cuando no nos diéramos cuenta y no sólo esto, sino que es bien consciente del presente, quizá difícil, en que nos encontramos.

El viajero itinerante sabe que hay giros inesperados en su camino, que donde sólo ve sequedad el Señor puede abrir fuentes en la peña. Sabe que aunque hubiera un mar delante, Él puede crear caminos y sendas donde parece imposible que las haya. De donde no hay sostén ni alimento Él puede enviar el maná diario junto con cada cosa que necesitamos. Pero ha de bastarnos Su gracia, y esa es una lección aún por aprender en nuestro pasado, en nuestro presente y quizá también en nuestro futuro. El maná no podía amontonarse si reservarse. Eso era vivir en las propias fuerzas. Y el Señor les llamaba y nos llama a algo mucho más elevado y también difícil que atesorar para mañana: nos pide que creamos, que descansemos en el hueco de Su mano, a la sombra de Sus alas, y que durmamos en paz, porque sólo Él puede hacernos vivir confiados.
 

 


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