Llegamos a Diyarbakir, Kurdistán, a las diez y al bajar del avión dos cazas cortaron la noche con estruendo. La nación kurda la forman unos veinte millones de personas y su territorio está ocupado por Turquía, y parte por Irak, Irán y Siria.
Dormimos unas horas y a la mañana siguiente, muy temprano, nos llevaron de viaje. Al pasar por una aldea uno de los jóvenes que nos acompaña pide que paremos; unos paisanos toman té al pie mismo de la carretera, y de una casa sale un anciano con su gorro kurdo y sus gafas de cataratas; es el abuelo del chico. Le saludamos con todo el ceremonial, y saco mi cámara. En ese momento escuchamos un pitido persistente que se acerca y el chico, muy nervioso, nos manda subir al coche. Pasa una furgoneta y tres coches detrás a toda velocidad; de sus ventanillas asoman varias manos haciendo una “V” con los dedos.
Pregunto y el chico no me quiere contestar. Una acompañante me lo aclara:
–Es un funeral.
–En mi país, Galicia, la gente disfruta mucho en los funerales, pero no llega a estas manifestaciones de alegría.
El chico no acaba de aclararse y otra acompañante me lo explica:
–Aquí la “V” no significa alegría, sino independencia.
Y entiendo todo: llevan a un guerrillero kurdo muerto. Recuerdo los dos cazas de anoche y pienso en la madre o el padre o la mujer o los hijos de ese muerto, para sus amigos un héroe, para su familia un drama.
El gobierno turco prohibe ponerles nombres kurdos a los niños, está prohibido hablar en kurdo en las instituciones oficiales y en las escuelas, está prohibido hablar del Kurdistán. Hace sólo unos años muchas aldeas fueron arrasadas por los militares turcos y sus cosechas fueron quemadas. La identidad de este pueblo está ahogada, pero resurge con fuerza en cada taxista que te lleva a cualquier parte, en cada vendedor de zoco, en cada persona que, a poco que cruza dos palabras contigo, te habla de la persecución que como pueblo están sufriendo.
Por la tarde asistimos a una fiesta popular y allí sí que cantan y bailan las canciones enraizadas en su corazón colectivo.
–¿Qué te parecemos?– me pregunta una chica.
–Aquí está vuestra identidad. La fuerza de vuestro corazón es más poderosa que el gobierno de Ankara.
Dos días después nos recibe en su palacio el gobernador, el máximo representante del poder turco en la zona. Su discurso es prolongado y me recuerda los de Franco: todo es paz, progreso y convivencia; no puedo evitar recordar a mi abuelo, republicano, escuchando al dictador en la TV y replicando con ironía: “Estamos na ghloria”. Vuelvo a conectar con el discurso, traducido del turco al inglés:
–Esta es una tierra de cruce de religiones, culturas y civilizaciones y aquí todas tienen cabida y todas son respetadas.
Termina por fin y en ese momento le hacen ver que uno de los europeos quiere corresponder a su discurso. Asiente con gusto. Me levanto y digo:
–Agradezco la forma en que nos han recibido y me alegra escuchar que aquí se respetan todas las culturas y religiones; por eso yo, como cristiano, le pido que garantice la libertad de los cristianos de aquí para orar y predicar.
En ese momento tengo en mi cabeza los rostros de
Necati, Ugur y Tilman, evangélicos asesinados en Malatya, no lejos de aquí, por imprimir biblias, y las palabras del ministro de Justicia turco, diciendo que la evangelización era peor que el terrorismo.
Prosigo:
–Me satisface también escuchar que su gobierno respeta las diferencias culturales, y en ese camino coincidimos los europeos, porque Em li Europa‘yê çand’ên awartéra alikarim.
Los colegas kurdos que me acompañan, sorprendidos, rompen en aplausos y el gobernador, no menos sorprendido, queda estupefacto. El choque es tremendo y por unos segundos disfruto de una de esas excepcionales situaciones en las que los derrotados levantan su cabeza ante los poderosos.
Yo acababa de decir “En Europa defendemos el respeto a las diferencias culturales”, no era mucha cosa, pero lo fuerte es que lo había dicho en kurdo, el idioma prohibido, clandestino, ignorado, ahogado, y me sentí privilegiado de haber traído lo mejor de la identidad kurda, su querida lengua, al corazón mismo del poder que la aplasta. Fue una blasfemia política, un desafío, una temeridad calculada por la que había valido la pena viajar hasta Diyarbakir. Señor, gracias porque a veces triunfan los derrotados.
Al salir nos llevan al ayuntamiento; el alcalde es un kurdo luchador por los derechos humanos, elegido democráticamente; allí el entorno es absolutamente diferente.
Los amigos kurdos me piden con entusiasmo que hable otra vez allí; sin embargo, no iba a decir lo que ellos esperaban. Pero eso se lo contaré el próximo día.
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