La tarde de nuestro segundo día en Ghana, visitamos en grupo uno de los concurridos mercados de Accra. Pasillos de intentos de ventas, regateo, compras, y charlas de Harold. Constantemente rezagado paradas atrás. De puesto en puesto con unas y otros. Recién pagado el que ahora es mi viejo tambor, retrocedí sorteando compradores. Una pandilla de niños lo había detenido, rodeándolo por completo. A su lado, uno de los empleados de la embajada norteamericana intentaba poner orden sin lograrlo. “¡Resulta que han visto
Los mejores años…! ¡La dieron hace unas semanas por la televisión!” Asentí, acariciando el cabello alborotado de uno de sus pequeños espectadores. Sonriente, Harold alzó al más menudo en uno de sus brazos metálicos. Harold había perdido los suyos durante la Segunda Guerra Mundial europea. En unos entrenamientos con dinamita en la isla de Sicilia. “Me queda uno libre, ¿qué podríamos hacer?” Lo supo al ladear la mirada. En la parada que entorpecían, una anciana vendía frutos variados. “¿Os gustan los de este cesto?” Todos asintieron jubilosos. “Por favor, lléneme un cucurucho.” En la hoja aovada de un arbusto, la anciana formó un cono que rebasaron decenas de bolitas de un color violáceo. Boquiabiertos, observaron como Harold rebuscaba en sus bolsillos. “Tenga un ceni. Quédese el cambio.” Agradecida, sonrió entregando el cucurucho al gancho de mi amigo. “¿Quién va a querer? ¡Por orden! Veis… Se puede hacer casi de todo.”
Apabullados, oímos una y otra petición. Unos, que encendiera un cigarrillo con cerillas, otro, si de verdad sabía tocar el piano, conducir…
-¡Le pusiste el anillo! –clamaron de fondo.
-Sí, le puse el anillo. ¿Tú no dices nada? -preguntó en voz bajita, mirando a los ojos atentos del niño que sujetaba- No has probado bocado. ¿Dime al menos cómo te llamas?
Apresurado, se adelantó del grupo un espigado muchachito que contestó por él:
-Es mi hermano, señor, y no puede hablar. Se llama Samuel.
Agitándose, Samuel empujó el pecho de Harold, saltó al suelo del mercado y echó a correr. Todos sus amigos carcajearon. Su hermano le justificó:
-Es tímido.
Pensativo, Harold agachó su rostro mofletudo a la altura de las expectantes cabecitas.
-Le entiendo. Aunque no lo parezca, yo también lo soy. ¿Ha hablado alguna vez?
-No, señor.
-¿Puede oír?
-Es sordo. Nació así.
-Dime, ¿cómo te llamas?
-Kofi, señor.
-Kofi, ¿te gustaría que fuera a visitaros mañana por la mañana?
-¿A casa?
-Sí.
-¡Más a mamá! Ella dice que si un hombre es capaz de llorar significa que es bueno, y tú lo hiciste. Lloraste después de que tu novia te dejara la puerta entreabierta de la habitación. En la película... Cuando te fuiste a dormir. ¿Por qué no la cerró? ¿Tenías miedo?
Harold escuchó aquellas tiernas palabras, despertándole la misma expresión de sorpresa con la que yo le busqué.
-No, no hay que tener miedo de ir a dormir. Wilma… ¿te acuerdas? Se llamaba así.
Wilma recordó que duermo sin el arnés que os he enseñado. Ya lo visteis en el film. Necesito que me ayuden a ponérmelo. Si la hubiera cerrado no habría podido salir. Imaginaos que en mitad de la noche hubiera querido ir a beber un vaso de agua o a hacer un…
Todos rieron.
-Cuando mamá era más joven quería igual a papá. Es lo que siempre dice. Samuel no llegó a conocerle. Murió antes de que él naciera.
-¡Pero tenéis a vuestra mamá que os quiere!
-Sí.
Harold le azuzó los rizos con su gancho, ofreciéndoselo seguido.
-Choca la palma. Así nos despedimos en mi país.
Tras asirlo con su pequeña manita, constató:
-Lo sé. Lo he visto en las películas.
-Nos vemos mañana.
El hombre de la embajada anotó la dirección de Kofi y su hermano. Mordiendo un fruto de color anaranjado, nos aclaró:
-Están celebrando que Kofi ya es todo un hombre… Ha dado la mano a un adulto.
Despedimos a los muchachitos, aplaudiendo su cántico alegre en círculo danzado. Al llegar al hall del hotel, realizó un par de llamadas. Parlanchín, las prolongó el tiempo de una copa. Sentados en la barra, le aguardamos para cenar. En el transcurso del primer plato, comentó la identidad de su segundo interlocutor. Había telefoneado al presidente de Ghana para pedirle un favor. A Francis Kwame Nkrumah lo habíamos conocido la noche anterior, en una recepción oficial ofrecida a nuestra delegación de veteranos. En nombre de la ONU, solicitábamos a los gobiernos del mundo una mayor implicación en la búsqueda de la paz y las garantías de los derechos humanos.
-¿Qué tal el viaje, señores? –nos preguntó.
-Lento pero rodado. Parece ser que en Ghana las vacas se empecinan en cortar el paso -respondió Harold aparentando seriedad.
-¿Vacas?
-Sí, eso dije. Ya lo sé, como palabra no resulta nada graciosa.
-No, ciertamente no lo es. ¿Desconocía que hubiera vacas en los cielos de Ghana?
-No, no creo que las haya. Las tienen todas barrando caminos y carreteras.
Entrecortando la risa de mi amigo, aclaré:
-Harold y un servidor no volamos con el resto de la delegación, señor. Se empeñó en realizar el trayecto por carretera. En Lomé, nos encajamos en algo parecido a nuestros autocares de transporte.
-¿De veras? ¿Saben cómo apodamos en Ghana a las vacas?
Le dimos la repuesta. Hablamos de las señoras inspectoras, de John y el viaje. Recuerdo la sonrisa de Harold, dirigiéndome su mirada vivaracha durante el transcurso de la recepción oficial con el presidente de Togo. “He pensado que podríamos… Luego te lo cuento”. Media hora más tarde, supe que desde su vaga idea inicial, se había posicionado en un doble e interesante empeño: realizar el trayecto hasta nuestra nueva escala por carretera y que yo le acompañara. Ciento veintiocho kilómetros, agradablemente interminables, separaban la capital de Togo de la antigua ciudad de Accra. Recuerdo el acuciante calor de las horas que nos tocó esperar en la frontera. Tras el visto bueno del interminable papeleo, observamos un panel que advertía el cambio en la circulación. En Ghana se conducía por la izquierda. “Cosas de los ingleses. Ya ven, aún no nos hemos desprendido del todo de sus costumbres”, entrelazó nuestro conductor a su discurso incesante. Intercalando en su lengua natal sonoras maldiciones a vacas y baches, contestó extendiéndose a todas y cada una de nuestras preguntas. Unas horas antes, ordenando a los pasajeros de su camioneta, nos había ofrecido cordialmente su mano, presentándose como John Quaye. Era un tipo gestero y risueño. Fornido. De espaldas caídas. Cercano a los cincuenta años.
-¿Por qué hay tantas vacas? -repitió la pregunta que acababa de formularle Harold, señalando a uno de los muchos rebaños que nos cortó el paso-. Son la carne que degustarán en el restaurante de su hotel… ¡Siempre bajando! Atraviesan el país levantando polvo. ¿Conocen la mosca tse-tse? Su picadura impide que el ganado pueda criar en los bosques tropicales del norte. Mataría a todos los becerros.
-¿Saben como las llamamos? -nos preguntó un anciano de la segunda fila.
John giró el cuello expectante. Manteniendo la posición, aguardó sonriente el momento del ingenioso nombre.
-En mi país, usualmente vacas -contestó Harold-, pero reconozco que vacas no resulta nada graciosa como palabra. Creo que debería descartarla.
Al escuchar la respuesta, repetimos:
-¿Señoras inspectoras?
-¡Son capaces de retrasar el tráfico aún más que la policía! –concluyó John.
Todos reímos. En pocos kilómetros, la mayoría de los pasajeros se habían sumado a la animada charla. En otros pocos, a los juegos de ganchos protésicos. Traqueteados, avanzamos dejando atrás bicicletas, carros y caminantes de cuneta. Todos cargados hasta las cabezas. Unos con fardos, otros portando cestos de mimbre rebosantes, cajas de madera repletas de variopintos objetos... En su mayoría, mujeres y niños ajenos al ir y venir de las robustas camionetas Bedford. Cada una decorada con el estilo propio de su conductor. Todas ilustradas con proverbios en sus chapas. Según John, seguían la tradición de los barcos de la costa. Nuestra
mammy, completando el repleto de pasajeros, circulaba repleta de bultos, tres gallinas y una cabra. “Son vehículos del todo fiables”, afirmó John enumerando en un tono orgulloso la lista de sus principales características: armazón importado desde Gran Bretaña, chasis y filas de cuatro asientos tallados por carpinteros, techo embreado para impermeabilizarlo... Unas cortinas recogidas protegían a los transportados en los días de lluvias. John hablaba de su
mammy como un quinto hijo. La había podido adquirir gracias a una sacrificada aportación económica de su padre, ya difunto, y en el rojo intenso del capó se lo agradecía un proverbio pintado.
-Ayer tuvimos que retirar un
nkyenkyema de la calzada. ¡No me miren así! Son los árboles que ven en los márgenes. Nacen con las raíces tan débiles que al crecer no logran soportar su peso.
Mostrando sus ganchos protésicos, Harold bromeó:
-Hoy no deberían preocuparse. Si nos encontráramos con uno de esos caídos, este par se encargaría de todo. Están especializados en triturar ese tipo de árbol.
Sobrevolados por bandadas de aves cromáticas, cruzamos el espléndido paisaje del delta del río Volta. En el recorrido de los últimos kilómetros, fuimos despidiendo pasajeros en los cruces de
carreteraminos. Así llamaban en Ghana a las polvorientas vías secundarias. Al entrar en Accra, John varió el final de trayecto previsto. “Ha habido un cambio de planes en el libro de ruta. Habrá parada en el Hotel Internacional Christianborg.” Era un tipo que se hacía apreciar. Al chocar las manos en la puerta de nuestro destino, sabíamos que jamás podríamos olvidarlo.
Inevitablemente, en la conversación de aquella mesa, también surgió el mundo de Hollywood y los grandes nombres de la película: William Wyler, Samuel Goldwyn, Dana Andrews… “Un par de años más tarde no hubieran podido rodarla.
Aquellos maravillosos años era demasiado izquierdista para la América de la época”, afirmó Harold saboreando una copa de vino. Decidores reímos. No sé qué extraño protocolo nos encajó el asiento al lado de aquel hombretón calcado a Harold en hablantín, pero fue una velada de acierto.
-Tengo que decir que no me pesó el excesivo metraje… Disculpe, pero, ¿le pesa a usted el arnés?
Harold contestó rúbeo, agrandando su boca siempre sonriente:
-No, no me produce ajobo alguno. En mi país diríamos: el arnés bien, gracias. Del metraje… Mejor no hablar. Llegamos a rodar hasta ciento cincuenta tomas de planos fijos. Largos en minutos. No, no quiero excitarme.
Tomados los postres, un camarero se acostó equilibrando una bandeja de copas de cristal fino. Harold solicitó en pie la atención de los presentes. En aquel instante, un silencio frío recorrió las mesas del gran salón de convenciones. Decidido, alargó el brazo y prensó una copa para nuestro anfitrión. Había aprendido a sobrellevar aquellos momentos enseñando que era posible. “Sin champán no podremos brindar en su honor.” No fue un brindis solitario. En uno de los que siguieron, marcó a Nkrumah un guiño cómplice extendiendo los ganchos. Mirándolos, bromeó: “Lamento haber focalizado en exceso la atención en ellos. ¿Sabe que solía recriminarme Fredric March en las escenas del bar? ¡Qué no abriera cervezas en un segundo plano si él interpretaba en primero!” Al despedirnos, lo observé en el vestíbulo sin chaqueta, demostrando al presidente de Ghana el funcionamiento sencillo de su arnés.
En la mañana del último día de estancia, un hombre de Nkrumah nos esperaba en la dirección que anotó el miembro de la embajada. Fue Kofi quien arrastró la mano de su madre fuera de su barraca. El pequeño Samuel observó inquieto desde el tendedero donde jugaba. Aparcamos nuestros coches frente a su casa para ayudarle. Nos lo agradeció personalmente en un viaje a Nueva York años más tarde. Las llamadas de Harold obtuvieron la respuesta deseada. Una institución auspiciada por el mismo Kwame Nkrumah, se encargó de la educación especial de Samuel.
En el avión, discutimos sobre el improvisado partido de béisbol que habíamos jugado en la calle de los muchachos. Una de las azafatas se acercó para poner paz entre nosotros, invitando a Harold a volar junto al comandante. Lo agradeció levantándose como un resorte. “¡Volamos en cabina!” Intenté señalar el detalle de mi anonimato, pero me prensó por la manga arrastrándome tras él.
-¿Te imaginas encontrarnos pilotando a John? -bromeó.
-John no cambiaría su
mammy por un avión.
-Esperemos que Kwame Nkrumah anduviera en lo cierto respecto a las vacas y los cielos de Ghana.
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