A veces, en algunas situaciones, sentimos tanta alegría, tenemos el corazón tan lleno de gozo, que se nos hace muy difícil no sonreír e, incluso, parece que la risa se nos escapa por la boca. En ocasiones coincide con la alegría de otros, por ejemplo con el juego feliz y despreocupado de los niños, o con una boda, o por haber alcanzado una meta largamente trabajada.
En otras circunstancias, simplemente ser conscientes de los instantes de paz y plenitud nos produce gozo en el corazón, y entonces somos capaces de disfrutar de una lluvia suave, o de un día soleado, de la bendición del trabajo, de la tranquilidad de la rutina…
Pero hay momentos en que la tristeza y el dolor se hacen presentes en nuestra vida, porque el camino no sólo no siempre es fácil, sino que muchas veces es muy duro caminar, con tantos tropiezos y pruebas que nos hieren, nos atormentan, nos agotan, con golpes secos que nos dejan sin aliento.
¿Cómo hablar, entonces, de gozo? ¿Es posible hacerlo de verdad, sin que sea solamente la palabra correcta, la que nos toca usar, porque esto es lo que se espera de personas de fe? ¿De verdad se puede experimentar algo así?
La respuesta es sí. En primer lugar, porque el gozo es diferente de la alegría, aunque a veces usamos las palabras como sinónimas. Podríamos decir que mientras que la alegría es una expresión de júbilo como respuesta a alguna situación, el gozo es un estado de base, de fondo. Y mientras que la primera se fundamenta en los sentimientos, el segundo se edifica más sobre la razón y, por tanto, es más sólido.
¿Cuáles son, entonces, estas razones de base que nos pueden hacer sentir gozo a pesar de las circunstancias adversas que podamos estar viviendo?Para empezar, que el Dios creador de cielo y tierra es un Dios cercano al ser humano, y no sólo esto, sino que además nos ama, y hasta tal punto, que ha comprometido la vida de su Hijo en nuestra ventura.
Y este Dios del que hablamos sabe de qué va nuestro sufrimiento y nuestro dolor, porque en carne propia conoce de necesidades, agotamiento, enfermedades, abandono, pérdidas, traición, soledad; porque en Jesús lo ha sufrido, y se compadece. Y, aquí viene lo mejor, promete hacer el camino junto a nosotros.
Además de por quién es nuestro Dios, que nos ama y se compromete con nosotros, este gozo de fondo lo tenemos también por las cosas que Él ha hecho a nuestro favor: librarnos de la cautividad, que no podíamos ni soñarlo, atrapados e incapacitados para ser libres como estábamos. Por eso, por sorprendente que parezca, puede surgir una genuina alabanza al considerar todas estas cosas, y escapársenos la risa aun en medio de la tristeza y las dificultades, porque nos sentimos amados de una manera tal que no podíamos ni imaginar.
Uno de los hechos que más me llama la atención es que muchos de los más preciosos himnos de adoración han surgido en momentos de intensa prueba y dificultad de sus autores, cuando estaban abrumados por el dolor y sus pérdidas eran humanamente insoportables. Pero… ellos conocían a su Dios, sabían en quién habían creído.
También es cierto que cuando nuestra alma está tan lesionada, tan herida que no tenemos ya palabras ni fuerzas para continuar el camino que intuimos que nos queda por delante, la alabanza al Señor es el único bálsamo eficaz para el espíritu, porque al dirigir nuestra mirada hacia Él, su majestad nos desborda. Y entonces, cuando consideramos que se acuerda de nosotros, de nuestras cosas, que se ha perfeccionado a través del sufrimiento obediente para llegar a la cruz que nos salva, ¿qué puede brotar de nuestro corazón sino una gratitud sincera y una adoración rendida, que se expresa en alabanzas?
Y cuando, en otros momentos, nos llegan las lágrimas porque estamos obedeciendo el mandamiento de nuestro Señor de sembrar, haciendo uso de los talentos con que nos dotó personalmente, y la tarea es ardua, o no es comprendida y tal vez, incluso, criticada, tenemos su promesa de que, de regreso, volveremos con regocijo, trayendo las gavillas, como dice el salmo
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