Asociamos el silencio a la paz y a la calma con relativa frecuencia y aunque vivimos en un tiempo en el que se huye de él (en el fondo no lo soportamos, pareciera que necesitamos constante ruido de fondo para así poder mirar hacia otro lado con más facilidad), todos anhelamos, con mayor o menos vehemencia, esa calma. A veces sólo podemos encontrarla allí, donde no compartimos el espacio con nadie. La cuestión es, también, que no siempre la buscamos ni la encontramos a través del silencio. Y no me refiero simplemente a ese hecho de que estamos acostumbrados al ruido y, por cuestión de preferencias, optamos por éste último.
Pienso más bien en que, de facto, en muchos momentos de nuestra vida, el silencio es justo la manera en que no podemos obtener paz de ninguna forma. El silencio también habla, nos dice cosas, de la misma forma que hablan nuestros actos por acción o por omisión. Y no nos gusta lo que nos dice.
El silencio nos aleja en determinadas ocasiones de la paz de una forma atronadora, ensordecedora, por paradójico que parezca y
pensaba en estos días qué sucede cuando lo que calma nuestra alma, nuestros anhelos, nuestras inquietudes, es la palabra y no el silencio. La falta de discurso acompaña, en muchas situaciones, los desasosiegos más espantosos, las noches más largas, las inquietudes vitales más trascendentales y nos consume, lejos de nutrirnos, calmarnos o aliviar nuestro dolor. Necesitamos al otro, lo que haya de decirnos, incluso cuando el mensaje no es halagüeño.
La palabra nos habla de su presencia, de su implicación, de su interés por hacer un esfuerzo en hablar, en comunicarse, aunque no sepa muy bien cómo o con qué palabras concretas. No se necesitan grandes discursos en ese momento, no se necesitan. Sólo un gesto, una voz ahogada, incluso, que exprese “Tengo algo que decirte, aunque no vaya a gustarte”.
El silencio es también, como siempre fue, un encubridor de mentiras en ocasiones. Nos resistimos a la verdad, aunque ésta nos libere, porque en nuestro orgullo no queremos que los demás vean lo que nosotros ya sabemos que existe dentro. Y optamos por mentir abiertamente o por ocultar la verdad, que a efectos prácticos es lo mismo. Los demás, sin embargo, nos conocen, saben lo que ocultamos, o lo intuyen quizá, pero esperan la confesión, el arrepentimiento, y el deseo por alcanzar el perdón. El silencio no habla de ninguna de estas cosas necesariamente. Los silencios que ocultan pecado no hacen sino consumir, absorber, aislar, alejar a las personas del afecto y la ternura de los que, por encima de cualquier falta, todavía les aman. Y se pierde un tiempo precioso en ese silencio que no vuelve. Sus efectos son devastadores.
No hay sanidad sin palabra, la que dice particularmente “Perdona, te he hecho mal” pero tampoco sin el justo silencio y tributo al Creador, que nos pone en el lugar adecuado, que nos recuerda que somos polvo y que nos habla al corazón cuando queremos verdaderamente saber qué tiene que decirnos. Para eso hemos de callar, qué duda cabe, pero ese es un silencio diferente. Está teñido de humildad y arrepentimiento, del mensaje “Háblame Tú y yo callaré”. Ahí es donde a menudo huimos de un silencio que nos incomoda y nos atrincheramos en uno que nos parapeta, a la par que nos permite disparar todos nuestros dardos envenenados hacia otros. Eso sí, sin palabras, que duele más, y bien protegidos… cobardemente protegidos.
Si hay algo difícil de alcanzar por los seres humanos es un equilibrio entre palabra y silencio. Ni sabemos cuándo hablar, ni sabemos cuándo callar. Ésta es una lucha eterna en cada esfera de la vida, pero más aún en la dificultad. Hablamos fuera de tiempo con tanta frecuencia que ya no sabemos apenas distinguirlo cuando sucede. Somos capaces de atosigar, perseguir, presionar, sermonear, cansar… en vez de apoyar, calmar, susurrar y animar. En el silencio tampoco somos mucho más sabios. Callamos en vez de decir “No sé qué decir” o “No puedo decirte lo que esperas de mí”. Lo usamos como arma arrojadiza en los momentos en los que sabemos que más daño hace, porque el silencio, sin duda, duele a no ser que sea anhelado en busca de una paz que no llega de otra forma. El silencio dice, tantas veces, “No me interesas”, “No quiero comunicarme contigo”, “No quiero hablar porque siento que cualquier cosa que diga puede ser utilizada en mi contra”.
Nada duele más que el silencio cuando éste no se desea, cuando se anhela una palabra, aunque sea aparentemente aséptica, vacía. Ninguna palabra lo es, en realidad, de la misma forma que ningún silencio lo es, aunque creamos que sí.
Esos silencios que se usan “para no dañar” son a veces los que más duelen. Uno no siempre calla para no dañar al otro, sino para no comprometerse a uno mismo, lo que al final es esconder, bajo una apariencia altruista, un acto profundamente egoísta. Lo que no se dice ha de adivinarse y se acumula el dolor de la ignorancia sobre el de las disquisiciones mentales en las que se entra ante la falta de información, a sabiendas de que, como el silencio habla también directo al corazón, lo que pasa no es bueno en ninguna manera.
Resulta curioso cómo hablar con unos nos lleva inevitablemente a callar con otros.Cuando la comunicación con algunas personas supone traición, desapego, lejanía respecto a otras, surge el silencio hacia las últimas. Por decirlo de otra forma, lo que era una comunicación sana, aunque imperfecta, cesa de repente porque otros actos de comunicación menos saludables han entrado en juego. Por ello es también tan importante decidir con quién queremos comunicarnos, cuáles son nuestras prioridades en ese sentido. Elegimos nuestros interlocutores y con ello en ocasiones hemos de desechar otros porque son incompatibles entre sí. Una misma fuente no puede dar agua dulce y amarga, por lo que silencio y comunicación entran aquí también en un delicado equilibrio que no es fácil de discernir.
En esta misma línea, los medios que aparentemente hoy más nos acercan a comunicarnos, a hablarnos, están generando simas infranqueables llenas de silencios entre las personas que, en muchas ocasiones, no tienen vuelta atrás, al margen de cuántas palabras se pronuncien para superarlas. El silencio en esos casos lo llena todo, lo daña todo, lo consume todo al igual que las palabras dichas a quien no se debe. ¡Cuántas parejas habremos de ver sumidas en el dolor de su ruptura porque un chat, por ejemplo, facilita la comunicación con quien no ha de tenerse o sentencia al silencio a quien se muere por hablar contigo! ¡Cuántos hijos no hablan con sus padres o al revés en un mundo colapsado por los móviles, los ordenadores y redes sociales de todo tipo y color! Nunca nos hemos sentido más solos que ahora. Y es que lo que nos faltaba no eran medios para comunicarnos, sino el verdadero deseo de hacerlo.
Podemos permanecer impasibles ante esto todo el tiempo del mundo. Podemos rendirnos o caer en la trampa de la imposición de nuestras propias ideas, de nuestro propio yo, con todo lo que este dice, negándonos a la realidad de que demos decidido callar en vez de hablar o hablar de maneras poco constructivas. En esos momentos, qué paradoja, tendemos a pensar que Dios es el que no nos habla, el que no nos escucha. Pero Dios no nos ignora jamás, ni desde la palabra, ni desde Su silencio. Todo en Él es amor hacia nosotros, aunque nosotros no sepamos verlo, como tampoco vemos el amor entre nosotros aun teniéndolo enfrente.
Nuestro Dios es el Verbo, se ha manifestado a través del lenguaje de los hombres y se ha acercado a nosotros no escatimando en mensaje verbal, aunque a veces también calle.Él silencia Su voz por amor en ocasiones (
Sofonías 3:17), y en otras decide no hacerlo también por amor a nosotros (
Isaías 62:1), en el proceso de restaurar nuestra vida y consolarnos. ¡Qué diferente a nosotros!
El milagro que Él obra es que desde el silencio del dolor, del que es impuesto y no elegido, pueda brotar un grito de alabanza, un canto de gozo entre lágrimas que Le honre a Él y sólo a Él en la dificultad. Dios no permanece callado para siempre. En Sus silencios nos habla y, con ellos, nos anima a escucharle más atentamente.
Porque incluso cuando Dios parece callar y no hablarnos, habla directamente a nuestro corazón susurrando “Escucha”. En ese silencio crecemos, al contrario de lo que ocurre cuando en el callar o en el contemplar cómo otros callan, nos consumimos.
(…)
Que sepa callar para escucharte…
que sepa hablar para amar a otros…
que sepa abrir mi boca para alabarte…
que sepa ver y escuchar el dolor de quien tengo cerca en su silencio…
que pueda oír en medio del ruido de los acontecimientos…
que esté atento a la palabra de consuelo de quien, de cerca, me cuida…
que decida voluntariamente no consumirme en el silencio, sino crecer en él y en Él.
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