a Juan Antonio Monroy
¿Qué trepante Misterio desembocará aún en mi corazón?
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Si andas en Amor hallarás Sosiego.
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O predicas el perdón sin matices, o te dedicas a opositar para juez y/o político de turno, veleta casi siempre.
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Ante la certidumbre de Cristo, ancho es el asombro y caudalosa la miel en la boca.
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En Salamanca fue donde mis palabras empezaron a arder de belleza.
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Menos mal que ahora todo es negocio. Por eso dejan en paz a la poesía.
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Tantos engullidos por la burbuja o por un suelo que parece abrirse a sus pies. Así se desvanecen las ínfulas del querer ser por el poseer o el vivir más allá de las posibilidades.
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Sepamos depurar toda información trivial, que, cual lava inagotable, pugne por quemar nuestro entendimiento.
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Hay quien se solaza mientras segrega venenos.
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Nada se limita consigo mismo: siempre tiene otras procedencias.
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¡Qué júbilo vivir en Tu fontanar, aunque yo sea una ave torpe!
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Entre la revolución y la inacción, prefiere la tradición. Y es que en ella, silenciosamente, se enhebran conquistas de antaño y sed de vuelos futuros. Por ejemplo, el comuni(tari)smo Bíblico, inmensamente necesario para los días más negros que faltan por llegar y se posarán sobre mesas vacías.
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Esposa mía: es una delicia el abarcarte.
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Releo y anoto el libro “
Por qué soy cristiano”, del filósofo José Antonio Marina. También una entrevista, donde argumenta: “El problema del cristianismo es que, como dice Lévi-Strauss, tuvo mala suerte y se vino hacia Occidente, abandonando la tradición oriental de la religión como conducta práctica. Se impregnó de la decadencia del pensamiento griego, un platonismo turulato y enloquecido de conceptos; es decir, desembocó en la fantasía de la gnosis, que tanto gusta a Harold Bloom, pero que, en suma, supone salvarse por el conocimiento y no por la acción, así como con un blindaje de la doctrina, que se va enrevesando…”. Y concluye, estimo, a la manera de Santiago: “Quien obra amorosamente se injerta en Dios”.
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¡Cálida sombra la del hombre justo!
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Amarillecen las hojas y llueve y unos veinte patos salvajes colonizan la franja de agua del río Tormes que pertenece al dominio de mi mirada.
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El otoño es la estación que más se emparenta con el cromatismo pétreo de Salamanca.
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Pronto la nieve dejará su vestigio por estos lares.
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Re-nacer para consumar el día futuro.
(Despedida)
Aquí, cien semanas después del primer torniquete, concluyen mis destilaciones. Concluyen no por hambre de huelga, sino porque es conveniente un sosiego del breviario. Gracias profundas al director Pedro Tarquis, y a la redacción de Protestante Digital, por haberlas alentado. Gracias al pintor Miguel Elías, por haber donado su arte a mis escritos. Y gracias a los lectores, por haberme regalado sus inmensas pupilas.
(Otrosí digo)
La última entrega está dedicada a Juan Antonio Monroy, ‘culpable’ de tan deliciosa aventura semanal. También a él estará dedicada la Centuria (hablo de mi compañía de aforismos, algo duchos en la batalla del pensar y sentir), cuando alguna vez se recoja en libro.
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