Veintiocho años de insufrible penitencia no solo habían nevado de canas sus cejas, sino que su rostro inquieto se estaba apagando. “Con la barba espesa, redonda y cana, blanco de rostro”, aparecía estos días con un rictus de amargura sacudiendo sus labios como algo inconsciente pero que percibía en el corazón. Ya no soñaba aventuras, ni recordaba pasiones y amores - que también los frailes como los soldados las tienen-. Aquella mañana, desde la casa colgada, se veía rutinario el valle de Cuenca. Los barrotes de aquella escondida ventana solo dejaban ver un largo otoño de campos resecos y amarillos. Ya no le inspiraban las estrellas, ni el color grana de las puestas de sol. Ahora solo miraba hacia dentro, a los recuerdos, a las cicatrices del cuerpo y el alma, las mataduras del corazón.
Casi todos le llamaban “maestro Orellana”. Es probable que fuese natural de Orellana la Vieja, aunque algunos dicen que nació en Trujillo por 1496. Moriría en las cárceles de Cuenca en 1561. El maestro Orellana había estudiado Artes, pero no Teología. Las gentes de Cuenca siempre prefirieron llamarle “Soldado”. Había sido fraile franciscano, minorita y se estaba haciendo viejo en aquella cárcel secreta. Aunque había comenzado a escribir su
autobiografía el día 23 de febrero de 1532, ahora solo tenía ganas de relatar aquello por lo que la Inquisición le había procesado: sus contactos con Lutero y los protestantes, primero en Galicia y luego en Bolonia y Módena. Fray Pedro de Orellana, que así se llamaba este fraile, había sido perseguido y encarcelado en diversas ocasiones, hasta que en 1540 definitivamente entró para no salir jamás, a causa de los acercamientos con la “secta de los luteranos” y por pertinaz.
Acababa de revisar unos versos, que no parecían ser los mejores, pero que estaban impregnados de sentimientos parecidos a los de Job:
Señor, pues veis mi paciencia,
mi pena y resignación,
recibid pues mi oración
y volved por mi obediencia.
No hallo, pues, en mi conciencia
desobediencia ninguna,
y aunque juzguen tengo alguna,
por perseguirme, Dios mío,
temiendo a Vos, que sois pío,
tendré un clavo a mi fortuna,
Zagalejos de mi Padre,
las que amáis a mis amores,
sabed que estoy en la cama
enamorado del Rey de los hombres.
A este “minorita luterano”, como también llamaban a Orellana, la Inquisición lo había descrito de “mediano de cuerpo y abultado de carnes y que anda el pescuezo un poco acordado, la cabeza algo baja y es blanco de rostro, los ojos como encapotados, el rostro algo largo y abultado, la barba algo rala y no muy negra y la habla delgada”. El fraile era también un hombre apasionado que solo soñaba perfumes líricos cuando escribía sentimientos. Pero a lo largo de su forzada vida, había escrito de todo, especialmente sobre temas bíblicos. En su proceso, el escribiente anotó: “Preguntado qué libros ha fecho y compuesto después que está en las cárçeles, dixo que ha fecho un
Cançionero general y un libro que se llama
El cavallero de la fee y otro que se llama
Çelestina la graduada, todo de filosofía, y otro sobre los
Evangelios y epístolas e unos que se cantan en la iglesia en todo el año y ha escripto sobre el testamento viejo y nuevo y fecho
tres sermonarios,
un santoral e un dominical y otra
Çelestina qu’está en metro e ynfinitas farsas y el
Salterio en metro y otras muchas cosas”.
Orellana siempre tuvo una percepción de la realidad aguda y vivaracha. Siempre recordaba en sus estratagemas con la Inquisición, la de aquel día en que había confesado haber estado tres años con Lutero y que este casaba a monjas y frailes. Además ya no vestía de fraile y algunos le recordaban de predicador. Por eso le preguntaban:
-¿De donde viene vuestra merced?
- Ahora de París – le respondía con sorna-, pero he estado con estudios en Bolonia.
-¿Qué sabe del Emperador? seguían preguntando.
- En Alemania, luchando por convertir a Lutero.
- Y ¿qué pasa con ese hereje?
Entonces Orellana metía en la conversación su mensaje. Les decía que a Lutero le seguía mucha gente y que él mismo había disputado con él. Hasta se atrevió a llamarle “hereje”. Pero seguían preguntando sobre las nuevas ideas venidas de Alemania. Era una curiosidad peligrosa pero ellos querían saber quien era ese personaje que era temido por el emperador y sobre todo por el papa.
- Es un pobre diablo y un hereje, les había dicho para no parecer tan evidente su luteranismo, pero también por parecer más instruido. Evidentemente, entonces solo era un trotamundos ignorante. En los años de prisiones había sido un gran lector. Su ingenio le había procurado los suficientes libros como para ser un erudito. Era un caso excepcional. Había tenido buenos alcaides en sus prisiones y se escribía con uno de los hijos de un carcelero. Orellana era un maestro cuyo oficio se caracterizó por una continua apropiación y recreación de lo leído. Tenía tiempo para paladear cada palabra y hasta filosofar sobre sus contenidos. Por eso sabía expresar mediante una interacción constante entre la escritura y la lectura, los rasgos definidores del leer erudito.
Su manera de evadir la realidad del encerramiento inquisitorial fue a través de la poesía lírica. ¿Se había enamorado de su prima Ana Yáñez? ¿Quién era esta secreta Ana Yáñez a la que dedicó “
Endechas para mi señora Ana Yáñez” (1550). Era la expresión del canto en medio de la tribulación. La Inquisición había decretado que fuese “ynmurado en una cárcel perpetua por graves delitos que ha cometido para que no pueda comunicar con ninguna persona”. Orellana había reconocido su poca habilidad con las palabras y su exceso de celo en materia de religión. Decía muchas veces: “Yo he hecho algunas cosas de hombre y otras de loco, porque lo he estado por ser colérico e ympetuoso”. Recordaba con emoción aquellos días en los que tenía que burlar la vigilancia para enviar las muchas peticiones de sus escritos a los ambientes cultos de la ciudad. Descolgaba con una cuerda y un talego, desde la ventana que daba a la huerta, las farsas, entremeses y cancioneros, las cartas y coplillas que sus intermediarios cómplices subían y bajaban. Hubo ocasiones en que dispuso de una celda “donde tenía sus libros y el aparejo de estudiar”, pero en otras ocasiones el tejado sirvió de refugio de sus letras y pensamientos. Era la ventana más nauseabunda porque daba al muradal de la casa, pero la más segura en las situaciones adversas porque allí nadie entraba. Orellana había recomendado a sus cómplices algunas normas para salvar la vigilancia del alcaide: “Y agora quiero amostrar a mi señora a escrevir secreto.” Le decía que para escribir una carta que nadie la viese, aunque la mirase todo el mundo, debía estar escrita con leche y dejada a secar. Aparecerá toda blanca. Después para leerla solo habrá que echarle un poco de ceniza sobre el papel blanco y aparecerá la escritura. También había otro método: “Escribala con un cabo de una candela de sevo. Hará lo mismo. O si no escribala con zumo de limón poncí. Déxela secar, y cuando la quisiere leer alleguela al fuego. Todo lo puede probar y hallar ansí.”
Recordaba con frecuencia los años locos de soldado por las Indias españolas. De fraile había pasado a pícaro, de venerable a truhán. Fueron años de increencia, de osada rebeldía. Se atrevió a decir a un amigo fraile que le amenazaba con la Inquisición: “Mierda para los inquisidores y para vos, que yo soy mejor cristiano que todos ellos.” De San Gabriel habían salido para misionar el Nuevo Mundo algunos franciscanos que llamaron los doce apóstoles de Méjico. Era el año 1529 y ya por entonces Orellana había comenzado a perder el ideal franciscano. Esta fue la primera confesión como reo en el año 1531 y que le mantuvo cinco años y medio en la cárcel inquisitorial. La última fechoría que había realizado en Barcelona, antes de recalar en Cuenca, consistió en quitarle un sayo y las calzas al maestro de novicios y alternaba el hábito de franciscano con el traje de soldado. En 1532 tuvo que escribir su defensa. Su esmerada caligrafía y claridad de ideas y estilo, contrastaba con el enmarañado decir de los funcionarios inquisitoriales. Se defendió y aclaró sus orígenes familiares, las actividades franciscanas, peregrinaciones y pecados varios.
Orellana, el minorita luterano, no fue solo un expositor bíblico, ni un filósofo, ni un novelista, que de todo lo fue con dignidad y ciencia. Sobre todo fue un gran poeta. La lírica del siglo XVI tenía en sus versos esmaltes de un aliento gozoso. Tenía sus admiradores como Alonso González, tonsurado de 21 años que tantas veces recogió las cartas que por las noches descolgaba Orellana para sus admiradores. Sus hermanas y su prima Ana Yáñez se ufanaban de poseer versos de Orellana. Un verdadero clan de admiradoras conocían las canciones que no podían apresar las cadenas ni los cerrojos de las temidas celdas de la Inquisición. ¿Cómo podía escribir aquella riada de farsas, coplas de burlas y cantares que manaban de su pluma? Sus sermones, sus epístolas novelescas y sus comentarios bíblicos podían disimular mejor sus prisiones, pero Orellana se reía de si mismo y lo hacía con belleza. Había confesado, en 1545, que escribía versos “para contraminar los pensamientos de la soledad que son muy duros”. Uno de sus biógrafos dice que “le atraen más sus aventuras y desventuras que las poesías del fraile minorita, patético y bellaco”. Sin embargo los laureles se colocan en las sienes del gran poeta y en la palma del martirio.
Ese mismo año de 1545, en audiencia con los inquisidores, había declarado el maestro de la capilla de la catedral que por mediación del alcaide de la cárcel ha recibido del maestro Orellana, alias Soldado, obras de regocijo para la venida del señor Obispo, y para la noche de Navidad “y las tiene en su posada y son todas obras de regocijo”. ¿De donde sacaba el gozo un cautivo tozudo y viejo? ¿Cual era la fuente de su inspiración en medio de tanta indigencia? ¿Acaso él era ese verdadero “Caballero de la fe” que había dado título a su libro? Algunos dicen que el ser humano aislado y privado de sus hábitos más simples, del calor del entorno familiar y social, entonces la escritura puede ser la oportunidad que viene en ayuda del preso ofreciéndole una manera de redención y especialmente para no caer en el olvido y la desesperación. Sería una especie de medicina para el alma. Sin embargo la fuerza de Orellana no venía de estos altares si no del mismo trono de Dios. Había aprendido de Job y del Rey de los hombres las lecciones del vivir con dignidad. Desde muy pequeño se había formado en los yunques del amor de Dios: “Yrme quiero a las ermitas/ del amor, /a) hazerme frayle menor.
El amor bañaba las mañanas del maná del alma:
Quiérole , madre,
tanto le quiero,
le quiero tanto,
que d’amores muero.
En las noches oscuras buscaba detrás de las estrellas al Infinito y lo traía a calentar el corazón lacerado, perdido en soledades y destierros.
Al yelo dormirás,
Dios ynfinito,
elado dormirás,
aquí conmigo
Orellana solía convertir las coplillas populares, los decires ingeniosos que pasaban de boca en boca, en cantares “ a lo divino”. Cando cantaban aquello de:
Que no puede navegar/el marinero/que los aires de la mar /se l’habían vuelto
Orellana decía: Que no puede calentar/el Rey del cielo/con el cierzo y el helar/desnudo al yelo.
Pero Orellana aquella noche de invierno de 1561 dejó de cantar espirituales blancos, navidades tiernas, porque se le había secado el corazón de tanto amar. Los carceleros y los inquisidores no pudieron vencer al luterano que había nacido de nuevo y ser otro hombre. Últimamente le habían prohibido leer las Sagradas escrituras en” latín y romance” y decían que se preocupase por la salvación de su alma. Ya no le consolaba en su prisión el comercio con las musas, ni el ejercicio de las letras, porque como expresaba en una carta, lo suyo era “el caso mas miserando que desde el principio del mundo hasta hoy hemos conocido y leído”. Cuenca entera sintió un escalofrío al ver al cantor dormido. El Soldado, el minorita luterano, el maestro Orellana ya estaba con Dios. Ahora libre de cadenas podía escuchar aquello:
Que no quiere dormir sino en mis pechos
helado dormirás aquí conmigo.
A ya niño a rro ro ro
No lloreis que aquí estó yo.
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