Es sorprendente la frecuencia con que nos golpea la desgracia aunque, si lo pensamos bien, mucho menos de lo que podría. Somos seres frágiles, aparentemente a merced de las circunstancias que nos rodean, aunque bien protegidos por otra parte por la mano del Todopoderoso, que no permite que ni un cabello de nuestra cabeza caiga al suelo sin Su consentimiento. Todo esto en medio de un tiempo y espacio convulso que no deja de mutar y cambiar hasta el punto de que nos preguntemos a menudo cuándo cesará la espiral de dolor en la que el mundo está inmerso. Guerras, tragedias naturales, crímenes de unas personas contra otras, traiciones y abandonos, negligencia y ataques… Cualquiera de las posibles maneras en que podemos ser tocados por el dolor y la desgracia revolotea a nuestro alrededor con una frecuencia e intensidad de la que casi nunca somos conscientes más que en una muy pequeña medida. Y esto es algo de agradecer, porque si fuera de otra manera, probablemente nos volveríamos locos.
¿Quién no tiene o tuvo experiencias malas en la vida a partir de las cuales aprendió algo o se fortaleció como consecuencia de ello? Es cierto que no todas las personas sufren lo mismo ni de igual manera, pero todos los seres humanos, a lo largo de su existencia, padecen en alguna medida la decepción, el abandono, la pérdida, el acoso, la frustración, el desamor, la desesperanza… Y es precisamente por esto que
resulta aún más chocante que, ante toda esa realidad de dolor y sufrimiento, seamos a veces tan incapaces de poder consolar a otros, aunque sea mínimamente.
Nuestras intervenciones están a menudo teñidas de las prisas y la mediocridad del que quiere terminar cuanto antes con la incomodidad de tener cerca a alguien que lo pasa mal. Y en ese proceso, no sólo es que no proporcionamos el consuelo adecuado, sino que añadimos mal sobre el que ya existía. Llueve sobre mojado y
los efectos colaterales de nuestras intervenciones o nuestros intentos bienintencionados pero torpes de ayuda siguen dejando en las cunetas de los caminos que transitamos cadáveres en vida, amputaciones psicológicas, infecciones sobre heridas emocionales que bastante dificultad tenían por sí mismas para ser sanadas. Y flaco favor hacemos, francamente, a quien se asió de nosotros para recibir ayuda en esos casos.
Puede parecer a quien se encuentre con esta última afirmación que exageramos, que la cosa no es para tanto.
Pero cuando uno tiene la oportunidad, como es mi caso, de encontrarse con el dolor a diario y analiza con cierto detenimiento los orígenes de la situación que el paciente trae consigo, la conclusión frecuentemente es que el problema no es sólo el que fue en los inicios, con los elementos que la situación concreta que generó el dolor trajo al individuo en particular. Sobre esas circunstancias se han depositado los posos de muchas otras cosas que, lejos de ayudar, han empeorado su situación:
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Escuchamos poco, hablando casi siempre más de la cuenta, interrumpiendo e impidiendo la expresión emocional
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Escuchamos mal, dando por hecho lo que el otro tiene que decirnos. Nos adelantamos y nos basamos, más que en la información que nos da, en los “rellenos” con los que nosotros mismos cubrimos las lagunas de datos.
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Cometemos el error de pensar que entender la historia del otro teóricamente significa comprenderle profundamente, pero esto es falso. Para empatizar hemos de ponernos en su piel y la única manera de hacer esto bien es que nos duela su dolor. Si no sientes su dolor en una mínima porción, no estás entendiendo lo que le pasa
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Creemos con frecuencia que lo que el otro necesita es que le digamos algo, que le resolvamos el problema… pero quien sufre a menudo lo único que busca en su ayudador es su compañía, su silencio y su comprensión. Así, los grandes discursos de quienes todo lo saben y las frases hechas de la “sabiduría popular” sobran porque de poco ayudan.
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Las “meteduras de pata” no han de ser muy repetidas para que causen un gran impacto. Hay cosas que, dichas una sola vez, producen suficiente dolor en las personas como para que éstas sean difíciles de olvidar o superar, razón de más para cuidarnos en no ser tan prontos para hablar.
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Las personas somos radares para ciertas emociones en otros y una de las más comunes es la incomodidad ante el dolor ajeno. Eso significa que quien sufre se da cuenta fácilmente del efecto que causa en quien tiene enfrente. ¿Qué hacer, entonces, cuando alguien delante de nosotros llora, patalea o grita de dolor? Si no sabemos tener una reacción adecuada, la otra persona, lejos de verse animada a canalizar su dolor, lo reprimirá. Además, esa incomodidad es una de las variables que más premura nos imprime para dar una respuesta rápida e inadecuada.
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Aconsejamos rápidamente(“Yo que tú…”, “Lo que tienes que hacer es…”) perdiendo de vista que quien sufrirá las consecuencias de un mal consejo será el otro y nos nosotros. “Elástica manera de ayudar”, pienso a veces y claramente inadecuada.
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Una vez pasados los primeros momentos, volvemos a nuestra rutina y normalidadolvidando que la del otro sigue bloqueada o complicada por su situación. Rara vez los acompañamientos son suficientemente prolongados en el tiempo o constatan la eficacia de las pautas que se pusieron en marcha al principio de intervenir. Dar por hecho que lo que se hizo sirvió sin comprobarlo es un error.
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Frecuentemente le decimos al otro cómo ha de vivir su dolor, cuando poco nos gusta que nos indiquen a nosotros cómo vivir el nuestro. Esto no es otra cosa que la famosa “ley del embudo” de la que ya en otras ocasiones hemos hablado y que poco ayuda a quien sufre. Las pérdidas y el dolor han de vivirse en libertad para no ser más gravoso aún a quien ya se encuentra mal.
Por el contrario,
propuestas como las siguientes, bien sencillas, pueden ayudarnos y ayudar a otros ante la dificultad que atraviesan:
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Escucha hasta el final.
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No tengas prisa por hablar ni por aconsejar.
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No aconsejes, sino ayuda al otro a analizar su situación y anímale a que tome sus propias decisiones.
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Respeta las emociones del otro y no hagas juicios de valor.
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Si no sabes qué decir, no digas nada. Hay situaciones que lo único que deberían provocan en nosotros es silencio y pesar, pero no grandes discursos.
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No impidas que la persona exprese su dolor, porque probablemente lo necesita.
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No le digas cómo hacerlo. Respeta sus formas y soporta la incomodidad que te producen.
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Asegúrate de no estar urgiendo al otro a recuperarse simplemente por un beneficio personal para ti.
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Si ves que solo no puede, anímale a que pida ayuda a otros o incluso proporciónasela tú acercándole a quien verdaderamente puede ayudarle.
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Ora por él, para que el Señor actúe donde ni tú ni nadie puede llegar.
En estos temas, la autocrítica es fundamental.
Sólo en casos extremos la gente llega a expresarse tan rotundamente como para decirnos “Tu ánimo no me sirve”. Mientras eso ocurre, la gente sufre no sólo por su propia situación, sino por la ayuda mal enfocada que otros, bienintencionadamente incluso, quieren prestarle. ¡Cuán importante es, entonces, que todo aquel con carga por ayudar se someta a diario a la radiografía pertinente, escrutando hasta el detalle no sólo las intenciones, sino las formas y hasta las motivaciones que nos mueven con los demás en su dolor!
Poder ser bálsamo no es otra cosa, en definitiva, que un llamado a la mayor de las excelencias.
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