Cualquier persona de bien suele siempre preguntarse
de qué manera es mejor actuar cuando recibe mal de otro. En muchas ocasiones, sin aparente razón, te das cuenta de que tu presencia, tu hacer o tu decir no le es grato al que tienes al lado y, como consecuencia, recibes de él un trato, como mínimo, dudoso. Él, probablemente, se ha preguntado la misma cuestión ante tu conducta y ha respondido en consecuencia. Otras veces somos nosotros los que, a conciencia, hacemos mal al que tenemos cerca o al revés. Dicen que la ofensa es voluntaria, una decisión personal y es frente a esa decisión que tantas veces nos surge la inquietud.
¿Devolvemos mal por mal o, tal como nos llama el Evangelio, nos inclinamos por poner la otra mejilla? La respuesta no es fácil o, al menos, no lo es para mí.
Ese asunto de la otra mejilla es uno de tantos que uno sabe que existen pero que, en el fondo, como no sabe (o no quiere) muy bien enfocar, va dejando de lado a la espera de que alguien se lo “clarifique”(o, más bien, que le diga lo que quiere oír al respecto), porque es tan contra-natura para nosotros que nos parece, entiéndase lo que voy a decir, que el Señor se equivocó cuando nos llamaba a esto. ¿Dónde se ha visto tal cosa y, peor aún, qué lección enseñamos al que nos agrede con ello? –pensamos en nuestro fuero interno. No deja de ser sorprendente, incluso entre creyentes, cómo efectivamente aceptamos las enseñanzas bíblicas como tales solamente cuando nos interesa o nos cuadra. Y es que seguimos acercándonos a su mensaje con prejuicios y poniendo por delante nuestros propios filtros, en este caso, como en otros muchos. Tal y como lo expresa Paul Tournier en su libro
La culpa y la gracia, “…cada uno de nosotros ve en la Biblia lo que corresponde a sus ideas preconcebidas y sus complejos”. (pág. 61)
Pensemos, si no, qué ocurre en el caso del ojo por ojo y diente por diente, tan defendido por tantos incluso en el día de hoy, sin darse cuenta de que ese principio, más allá de alentar la venganza es más bien una limitación clara a la misma, sobre todo porque en realidad no es un derecho que nos corresponda, sino que pertenece a Dios mismo. El asunto de la respuesta ante el mal que nos hacen es un tema recurrente en la Biblia, pero al que necesitamos también dar respuestas prácticas en nuestra vida real, porque solemos con facilidad quedarnos con la teoría. Sabemos cuál es el llamado que tenemos ante estas situaciones, pero nos sigue costando porque se nos olvida que devolver bien por mal no es algo que nosotros podamos hacer en nuestras propias fuerzas, sino por la sola obra del Espíritu, que pone en nosotros así el querer como el hacer, por Su buena voluntad (
Filipenses 2:13).
Interrumpo la redacción de este artículo para contestar el teléfono móvil. Es un padre, antiguo paciente mío que, ante el consabido “¿Qué tal estás?” me responde con un tajante “Muy mal”. Su hija le acaba de poner una denuncia por malos tratos, algo que conociendo al padre y a la hija no se sostiene por ninguna parte, pero ahí está la denuncia y todas sus implicaciones. Necesita un informe que dé fe del proceso seguido en consulta tiempo atrás por los persistentes problemas de conducta de su hija para presentarlo en el juicio rápido que tendrá lugar como respuesta a la denuncia. ¿Qué ha de hacer el padre en este caso? Defenderse es un derecho que tiene, pero ¿cómo manejar la convivencia con esa hija cuando ambos vuelvan del juzgado al hogar? ¿Cómo se actúa ante el mal recibido? No podría haberme llegado la reflexión en mejor momento, dado el tema que había decidido abordar en mi artículo esta semana, pero es sin duda difícil de responder con solvencia sin que nos tiemblen las piernas.
La respuesta visceral está casi garantizada en estos y otros muchos casos. Si hiciéramos lo que verdaderamente nos apeteciera, seguro que muchas veces no dejaríamos títere con cabeza. Nos es lícito hacerlo probablemente pero, ¿nos conviene, a la luz de lo que hemos conocido, de Aquel a quien hemos conocido y que, aun conociéndonos como nos conoce, íntimamente, nos llama a una conducta mucho más excelente que esa, aunque sea incomprensible para nosotros?
Él mismo nos enseñó que no era fácil. Nadie sufrió más agravio ni decepción que Él, ni fue abandonado a Su suerte, despreciado, afligido, y sin abrir Su boca, siendo llevado como cordero al matadero y, más aún, algo que a nosotros nos resulta del todo inconcebible y que hace Su actitud y conducta aún más loable: siendo completamente inocente de lo que se le acusaba y cargando en Sus espaldas el pecado de todos aquellos que le afligían y el nuestro también. Cada uno de nosotros estábamos entre esa multitud enardecida pidiendo Su muerte. Todas esas personas nos representan en nuestro rechazo del Creador y de Su Hijo, entregado para morir por nosotros. Y en ese gesto de amor, Él no sólo estaba presentando la otra mejilla, sino que se estaba dando por completo por nosotros. Su vida misma era la respuesta a nuestro mal. Sus enseñanzas no venían vacías. Él no optó, como tantos otros líderes religiosos o movilizadores de masas, por una predicación vacía de hechos reales, de una vida que reflejara en primera persona aquello que venía a predicar. Su vida y Su muerte ponían de manifiesto que lo que exigía a los suyos era lo mismo que Él había venido a dar y que ninguno de nosotros estamos en posición de poder negarnos a dar la otra mejilla por cosas menores cuando Otro se ha dado entero por nosotros como consecuencia de ofensas mucho más graves de nuestra parte.
Su sacrificio ha sido hecho en mí favor y en el tuyo incluso antes de hacer nacido, antes de que pudiéramos dar el primer golpe, antes de que pudiéramos, siquiera, saber quién es Dios y cuánto le debíamos desde antes de ser, por nuestra naturaleza pecaminosa. El regalo de la gracia, del favor de Dios inmerecido por cada uno de nosotros, nos lleva a otra consideración de las Escrituras respecto a cuál ha de ser nuestra respuesta frente al mal que otros nos hacen.
Cuando la gracia llega a nosotros, tal y como dice la expresión de Romanos, “ascuas amontona sobre nuestra cabeza”. No sé cuántas veces hacemos esta lectura de este versículo. Tendemos a usarlo como una especie de venganza hacia los que nos ofenden bajo el disfraz de lo bíblico. Pero es sobre nuestras cabezas que tantas veces también esas ascuas han de amontonarse, y principalmente ante el Creador y la realidad de nuestro mal. La gracia nos avergüenza, nos pone frente a un hecho inapelable: nuestro pecado y nuestra incapacidad para resolverlo por nosotros mismos. Por eso tantos rechazan la gracia. Simplemente no pueden entender que Dios mismo haya puesto la otra mejilla por nosotros. Pero tampoco pueden concebir la vergüenza que implica la conciencia de culpa que nos lleva a la gracia.
Cuando entendemos esto en su justa medida, es que quizá podemos empezar a entender a Jesús cuando nos llama a responder con bien al mal que recibimos. Sólo quien ha recibido la gracia puede comprender, aunque sea mínimamente, esto. Cuando hemos sido perdonados en tanto, ¿cómo responder, en conciencia, con mal el mal? Es cierto que nuestra naturaleza sigue inclinada a esto, pero cuando hemos conocido la gracia, algo nos duele en nuestro interior. El Espíritu de Dios obra en nosotros para que ya no nos guiemos por el hombre que fuimos, sino por el nuevo ser en que nos hemos convertido por Su obra redentora en nosotros. Cierto que Dios no nos pide que seamos masoquistas, que nos pongamos “a tiro” de los que quieren dañarnos, pero no tenemos derecho a cuestionar sus enseñanzas simplemente porque no nos convengan o porque no las entendamos.
El padre de nuestra historia ha decidido, como ya hizo en el pasado, que independientemente de la actitud de su hija, él va a hacer las cosas como debe. No es habitual ni fácil de entender, de no ser por el amor que como padre le tiene. Si ese amor de padre humano es, aunque sea, un tímido reflejo del tipo de amor que nuestro Padre nos tiene, entenderemos muchas cosas. Pero es que, además, como cristianos que creemos en el fruto que el Espíritu genera en el creyente, sabemos que contra el amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza que Él obra en nosotros, no hay ley. (
Gálatas 5:22 y 23)
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