Suiza es posiblemente uno de los países más estereotipados que existen. Forma parte de ese grupo de naciones (también entrarían aquí Hawai, Colombia, Cuba o Japón) de las que es fácil hacerse una imagen. Todo el mundo sabría decir algo sobre la gastronomía –quesos, chocolates, especias-, algunas de sus creaciones –relojes, navajas militares, el coche Smart-, su sistema financiero –bancos y secretos bancarios-, los paisajes –Alpes, lagos, glaciares-, y su famosa neutralidad, que convierte a Helvetia en un centro internacional –ONU, UEFA, Cruz Roja-.
Se habla de Suiza también en las facultades universitarias. Es el caso de estudio recurrente cuando hay que describir una democracia directa. Aunque muchos nunca llegan a preguntarse si el sistema realmente funciona en la práctica, los profesores hablan del país de los cantones autonómicos y de los referéndums nacionales como la panacea del Estado moderno.
Y luego está su papel fundamental en la Reforma. Elpapel clave que jugó Ginebra en la transformación de Europa después de una revolución espiritual que hundió consigo todo un monstruo político de dominio sobre las naciones europeas. El Protestantismo, desde Calvino, Lutero, Zwinglio y el resto de disconformes, se ha ganado la etiqueta de movimiento impulsor de la separación entre Estado e Iglesia. Frente a la adhesión de la Iglesia Católica al Estado, los valores protestantes han abogado por la libertad de conciencia.
En el siglo XX esta idea se ha forzado hasta el extremo de que en Europa los nuevos ilustrados han querido sutilmente colocar a los protestantes entre los impulsores del laicismo (con acento en el “–ismo”). En Francia, por ejemplo, los que se consideran herederos de la Ilustración no tienen reparo en concluir que el protestantismo debería, por naturaleza, apoyar el concepto de la fe privada, una religiosidad apagada construida de forma que evite el contacto y la influencia en la esfera pública.
El enfoque reformado natural, sin embargo, ve la fe como un motor de cambio de la sociedad. Una fe que no se aprovecha del Estado, sino que sirve a la sociedad a través de él. Por ello, no es posible vivir la fe dentro de las cuatro paredes de casa. Hay que dejar que arraigue profundamente en el día a día de la ciudad, del país.
Pero la idea de una fe personal que va más allá de casa tampoco parece bien recibida, muy a menudo, entre los propios protestantes, en lugares como el Sur de Europa. Los evangélicos en España e Italia, donde la Reforma fue aplastada, parecen apuntarse también a la idea de que la fe no debería relacionarse con el Estado. Las razones que se dan es que demasiadas veces el nombre de Dios se ha ligado a un poder que arrasaba con cualquier intento de promocionar las libertades. La mayoría de los protestantes en este contexto prefieren alejarse del espacio público, “corrompido y mundano”. Y su conclusión a la práctica acaba coincidiendo paradójicamente con las de los secularistas: los cristianos deben quedarse al margen de las decisiones públicas del estado.
La pinza entre cristianos con desconfianza al poder y secularistas radicales, sin embargo, no parece haber afectado la visión de los protestantes en países en los que la Reforma sí marcó la sociedad.
Aunque es verdad que naciones como el Reino Unido empiezan a doblarse ante el secularismo extremo de los ‘nuevos ateos’, otras potencias ideológicas como Alemania, Holanda y Noruega parecen mantener modelos de sociedad en los que la fe participa en el debate de los grandes temas de Estado.
Una fe que está representada por parlamentarios. Reflejada en personas físicas, no en instituciones religiosas con privilegios especiales en el hemiciclo.
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