El aumento considerable de las consultas relacionadas con infidelidad matrimonial y de pareja que llegaba a mi consulta en esta semana que dejamos me hacía pensar con tristeza en lo frágil que es la confianza de las personas.Verdaderamente no puede ser de otra manera entendiendo que el complemento indispensable de ésta, que es la lealtad, la fidelidad o el compromiso, dejan mucho que desear en el ser humano. No hace falta casi nada para que se rompa la mucha o poca confianza que se haya depositado en alguien.
Un simple traspiés, un error evitable o una reincidencia con alevosía alimentan, todas ellas, uno de los monstruos más difíciles de vencer por nuestra mente: la duda y, con ella, la confianza en el otro.
Sin embargo, y en contraste con lo fácil que es perderla, es muy complicado recuperarla, precisamente porque la sombra de la duda se encarga de que su poso, sus efectos erosivos y devastadores se hagan bien presentes en la memoria y el razonamiento, en la emoción y en la conducta de aquellos que, en algún momento, se han visto defraudados.
Hace un tiempo recibía en mi consulta a un paciente cuyo motivo de consulta era este: no me fío de nadie. No sabía explicar por qué, pero ese era su sentir y también su pena. Indagando después uno llegaba a la probable conclusión de que lo que había en el fondo de esa su desconfianza era una profunda decepción que, como se confirmó más tarde, había provocado una de las personas en las que más confianza había depositado. La tragedia de esta persona no es distinta a la de tantas que han podido vivir situaciones parecidas aunque ni siquiera las tengan ubicadas en el tiempo y en el espacio.
Todos, sin excepción, hemos sido decepcionados y hemos decepcionado a alguien. Y cuando esto ocurre, surgen inevitablemente las grandes preguntas: ¿qué hay que hacer para que esto no vuelva a ocurrir y cómo voy a hacer para volver a confiar en alguien?
El proceso, como ya podrán suponerse, no es nada fácil, porque no depende tanto de quien quiere volver a confiar como de aquel en quien se quisiera volver a depositar confianza. Y esto reduce mucho nuestras probabilidades de éxito, porque hemos de reconocer que no ejercemos control alguno sobre la conducta del otro. Es decir, que
finalmente este intento por regenerar la confianza rota y superar las dudas depende de que el otro, el que hemos vivido como desleal y traidor, haga su papel restaurador a la perfección. Y esto no es exagerar ni mucho menos. La excelencia que se le exige a quien quiere volver a ganarse un lugar en la confianza de aquel a quien se defraudó es total. No valen medias tintas. Tampoco intentos bienintencionados que se lleva el viento. Ni siquiera casualidades o inconveniencias que arruinan lo que a todas luces iba a poder terminar bien. Si las circunstancias son adversas, “mala suerte”. Cuando la duda pulula por los alrededores de la relación entre dos personas, no importa de qué tipo de interacción hablemos, nada puede fallar. Nos duele demasiado que nos hieran y preferimos a menudo, a partir de tales acontecimientos, crear alrededor nuestro una muralla infranqueable antes de dejar que vuelvan a defraudarnos.
En ocasiones ocurre que, incluso a pesar de los muchos intentos reales y adecuados por restablecer la confianza con la persona a la que se dañó, esto no llega a conseguirse. El dolor es tan profundo, tan hondo, que incluso cuando las cosas se hacen bien la persona herida no se siente capaz de perdonar. Da igual que haya habido confesión, arrepentimiento o incluso intentos efectivos por la restauración o por la convivencia.
Hay daños que, a todas luces, parecen irreparables, como irreversible parece la huella que la duda deja en esas vidas tocadas por el dolor. Quieren confiar de nuevo, pero no pueden.
Esto nos habla de una realidad añadida:
no importa cuánta fuerza de carácter o de voluntad tenga la persona que ha sufrido en carne propia la deslealtad de otro. Hasta las torres más altas pueden caer en no ser capaces de perdonar o volver a confiar porque, incluso cuando nos pesa reconocerlo, todos depositamos antes o después nuestra confianza en alguien o en algo que, al igual que tiene potencial para llenarnos y satisfacernos hasta cierto punto, también tiene potencial para defraudarnos sin remedio. ¿Podemos ser capaces de perdonar, entonces, pero no de restaurar la relación tal y como estaba antes? La sensación a menudo, sin ánimo de ser demasiado negativo o tremendista es que, a la luz de los acontecimientos, no se puede confiar en nada ni nadie de manera definitiva y también que la reconciliación es algo que depende de mucho más que el hecho de querer reconciliarse. Ni siquiera que las dos partes quieran es a veces suficiente. Como reza el título de un buenísimo libro de terapia de pareja, “Con el amor no basta”.
¿Cómo es posible que no haya nada en esta vida, humano o no humano en esta Tierra que nos cobija, en lo que podamos confiar y descansar tranquilos?- piensan algunos. No es una pregunta baladí porque, de hecho,
todo sería mucho más fácil si pudiéramos contar, al menos, con una persona a la que siempre pudiéramos acudir cuando todo lo demás parece hundirse sin remedio. Algunos depositan su confianza en sus parejas y en lo que les une a ellas, los hijos, sin ir más lejos. Hace unos días conocía del abandono de un padre a su familia tras haber pasado sólo quince días del nacimiento de su hija. Nada auguraba que esto pudiera pasar: padre abnegado e implicado, pareja aparentemente bien avenida y un entorno favorable para la estabilidad y la felicidad. Pero algo se rompe y de forma irreversible, a la luz de las palabras de quien sufre en su carne estos días el oprobio y el dolor del abandono. Ya no hay marcha atrás.
Otros depositan su confianza en el dinero, las posesiones, las grandes potencias… Considerando estos días atrás lo ocurrido en el 11-S con motivo del décimo aniversario del atentado que probablemente más conmocionó al mundo, uno sigue extrañándose de hasta qué punto las grandes fortalezas humanas son susceptibles de venirse también abajo. Pero así es, qué duda cabe. Porque, más allá de los muchos muertos, heridos y familias rotas que fueron el resultado directo de los ataques, se produjo en este suceso una embestida mucho más dura y potente en la confianza de los ciudadanos del mundo occidental. En ese momento todos éramos mucho más conscientes de que no había resquicio en este mundo que pudiera estar completamente a salvo de un ataque despiadado como el que se estaba viviendo en tiempo real a través de las pantallas de todas las televisiones del mundo y ante la estupefacción de cada persona que lo contemplaba. Simplemente, cuando pasan estas cosas, uno no da crédito inicialmente, pero todo termina apuntando a una realidad inapelable: nuestra fragilidad está clara, la duda está servida y las posibilidades de restaurar sus daños son claramente cuestionables. De ahí, incluso, los altísimos niveles de “quasi-paranoia” que han llegado a darse a veces entre determinados sectores de población, que no pueden ya vivir en la confianza que antes les llevaba a descansar tranquilos.
¿Sobre qué cimientos descansa nuestra vida? ¿Cuánto hay de arena que se lleva la corriente y cuánto de roca sólida que la sustente? ¿Cuánto de lo que hoy disfrutamos o a lo que nos aferramos depende, más bien, de nuestras emociones o de las de otros, de cómo nos sintamos hoy al margen de cómo nos sentiremos mañana?¿Verdaderamente pensamos que hay algo que, aunque ahora aparentemente nos dé todas las garantías, vaya a permanecer así para siempre? ¿Cuánto a nuestro alrededor nos dice justamente lo contrario? ¿No será que, en nuestro deseo de poder por fin confiar en alguien de manera definitiva, nos negamos a aceptar que ese alguien no tiene carácter humano, sino divino?
Lo humano es cambiante, depende de las circunstancias y de sus emociones ante ellas. Lo que hoy parece blanco inmaculado mañana puede volverse negro azabache sin que prácticamente podamos permitirnos pestañear entre uno y otro. Y lo peor es que siempre parece pillarnos por sorpresa. No conformes sólo con esto,
seguimos en nuestra obcecación de no confiar plenamente en el único que no muta, que no ha cambiado en Su amor y protección hacia nosotros desde el principio de los tiempos, aun cuando nosotros prefiramos seguir viéndolo como si no existiera. Le achacamos que no está presente cuando tiene que estarlo, pero lo único que podemos decir con certeza a la luz de lo mal que nos van las cosas en este mundo en que parece a veces que nada puede ir peor, es que la única razón por la que no nos hemos destruido del todo es porque Él no lo ha permitido, porque en Su amor por nosotros ha decidido seguir presente, aunque al margen de ciertas cosas, permitiendo que podamos entender un poco más qué sucede cuando vivimos de espaldas a Él. Ese es parte de Su juicio, pero Su gracia sigue estando presente en un mundo que no le reconoce porque tiene “dudas” de Su existencia, aun cuando todo alrededor nuestro, la creación misma, habla a voces de la realidad inapelable de que tenemos un Dios vivo que no nos ha abandonado a pesar de lo que nosotros preferimos creer.
En el fondo, nos sigue resultando mucho más fácil auto-convencernos de que Dios no existe. Así no tenemos que darle cuentas, ni honrarle, ni ponerle en el lugar que le corresponde.Apelamos a la duda sobre su existencia perdiendo de vista que lo único que disipará las dudas sobre nuestra propia vida, nuestro pasado y principalmente nuestro futuro es justamente superar esa excusa absurda y confiar en el único que hasta ahora ha hecho algo verdaderamente glorioso por nosotros: entregar a Su Hijo en la cruz para rescate de todo aquel que está dispuesto a depositar fe, no en cosas tontas, efímeras o personas que, aunque nos quieran hoy, pueden fallarnos mañana. Sólo la fe en Cristo salva.
Si lo pensamos detenidamente, y aunque resulte paradójico, sólo permitiéndonos superar la incertidumbre que nos produce Su persona, que excede nuestras posibilidades y nuestro conocimiento, alcanzaremos la paz que sólo puede obtenerse y conocerse por la fe depositada en Ély Su obra inigualable. Sólo entonces toda duda quedará disipada y viviremos, por fin, en esperanza de vida, aferrándonos a Sus promesas, que no cambian, y a la realidad de una vida eterna juntamente con Cristo.
Perdemos la confianza en alguien cuando ese alguien nos falla pero, ¿qué pasa cuando la confianza perdida no se debe a lo que el otro nos hizo, a que nos traicionara o defraudara? ¿En qué momento Dios defraudó al hombre y en qué se basa la permanente duda que el ser humano le profesa?¿O será que, como tantas veces nos sucede, bajo una apariencia de duda lo que subyace es un eminente rechazo? Es como cuando los hijos le dicen a su padre ante una orden “No lo entiendo”, cuando en realidad lo que verdaderamente quieren decir es “No quiero obedecerte”. ¿No hay en el fondo de nuestras dudas un problema con el sometimiento a la autoridad que implica aceptarle? ¿No nos damos cuenta de que nuestras dudas surgen, como tantas otras veces, por la reticencia y suspicacia que nos produce cualquiera que tenga un ápice de poder o autoridad sobre nosotros?
Por otra parte, ¿quién ha hecho más por el ser humano que Dios mismo, aun a pesar de que nosotros, como responsables de la ruptura de la relación que nos unía al Creador, deberíamos ser quienes trabajáramos duro por la recuperación de esa confianza?¿No resulta increíble que sea Dios mismo quien haya hecho TODO por la reconciliación y que a nosotros sólo nos reste aceptarlo? Esto es algo que en nuestra mente y nuestro orgullo no podemos concebir, pero que habremos de aceptar en algún momento, aunque sea cuando Él venga de nuevo. Pero nada más faltaba que, siendo nosotros los detractores y traidores al que nos amó pudiéramos, además, abrogarnos el mérito de la reconciliación. Nadie si no Dios a través de Su Hijo Jesucristo tiene la potestad de regenerar una relación rota por la permanente deslealtad y duda por parte del ser humano. Superar esto, entenderlo mínimamente, pero sobre todo dejar de lado las dudas y confiar en que no podemos permanecer ajenos a Él por más tiempo es nuestra única posibilidad de certidumbre en esta vida y en la venidera.
¿Cuánto más dejaremos que la duda campe a sus anchas en el horizonte de nuestras vidas? Sólo la fe, la certeza de lo que se espera, la certidumbre de lo que no se ve, nos acerca lo suficiente al Creador como para vivir seguros por toda la eternidad a la sombra de Sus alas.
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