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Aire de nostalgia

Crónica de la muerte del Presidente Villarroel a manos del pueblo boliviano (1946)
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 30 DE SEPTIEMBRE DE 2011 22:00 h

- Ellos también se impusieron a la fuerza ¿Qué se creen? Peñaranda fue elegido por los pocos del pueblo a los que se les permitía votar. ¡Pero electo al fin y al cabo! ¡No como el pelele que nos forzaron a aceptar después!- Gruesas gotas de sudor discurrían por la frente de Ramiro.
- ¡Te apoyamos, compañero! ¡Villarroel debe morir!
- ¡Muerte a Villarroel!- Sentenció la turba enardecida.

Pedro sujetaba en su mano un periódico italiano de 1945. Aquella mañana de Julio, un año después, la foto de la portada les serviría de inspiración. Lo trajo un turista, uno de esos bohemios ricos que se dan ínfulas de conocer mundo. En la primera página, destacaba una fotografía de Mussolini, colgado por los pies de un gancho de carnicero en una plaza de Milán. Alzó el periódico y gritó.

- ¡Colguémosle como un cerdo!

Grupos de indígenas armados con palos y azadas subían por la calle Colón. A su alrededor, decenas de cadáveres sembrados, como el fruto de la rabia y la impotencia. Atrás, quedaban cinco días funestos, en los que las manos teñidas de sangre se tornaron cotidianas.

- Dicen que hay casi dos mil muertos- Ramiro susurraba para evitar el pánico en la masa.

La guardia presidencial encañonaba sus ballestas, consciente de que no podrían resistir por mucho tiempo. Jóvenes de diecisiete años, tomados del servicio militar, vinieron a sustituir a los veteranos caídos en las jornadas previas. Temblaban bajo sombreros prestados que les quedaban demasiado grandes.

- Divídanse – Gritó Ramiro – Dos grupos de diez por la derecha y tres por la izquierda.

Los colorados de Bolivia lucharon obligados por un presidente postizo, y perdieron la vida cuando apenas la comenzaban. Sus uniformes rojos, hechos jirones, fueron quitados de delante de la puerta. Ya no había resistencia para acceder al Palacio.

En el despacho presidencial, Villarroel miraba a su edecán aterrado.
- ¿Y ahora, Vallivián?
- Resignación, señor.

Les oían subir por las escaleras, destrozando todo a su paso. Sobre los cristales rotos por el primero, caminaban en un tenebroso crujir treinta pares más de pies, muchos de ellos sólo cubiertos con sandalias. Gritaban con voces ininteligibles, feroces. Tras la puerta del despacho, dos muebles para frenar su avance, aunque enseguida los echaron abajo. Villarroel cerró los ojos y se encomendó a quien siempre había tenido olvidado.

Recordó a su mujer mientras le alzaban en brazos. Besó a sus hijos en su mente, al mismo tiempo que sentía que le sacaban por el balcón. Desde ahí le lanzaron.

- ¡Compañeros, hemos vencido!- gritó Ramiro a los que esperaban abajo.

La Plaza Murillo estaba abarrotada. Cientos de personas desnudaron el cuerpo, aún con aliento de vida y lo colgaron boca abajo. Igual que a Mussolini, igual que a un animal. Sostuvieron sus pies con una cuerda y los ataron a una farola, bajo el balcón en el que, hacía algo más de dos años, salió por primera vez como presidente.

- Y ustedes no crean que se librarán.

Vallivián, Uría y algunos colaboradores del presidente, aún permanecían sentados sobre la alfombra persa. Apoyados en la pared, aguardando lo inevitable. Vallivián se incorporó, no quería esperar más, la angustia era aún más insoportable que el destino.
- Caballeros, hagan lo que tienen que hacer.

Esas fueron sus últimas palabras. Los cinco recibieron el mismo trato. A las ocho ya colgaban de sendas farolas.

***
Marcia salió de casa casi de puntillas. En el aire lúgubre de la mañana aún flotaban la pólvora y el miedo. Una gruesa capa de niebla estrechaba las calles, mientras sus pies tímidos caminaban sobre el empedrado. Había dejado a los niños durmiendo, exhaustos de hambre y frío. Bajó por la calle Bolívar y dobló en la esquina con la Sucre. El espectáculo era aterrador, decenas de heridos yacían en las aceras. Tan solo cinco empleados de la Cruz Roja se hacían cargo de tamaño dolor. Se quedó inmóvil observándoles, y le pidió perdón a Dios por lo que estaba a punto de hacer.

Pegada a la pared, avanzó hasta la camioneta vieja con los enseres de auxilio. La puerta estaba abierta, quizás la sangre les había obligado a no ser precavidos. Entró sigilosa, mientras les veía trabajar en la esquina. Cogió un chaleco blanco, con una cruz encarnada en la espalda y una credencial de plástico, las dobló y las ocultó bajo su mandil. También tomó una bolsa con el logotipo de la organización y la metió dentro de su cesta vacía. Su cesta siempre estaba así, vacía. Sin echar la vista atrás, salió corriendo.

Se detuvo en una bocacalle sin salida. Con el chaleco y la credencial puestos, tocó la primera puerta. Al otro lado, una señora no desconfió del uniforme y abrió enseguida.
- Buenos días, somos de la Cruz Roja. Estamos recolectando alimentos básicos para los heridos y familiares de los fallecidos en las revueltas. Sobre todo, para los huérfanos.

La bolsa se fue llenando con la misericordia de los conciudadanos. Nadie era indiferente a lo convulso de aquellos tiempos en los que los bandos y las ideas se difuminaban entre disparos. Al llegar a casa, los niños no daban crédito. Comieron sin dejar nada en el plato, pero sin repetir. Quizás mañana mamá no tendría la misma suerte.

***
- Isabel, no sabes cuánto lo siento.- El Ministro de Hacienda, Paz Estensoro, la asía de los hombros.
- Gracias Víctor, yo sé cuánto querías a mi esposo. Y ahora ¿Dónde irás?
- Salgo para Buenos Aires en dos horas, no hay tiempo que perder. Ya han saqueado mi casa, tú ten cuidado por favor.
- Tú todavía les resultas amenazante. Yo, en cambio, soy solo la pobre viuda del colgado. Nadie vendrá a por mí.- Su mirada se perdía en las fotos familiares de la cómoda.
- Nos equivocamos, Isabel, desde el principio. Debimos tratar de ganar las elecciones, creer en la democracia.
- Yo no sé nada de eso, solo que, de un día para otro, he pasado de Primera Dama a vergüenza del país. Se lo han llevado todo, mi amor, mi patrimonio y mi dignidad.
- Volveré.- Víctor Paz se puso de pie y se colocó el abrigo – Y trataré de hacerlo bien. En cuanto se convoquen elecciones de nuevo, me presentaré a la Presidencia.
- ¿Y crees que confiarán en ti? – Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Él no supo qué contestar. La miró unos segundos y la descubrió envejecida, derrotada. Sabía que sus discrepancias con la cúpula, tan solo unos días antes, le habían librado de pender ahora bocabajo. ¿Podría pretender pasar de ministro de un dictador a presidente electo? ¿Podría pretender volver a empezar, como si nada?

La abrazó durante unos largos segundos, tratando de reconfortar una desgracia insuperable.

***
Ramiro mira la Plaza Murillo, ahora desierta, desde un banco desvencijado por la metralla. Suspira, no entiende cómo siendo Bolivia uno de los mayores productores de estaño, su gente pasa hambre. Apenas un centenar de hombres controlaba el orden económico y político de toda la nación. ¡Cómo no va a corromper tanto poder! Aquellos caballeros, barones del metal, eran marionetas de su avaricia. Pero él también se dejaba llevar, aunque no por el dinero, sino por el rencor. Se había sentido despreciado, ignorado a veces y utilizado otras tantas; vapuleado hasta que perdió su identidad. El problema surgía ahora, ahora que se suponía que habían vencido. Porque en su alma, la herida supurante seguía intacta. Continuaba sin saber quién era, para qué servía su vida.

Por delante, pasó una mujer de la Cruz Roja. Le mira de soslayo, seguramente le había reconocido, pues su rostro fue impreso en infinidad de folletos políticos. Marcia camina rápido, con una bolsa repleta de alimentos donados y un chaleco robado.

Aquel día la gente donó menos alimentos. Al parecer, sólo el sonido de los proyectiles lejanos despertaba la solidaridad. Pero Marcia estaba satisfecha, había logrado almacenar comida para tres meses. Con mentiras y engaños, si, pero ¿Quién no ha mentido guiado por la desesperación? No entendía el por qué de todo aquel dolor. Por un lado, los corruptos, poderosos sin escrúpulos. Por el otro, los pobres, humillados y rencorosos. Si cada uno de ellos hubiera nacido en el bando contrario, habría acontecido la misma situación, exacta. Porque, si algo tenía claro Marcia, era que el hombre es, ante todo, bajeza.

Un coche lujoso frenó de golpe, a punto de atropellarla. La bolsa cayó y los alimentos se disgregaron por el suelo.
- Héctor, ayuda a la señora.
- Sí, doña Isabel.

El chofer bajó del vehículo y recogió los enlatados dispersos por la calzada. Marcia miró en el interior del coche y descubrió a la viuda de Villarroel. En ese momento, se estremeció al pensar que no eran tan diferentes. Ambas estaban solas contra el muro de la realidad impuesta, no escogida.

- Gracias, señora.- Exclamó Marcia.- Suerte.

Isabel asintió con la cabeza.
- Vámonos Héctor.

El maletero estaba repleto de enseres y ropa. Volvería a Sucre, a la que había sido la casa de sus padres, donde nadie haría preguntas. Apoyó la cabeza en el cristal y descubrió al fondo la Plaza Murillo. Le embargó entonces la nostalgia, el futuro pareció estar repleto tan sólo de nostalgia.
 

 


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