Volver a casa tras el verano es un motivo de tristeza y ansiedad para muchos.
Sustituir las interminables horas de descanso y relax por el uso del reloj y las prisas no son del agrado de casi nadie y no sin cierta razón. A todos nos gusta más el ocio que la obligación, claro. Pero es curioso con cuánta facilidad nos adaptamos a las rutinas y, más aún, cómo las necesitamos, aunque a veces las tengamos en el centro de nuestros odios.
Las personas parecemos ser “animales de costumbres”, como dicen algunos. Nada nos da más tranquilidad y reposo que saber qué viene después o qué toca ahora. Nos aporta seguridadel saber que no habrá imprevistos (de ahí el estrés, porque finalmente siempre los hay, no lo controlamos todo) y nos gusta saber que tenemos nuestra vida programada, al menos hasta cierto punto y bajo un cierto nivel de control.
Algunas personas, sin embargo, niegan esta realidad y se suben al nuevo carro de ir afrontando la vida tal cual va viniendo. Es decir, su rutina es no tener rutina. Pero ahí está su trampa, porque eso también lo es. Y es que todos, sin excepción, tenemos la inclinación a darle un cierto orden a la existencia, porque eso nos la hace mucho más fácil. Aunque sea un orden aparentemente caótico, como les pasa a tantos en otras esferas más prácticas de la vida.
Curiosamente, el concepto de rutina está muy denostado en nuestra época.
Rutina suena a aburrimiento, a desdén, a repetición sin sentido, a monotonía, cuando quizá debiera traernos a la mente la idea de orden, seguridad o previsión. Lo que buscan tantos eliminando las rutinas es, por una parte, no tener que estar sujetos a ninguna norma, ni siquiera las que la propia existencia normal impone, pero más aún, las que otros pudieran establecer. Y huyen permanentemente de ella, buscando convertir su vida en una improvisada montaña rusa que les surta de emociones y de adrenalina constantemente, perdiendo de vista el suelo y lo que en él hay.
¿Cómo sería nuestra vida si pusiéramos las rutinas en su justa medida, si consiguiéramos no tener que huir de ellas como en el caso anterior o, por otro lado, si no fueran el fin mismo en nuestra vida, sino solamente un medio útil para vivir mejor?Porque en esta cuestión, como en casi todas, somos muy dados a los excesos. Vamos “penduleando” de un lado a otro y no nos damos cuenta de que erramos cuando perdemos de vista el equilibrio, también en esto.
Las rutinas son sanas desde que somos pequeños. Los bebés las necesitan, los niños las necesitan, los adolescentes las necesitan (hasta aquí lo tenemos claro), los adultos las necesitan, los ancianos las necesitan. Y cuanto más mayores nos hacemos, no sólo las necesitamos, sino que las pedimos a gritos, aunque neguemos la mayor. Cuando nos dejan sin ellas, nos sentimos como perdidos y a merced de las circunstancias y eso a ninguno nos gusta. Ahora bien, ¿qué sucede cuando las rutinas son un fin en sí mismo? Que nos hacemos rígidos, perdemos nuestra capacidad de reacción, de responder al cambio. La realidad nos dice que podemos y debemos tener un orden y un cierto nivel de rutina, pero hasta un punto, sabiendo que no controlamos todo y que el imprevisto existe.
Igualmente, algunos llegan a un estado peligroso de rutina cuando lo que han propiciado es una monotonía por falta de implicación en los suyos, en sus relaciones, en su actividad cotidiana. No es a esta rutina a la que debemos aspirar, sino a una que sea rica en el sentido de que incluya un orden interno que nos permita afrontar la cotidianeidad con éxito, pero que por otra parte no dé todo por sentado, no relegue en los demás la responsabilidad de llevar adelante el carro de la existencia y que no sea sinónimo de dejadez, desidia o falta de cuidado. Ser diligente debiera ser también una rutina que tuviéramos establecida a nivel interno y externo.
¿Qué ocurre cuando, por principio y en ese alarde de modernidad arrebatador que se lleva ahora, nos negamos a cualquier tipo de rutina en nuestra vida?Es lo que muchos catalogan como “vivir el presente”, “no perderse nada” o “disfrutar el momento” (en un intento de retomar un “carpe diem” muy mal entendido, por cierto, y bien distante de su sentido original). Pero en realidad perdemos el norte, el propósito, descuidamos generalmente nuestras obligaciones y terminamos metidos en una vorágine en la que lo único importante es huir de la rutina, disfrutar al máximo en primera persona, e intentar trascender nuestro espacio-tiempo, aunque para ello tengamos que sacrificar a personas y cosas en el intento desesperado de no encasillarnos. ¡Como si el orden implicara necesariamente eso, que no es verdad! La búsqueda de sensaciones se ha convertido en el nuevo dios de nuestro siglo, y evitar rutinas forma parte de su estrategia maestra pero, al margen de lo que queramos o podamos ver, nuestra vida viene marcada con un orden, y es un orden superior, no sujeto a nuestros deseos, sino al propio diseño con que fuimos creados.
Cuando nos envolvemos en la rutina o, por el contrario, huimos permanentemente de ella, caemos igualmente en un error peligroso y consiste en olvidar que nuestra vida es un ciclo que tiene un comienzo y un devenir, pero que también tiene un final para el que hemos de prepararnos.En el fondo, todos los excesos en las rutinas tienen como objetivo último no enfrentar la realidad de que nuestra vida tiene un final. Es un tema que no nos gusta, nos genera incomodidad. Y es curioso, porque solemos confundir nuestra vida aquí con nuestra existencia en términos absolutos, que trasciende obviamente nuestros años en la tierra porque Dios puso eternidad en el corazón de las personas, aunque eso ya no se lleve.
Dar respuesta a este dilema sigue siendo un problema para la humanidad al margen del plan de Dios y algunos, ante esa realidad, prefieren vivir su vida como si esto no fuera a ocurrir. Viven su existencia como si fueran a vivir para siempre, haciendo planes a largo plazo, dando por hecho que sus rutinas se cumplirán a la perfección o, por el contrario, como si este fuera el único día de su vida. Pero no es esto a lo que se nos llama. Nos sigue costando afinar, enfocarnos, y captar los matices que unen nuestra existencia aquí con la realidad de nuestra eternidad cuando, en realidad, son asuntos inseparables.
El corazón del hombre sigue albergando el problema en este sentido. En la búsqueda de rutinas aquí a veces nos perdemos y terminamos olvidando que nuestra vida es más que la consecución de días y tareas.Nos distraemos con ellas y, centrados en el árbol, no conseguimos ver el bosque. Pero el bosque sigue ahí y es el contexto primero y último de nuestra vida, aunque con nuestros sentidos no podamos percibirlo. Por eso necesitamos de una perspectiva mayor, que nos recuerda permanentemente que esto es un tránsito, pero que nuestra vida y propósito verdaderamente ha de estar puestos en las cosas eternas.
No pensemos que los que tenemos un cierto orden en nuestra vida estamos exentos de perder de vista lo importante. Igual que quienes viven sus días como si no hubiera nada más mañana, caemos en la misma trampa, sólo que por razones y caminos diferentes. Pero en esencia y en el fondo, estamos ante el mismo asunto. Unos por olvido o distracción, por perderse en sus rutinas, y otros por no buscar más que su satisfacción inmediata y que nada les ate, pero al fin y al cabo, todos sumidos en el mismo drama: perder de vista al Creador y su propósito de eternidad para nosotros.
En este tiempo de retomar rutinas, que nada nos distraiga de lo verdaderamente importante. Estamos aquí por un tiempo. En cuanto a los que las rehúyen, nada elimina la realidad de que hay una rutina intrínsecamente unida a nuestra existencia y es que todos nacemos, vivimos, pero también morimos y habremos de dar cuentas de qué hemos hecho con lo que se nos dio.
La vida es un regalo del Creador, nos la entrega para un uso responsable, que le honre y dignifique, que le glorifique en todo. Nada nos disperse, nada nos aparte del verdadero propósito de nuestra existencia. Porque en eso está nuestra esperanza, en que somos más que unos años en la Tierra. Para quien no cree, esto es locura, pero para los que creemos, se constituye en la esencia misma de la existencia. Todo lo demás es vanidad y aflicción de espíritu, como decía el predicador.
Podemos disfrutar de los días de nuestra existencia, comer y beber, aprovechar los placeres que esta vida nos brinda, pero sepamos que tenemos un sentido más allá de estas “cuatro paredes” y que algún día nos encontraremos cara a cara con Dios mismo. Ese día tendremos que considerar la verdadera envergadura y dimensión de lo que ha sido nuestra vida.
La idea, también y principalmente, es que empecemos a considerarlo ya.
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