En este mismo espacio,
la semana pasada, me ocupé de analizar el fenómeno de algunas reliquias de Juan Pablo II que serán llevadas en peregrinación por las distintas regiones de México durante cuatro meses.
En las últimas dos décadas se han multiplicado agrupaciones que todavía los especialistas no se ponen de acuerdo en cómo llamar. Algunos les denominan neoevangélicos, otros más paraevangélicos, no faltan quienes se refieren a ellos como neopentecostales y/o neocarismáticos. Sus reuniones, que son masivas, se caracterizan por manifestaciones de emotividad, música marcadamente rítmica e interpretada por una banda de calidad profesional. Los expositores, que en varios de tales grupos les llaman conferencistas, son buenos contando relatos y echan mano del humor, o de arengas para motivar a la audiencia.
Lo anterior no implica un juicio de valor sobre las prácticas mencionadas, sino que intento describir los énfasis de los organismos que prefieren denominarse a sí mismos nada más como cristianos. Desde su perspectiva, lo que hacen es restituir el
ethos del cristianismo primitivo, marginando los entendimientos y las prácticas históricas que otros cristianos han tenido del mismo periodo.
Sin saberlo, o sabiéndolo convenientemente lo olvidan, tienen tras de sí una larga lista de predecesores que también quisieron regresar a los orígenes del movimiento cristiano. Por ejemplo, para mencionar sólo una de esa herencias, usan la Biblia de canon corto, es decir sin deuterocanónicos, en las distintas traducciones existentes de fuentes protestantes. Quieren que sus congregantes lean la Biblia, aunque su hermenéutica sí tiene ciertos rasgos distintivos que los coloca a cierta distancia del protestantismo evangélico y el pentecostalismo históricos.
Su acercamiento a Las Escrituras tiene muy poco cuidado con entender el texto en su contexto original. Su lectura se va más por el lado simbólico, pero con símbolos anacrónicos que meten a la Biblia para luego transportarlos a la realidad actual y buscar su aplicación mecánica de acuerdo a ciertas orientaciones teológicas esquemáticas. En no pocos de estos grupos estimulan una identificación mecánica entre el Israel contemporáneo y el de los tiempos bíblicos. Al hacerlo, exaltan toda manifestación cultural (vestimenta, instrumentos musicales, danzas, etc.) israelí para presentarla como voluntad divina para los cristianos hoy.
Los grupos neoevangélicos/neocarismáticos, mayormente los aglutinados en mega iglesias, han incorporado la casi, o a veces franca, veneración por objetos y personas que son vistos como mediadores para obtener bendiciones especiales de Dios. De ahí que se estimule a su interior la adquisición de pañuelos santos, el aceite consagrado, envío de delegaciones para que intercedan en oración por peticionarios que no pudieron hacer el viaje con el grupo para orar en el Monte Santo. También hay reuniones especiales en las que los congregantes desfilan bajo, o al lado de, objetos que los líderes dicen que son sagrados: un manto, una reproducción del Arca de la Alianza, una estrella de David, una Menorah.
Los objetos ya no son vistos como coadyuvantes en el culto, por ejemplo velas para simbolizar la luz de Dios que irradia en las tinieblas, sino como instrumentos sagrados, que en sí mismos tienen un poder especial y son imprescindibles para recibir gracia de Dios. Y si los objetos se han sacralizado en dichas prácticas, también quienes los administran son percibidos como agentes especiales sin los cuales los creyentes comunes están imposibilitados de ser bendecidos, restaurados, sanados.
La Bibliamisma pasa de ser un medio que contiene la Revelación progresiva de Dios, a ser vista como objeto sagrado que lo mismo es levantado en alabanza que usado como instrumento para tocar a las personas con el objetivo de que así serán bendecidas. Recuerdo vívidamente un encuentro con un líder de estas agrupaciones, que mayormente se niegan a ser llamadas iglesias. En cierto momento de nuestra conversación abrió su portafolios y saco de él algo envuelto en un paño lujoso. Al desenvolverlo me percaté de que el paño contenía una Biblia, con reverencia la tomó y besó su cubierta, antes de leerme un pasaje.
La sacralización de los objetos y personas, poniendo a ambos por encima del común de los demás hombres y mujeres, enfatizar que un fragmento de cierto material y/o un determinado (en el argot neocarismático) apóstol, salmista, siervo, varón es necesario para que se derrame el Espíritu, es simple y llanamente ir contra la enseñanza neotestamentaria del sacerdocio universal de los creyentes (
1 Pedro 2:9-10). En el pasaje se habla de una realidad interior (hecha posible mediante la obra de Cristo Jesús), que debe exteriorizarse para testimonio, en palabras y conducta, a los demás.
Lo exterior no es, como se lo dijo Jesús a unos fariseos y maestros de la ley, lo que corrompe (o bendice de manera instantánea) a los seres humanos. Lo que destruye a otros, y a nosotros mismos, lo que es bendición a otros, y a nosotros mismos, es lo que anida en nuestro corazón y después se convierte en acciones de uno u otro signo. Al respecto el capítulo 7 de Marcos,
versículos 1-23, es un ejemplo magistral del concepto que tenía Jesús acerca de la obsesión de los fariseos por los rituales exacerbados y la sacralidad de los objetos. Con su resurrección Jesús, entre muchas otras cosas, rasgó el velo del templo “de arriba abajo” (
Mateo 27:51), como señal de que con su sacrificio ese velo, antes íntegro, quedaba superado por su vida, muerte y victoria sobre la muerte.
Es un regreso al fariseísmo, o la construcción de un neo fariseísmo, la divinización de objetos y personas. En dicho proceso se pierde de vista lo más importante: que Cristo Jesús es la manifestación plena de Dios, y que ante tal grandeza nada es comparable ni necesario.
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