La terrena no ha podido responder a la presencia del Mesías Santo sino culpándolo y sacándolo fuera, desacralizando su persona, obra y discurso. El Estado y el Templo contra la cruz. [Como hay gente para todo, en la actualidad algunos quieren de nuevo reconstruir ese Estado y Templo sin la cruz.] Esa Jerusalén, también llamada “Egipto” y “Babilonia”, tiene que abrir las puertas para que salga, como siglos atrás en Egipto, el pueblo libre con su Libertador. Se opone, persigue, mata; pero es inútil, “las puertas del infierno no prevalecen”. La tumba que presentó como la imagen de su triunfo, ahora, abierta, es la puerta de su condenación y juicio. Condenación y juicio para el Estado y el Templo, para el rey, el escriba y el sacerdote, porque el Rey, Profeta y Sacerdote ha vencido: dio su vida y la tomó, ahora está para siempre con su pueblo, y su pueblo en él.
El pueblo del Mesías, el Cristo, los cristianos, no son llevados a una nueva tierra prometida. Se les ha prometido ser nuevos hombres, nueva creación, donde están. No necesitan una tierra especial para ser libres, lo son, con independencia de la tierra o costumbres en las que tengan que vivir.
Viven su ética en el mundo. No ha recibido leyes rituales, ni una. En el Nuevo Testamento no hay ni una sola regla litúrgica. Ni siquiera para celebrar el bautismo y la “santa cena”. Tenemos disposiciones para evitar abusos, pero no reglas rituales. ¡Libres hasta en eso!
Algunos, muchos, ven la nueva situación con gran disgusto. Prefieren la liturgia del Templo, diezmar el comino y la menta; no quieren una calle libre para caminar, sino una procesión. La ética cristiana, libre, en el mundo, pesa, requiere responsabilidad. Se prefiere el camino “más ligero” de las ordenanzas y formas rituales: “cumplir” con el rito, en vez de tener que decidir sobre cuestiones, libre, responsablemente, para cumplir así la ley bíblica. Que cada uno elija: pero la libertad sólo tiene el peso de la responsabilidad, es el “peso” de la vida, son una misma cosa; pero el ritual tiene el peso de las cadenas de la esclavitud, tiene la “suavidad” de la muerte. ¡Sólo los muertos elijen la muerte!
El pueblo del Mesías ha salido “fuera del campamento”, lleva su vituperio, está clavado en la cruz con su Señor, muerto, enterrado, resucitado. Pero no está solo. Le acompaña su pecaminosidad, su ignorancia, su condición humana. Tendrá problemas. Está, además, rodeado de falsos mesías, falsos cristos, falsos hermanos, falsos caminos de salvación, falsos espíritus. Tendrá problemas.
Una parte de ese pueblo, durante un poco de tiempo, como judío, vive en Jerusalén, participa de los ritos del Templo, “hasta que vean la ciudad rodeada de ejércitos”. Entonces huyen, salen, ni uno solo se pierde. Ya no hay Estado ni Templo: un Estado impresionante, un Imperio (vaya, todo un mapa) los liquida. Otra parte de ese pueblo, de toda raza, lengua o nación, vive durante mucho tiempo en medio de ese Imperio. Algunos son, incluso, ciudadanos de él. Tienen sus privilegios. Cada cristiano tiene su “ciudadanía” en el cielo, pero son también ciudadanos en la tierra. Bueno, realmente hay de todo. Unos son ciudadanos, otros ni eso, son esclavos o expatriados. No importa, todos tienen la misma salvación, por todos se ha pagado el mismo rescate, todos son “ovejas” de un solo rebaño (aunque haya variados “rediles”), todos tienen el mismo Pastor, todos son reyes y sacerdotes.
Caminemos con ese pueblo por la Historia, al menos, señalando algunos puntos, hasta encontrarnos [será, d. v., en el próximo artículo] en el tiempo de la Reforma Protestante, para ver cómo gestionan allí la realidad del Estado. Mientras tanto la historia se repite. Penoso, previsible. El pueblo quiere marcar él las reglas de la justicia, la verdad y su futuro. Su Dios, el Cristo, les vale como Salvador, pero sometido a su dictado. Un Señor para que “señoree” según el criterio de los nuevos señores. Lo peor es que ya no se rebelan contra Moisés y sus ordenanzas, que había recibido de Dios, y que fue ejemplo de fidelidad por “hacer todo como se le mandó”, sino contra quien dio las ordenanzas a Moisés, el Cristo. No va ahora con su pueblo en el símbolo, sino en su realidad: vive en medio de ellos. Pero el pueblo otra vez fabrica becerros de oro. Ya no necesitan sacerdotes, cada uno lo es para ofrecer sacrificios de alabanza a su Señor, pero ellos fabrican sacerdotes, santuarios, supersticiones de todo tipo. Y a eso llaman “el Dios que nos liberó”, el Cristo crucificado, un Cristo a merced del gusto y necesidad del pueblo.
No hemos ni siquiera salido de las páginas del Nuevo Testamento y ya tenemos tantos puntos que anotar: iglesias corrompidas y corruptoras, falsos pastores, cada uno buscando lo suyo propio, “no recibiendo a los hermanos”, “recibiendo a los que traen otra doctrina”, avisos de juicios del Señor, ¡y eso cuando estaban aún los apóstoles con sus señales y prodigios! Salimos de esas páginas y nos damos de lleno con el Imperio que antes incluso protegió a ese pueblo, pero ahora lo persigue como a enemigo político. Su proclama de que Cristo es el “Señor” supone un golpe al corazón mismo del Imperio. Muchos dan su vida fielmente, otros, con esa fidelidad, dan a los demás sus propias supersticiones: ya están gestándose los “santos”, los que tienen un mérito especial. Algunos de mente perturbada buscan el martirio como camino infalible a la salvación. Tanto fiel testimonio; tanta superstición; todo junto. Ya no se puede parar el proceso de corrupción. El propio Imperio toma al cristianismo como el soporte “político” de su supervivencia. El Imperio no cambia su naturaleza; el César es también Pontífice Máximo: lo que llamaríamos hoy “Iglesia” o “Estado”, en ese momento, desde siglos atrás, son una misma cosa. El “sacerdocio” y el “imperio” están en la misma mano. Con la aceptación (tolerancia) del cristianismo primero, y luego con su adopción como religión oficial, no cambia nada en el Imperio, pero sí en el cristianismo. Ahora será la “cristiandad”, un concepto pagano propio de asumir su condición imperial con una nueva expresión religiosa.
Se persigue a los que no siguen la “ortodoxia”. Se derrama sangre en nombre de la cristiandad. Agustín lo permite, Cipriano lo reclama. Ya camina el hombre de pecado, el hijo de perdición. El “testimonio” del cristianismo ya no es la palabra de perdón en la cruz, ahora es la espada, la coraza, la maza, el poder, los “signos imperiales”. Las supersticiones han suplantado a la Escritura. Es verdad que “el Señor se ha reservado” siempre un resto, también en este tiempo, pero Elías volvería a ver sólo apostasía. Ya ha nacido el papado, gatea, juguetea. Ha crecido. La corona y el altar (¡otra vez el altar! ¿Pero no hizo Cristo con una sola ofrenda una obra perfecta para siempre?), el poder del Templo y del Estado otra vez de la mano.
El poder y la fuerza unen, eso dicen; también separan. El Imperio se divide: Occidente, Oriente; también la “cristiandad”. Las invasiones rompen la “cáscara” del Imperio (ya no quedaba mucho más), pero dejan el corazón intacto en la presencia de lo que ya se anuncia como iglesia papal.
Tras un tiempo de caos y derribo de las fachadas, el papado se afirma como el nuevo imperio. [Si Pedro no pisó Roma, se lo coloca allí como obispo durante 25 años y solucionado. Si hace falta algún terreno, se le pide a Constantino que “done” lo que se necesite.] Se trata de una construcción mitad política, mitad religiosa. La corona y la tiara tienen un mismo cordón umbilical. Las ha engendrado un cristianismo corrompido. En otro terreno corrompido por el cristianismo ha surgido otro “imperio”, también con un mismo cordón entre “corona” y “sacerdocio”: el Islam. ¿Y los cristianos? ¿Y el rebaño del Pastor? Queda siempre una raíz, un resto escogido por gracia. Pero todo está muy mal. Casi ni se les ve. Tal como no se ve por ningún lado a Cristo, tampoco a su pueblo. Siempre es así (también hoy). [Cuando se ve a mucho pueblo “cristiano” y poco Cristo, mal asunto.] Los teólogos se dedican a justificar los intereses de sus señores. El papa tiene a los suyos, igual que los tiene la corona. ¿Quién debe tener supremacía? Es la historia de los intereses mezquinos de uno y otros. ¡Cuántos episodios de guerras abiertas entre la corona y la tiara!
Al final son la misma cosa, pero se pelean a menudo. Una Triple Corona (es el símbolo de la iglesia papal), dominio sobre la iglesia allí [que ellos digan dónde], aquí, y sobre todos los reyes de la tierra. Un Imperio con todos los ingredientes. Otro: el Sacro Romano (Germánico). A ver quien se sirve de quién. El Emperador tiene jurisdicción sobre el nombramiento de un papa. El papa tiene jurisdicción para poner o quitar Emperador. A ver quien le da la silla a los obispos. Y los diezmos, ¿para quién? Y el pueblo, otra vez, como ovejas que no tienen pastor. Hagamos una cruzada; suena bien y nos dará réditos. Además, unirá a la gente. Mejor, hagamos varias. ¿Hasta una de niños? Por ganancias que no quede, también una de niños. ¿Y el cristianismo? Lo han arruinado, está derribado, en su lugar han levantado catedrales y mezquitas. Bueno, realmente sigue intacto. Quien lo guarda no se duerme. Se levantará y levantará a su pueblo.
Mientras unos se pelean por quien deba portar las insignias; otros se dedican a su trabajo en el taller. Se ha redescubierto un espacio muy interesante: la ciudad. Se produce, se trabaja, se vende y se compra. El comercio. La transmisión de bienes, también culturales. Esas ciudades adquieren poder, limitado, pero poder. Algunas son verdaderas ciudades-estados. Componen leyes de convivencia. Eligen a sus gobernantes. Siguen bajo la corona o la tiara, pero empiezan a caminar por su cuenta. Buen asunto. Se ha descubierto un nuevo mundo. Han fabricado un mecanismo para imprimir. Buen asunto. Se renueva el estudio de la Escritura, hay quien propone que sea, al final, la autoridad suprema. Buen asunto. Discuten sobre la legalidad de un papa u otro, de un Emperador u otro. Eso es bueno, que discutan.
Si siguen así, un poco más y tendremos una Reforma Protestante. Allí nos vemos el próximo artículo.
Si quieres comentar o