Reviviendo la época en la que el Virrey de Toledo paseaba por sus calles, ahora desiertas. Los resquicios del esplendor de antaño aún asoman por sus balcones. Aquel empedrado que dio la bienvenida a infinidad de carros, hoy lucha contra el tiempo y la desidia.
Jacinto sale de su casa con los primeros rayos del alba. Aunque la temperatura es de varios grados bajo cero, en el cielo azul no hay un atisbo de nubes. En el altiplano casi parece que puede tocarlo. Pero
él mira al suelo y arrastra sus pies, cubiertos tan solo con abarcas. Aún le quedan diez kilómetros hasta la ladera del Cerro Rico. Allí les recogerá el camión, a él y a sus veinte compañeros, silenciosos y grises, para llevarles hasta la bocamina. Mientras camina, sus manos encalladas descansan en los bolsillos del abrigo viejo de su padre. El mismo camino, la misma vida. La rutina le pesa con una densidad aterradora. ¡Tantas veces deseó otra suerte! No quiere morir joven, como muchos de sus colegas. El mal de mina es un fantasma grotesco que poda a los mineros de cuarenta años, como si ya fueran ramas viejas. Él tiene veintidós.
Por fin subido en el camión, disfruta del viento en su rostro. Pero el fuerte olor a azufre siempre se empeña en sacarle de los pensamientos en los que permanece absorto.
- Hoy vamos a seguir una nueva vena. – Exclama el jefe.- Tendremos que doblar turno.
Nadie se queja, ni siquiera suspira. Todos bajan en silencio, uno a uno, con un orden pasmoso. El socavón húmedo les recibe con los brazos abiertos, peligroso pero dormido, como una serpiente al sol. Avanzan hasta la primera galería. Por delante, doce duras horas y un jornal miserable. Por delante, un futuro con tintes de inexorable. El jefe toca su hombro.
- Jacinto, te llama el Ingeniero Torres.
- ¿A mi? – Jamás habría esperado semejante requerimiento.
El ruido ensordecedor del molino de bocarte acaba con la conversación. Apretando en el bolsillo el pañuelo que un día le regaló Pamela, toma el kibble y sale a la superficie. Sus pulmones reviven, la aguda jaqueca que le martirizara momentos antes desaparece. ¡El milagro del aire puro!
El señor Torres, el único Ingeniero de la empresa, controla la escalonada de su mina esa semana.
- Pasa y siéntate.
Es un hombre orondo, con un gran bigote negro.
- Te llamas…-revisa unas hojas que yacen sobre su escritorio- Jacinto Mamani ¿Verdad?
- Así es, Ingeniero.
- Me han dicho que tú eres el único de tus compañeros que acabó el bachillerato.
- Bueno, si. Me costó bastante ¿sabe usted? Recién el año pasado acabé con las últimas asignaturas que me faltaban.
- Desde luego es encomiable. Lo normal es que abandonen en primaria.
No entiende aquella situación, a qué quiere llegar. Rara vez se dirigen a ellos de manera individual. Todos son uno, como una manada. Indígenas, mineros y pobres. Una cara del país que no sale en las postales. Y ahora aquel señor estudiado le ofrece asiento.
- ¿Me van a despedir? – Sin notarlo, comenzó a temblar.
- ¿Despedir? No, por favor, nada más lejos de mi intención. Verás, para hacerlo corto, necesito un ayudante y he pensado en ti. Comenzarías a estudiar algunas asignaturas básicas para lo que, por supuesto, te reduciríamos el horario. Piénsalo durante el fin de semana y el lunes a medio día me contestas.
Ya han pasado dos días y aún no tiene una solución. Quizás Pamela pueda disipar sus interrogantes. Ella es su único sueño. La espera inquieto, sentado en un banco de la Plaza del Gato. La misma en la que decapitaron a Mena y otros muchos independentistas; y donde ahora corazón está a punto de explotar.
- ¿Qué pasa, mi amor? – Pregunta Pamela aún de pie.
- Una duda enorme.
Le relata lo sucedido cogido de su mano. Ella acariciaba su dorso con el ceño fruncido.
- No entiendo ¿Por qué no habrías de aceptar?
- ¿Y si no puedo? ¿Y si no soy capaz? Siento que esto es demasiado para mí.
- Estoy harta de que te creas tan poco. Parece que eres tú eres tu peor enemigo.
Es lunes y amanece nublado, como el presagio de lo inevitable. Aunque toma la misma dirección, esta vez no sabe qué será de él. Mientras ascienden la ladera, piensa en Pamela. En sus dos largas trenzas negras, en su rostro moreno y su eterna sonrisa. La conoció vendiendo naranjas en el mercado, sentada sobre su pollera. Él jamás había reparado en las caseras de los puestos, pero Pamela era diferente. Ella se fijó en los libros que Jacinto llevaba bajo el brazo, y admiró el saber que se adivinaba en él.
Su amigo Mauricio aparece por la bocamina, está empapado y tirita. Seguramente madrugó para hacerse cargo de la bomba de Cornalles.
- ¿Por qué estás tan serio? – Le pregunta su amigo.
- Y tu ¿por qué tan mojado?- ambos ríen. Es agradable confiar en alguien.
- ¿Qué le dirás hoy al Ingeniero? – Mauricio se ha quitado el casco y le mira intrigado.
- No lo sé, ¿Tú qué le dirías?
- Le diría que nosotros no estamos hechos para estudiar sino para trabajar. Nuestra raza de bronce es la que ha sacado el país adelante, con sudor y sangre. Quieren engañarnos haciéndonos pensar que podemos ser iguales, para luego humillarnos. Durará un segundo Jacinto, y pronto te reemplazarán por otro ayudante, más blanco, más hijo de papá. Tú eres hijo de la mina y aquí debes vivir y morir. Siempre serviremos, tú, yo, Pamela. Es nuestro destino amigo, te guste o no.
Jacinto se sienta sobre el montón de ganga, la roca inútil. ¿Será él como esa roca? ¿O servirá para algo más? De repente alza la vista y ve Potosí a lo lejos, con sus tejados coloniales. Entonces se da cuenta de que siempre va con la vista baja y la cabeza agachada, como pidiendo perdón. La inseguridad está metida bajo su piel y no sabe cómo sacársela, cómo huir de él mismo. Piensa de nuevo en Pamela, su válvula de escape.
“Parece que tú eres tu peor enemigo” ¿Y si tiene razón? ¿Realmente puede y debe avanzar? Ama al Cerro Rico y a su tierra. Quedarse allí pero no estancarse. Quedarse allí y, a la vez, seguir adelante. Aunque ha trabajado desde los diez años, siempre pudo aprobar. Leía de noche, con una linterna bajo las sábanas para no despertar a sus padres que dormían en la misma habitación. Leía de noche, leía de día.
Casi automáticamente se pone de pie. ¡Ya basta! La autocompasión ha sido siempre su veneno y su droga. Ya basta. Camina confiado hacia el despacho del Ingeniero. No arrastra los pies, eleva la vista. Toca la puerta y pasa. Mira a los ojos al señor Torres, a los ojos.
- Buenos días muchacho.
- Buenos días Ingeniero. ¿Cuándo empezamos?
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