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Es que yo soy muy sincero

A la vista de lo muy usada que está esta frase, pareciera que muchos se han convertido a una nueva religión, la de la sinceridad.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 25 DE JUNIO DE 2011 22:00 h

La defienden a capa y espada parapetándose en ella cada vez que, de alguien, herido o maltratado por esa sinceridad, reciben alguna crítica. Tales autodefensas empiezan tal que así (y piense cada cual si alguna vez no se ha encontrado frente a un individuo que se expresa exactamente de esta manera): “Lo siento, es que yo soy muy sincero”.

A nada que uno rasque un poco en la superficie de la afirmación, descubre (o intuye, para ser del todo justos) que la primera parte es falsa. De hecho, no lo siente en absoluto.Si no, no lo haría a sabiendas del daño que causa. Temamos igualmente de aquellos que dicen “No te sientas mal, pero…” porque seguro que terminaremos sintiéndonos mal en breve. Pero en segundo lugar, y esto es lo más difícil de discernir casi siempre, a lo que el sincero se agarra como si de un clavo ardiendo se tratara, es un valor en términos generales, por lo que sabe que es difícil que alguien le vaya a rebatir diciéndole que no debería serlo. La sinceridad se convierte, en tales casos, en una espada de dos filos, que sirve tanto en la defensa como en el ataque personal, sí, pero que, además y sobre todo ha dejado de emplearse como valor para empezar a usarse como arma arrojadiza “disimulable” o “justificable” bajo un cierto prisma de bondad.

No seré yo quien se ponga en estas líneas a defender el uso de la mentira, acerca del cual ya he reflexionado ampliamente en otras ocasiones dejando, creo, bien clara mi postura al respecto. Pero sí creo que todo valor, incluyendo la sinceridad, que lo es sin duda, puede convertirse en un problema cuando la manera en que se utiliza es inadecuada.No son pocos los que han caído frecuente o sistemáticamente en este sentido, porque no olvidemos que algunas cosas no suelen ser malas o buenas en sí mismas, por su propia esencia, sino que dependen en mucho o en todo del uso que se haga de ellas. Eso incluye a los valores, principios que como sociedad o incluso como iglesia defendemos, pero de los cuales sabemos y nos consta que no siempre hacemos buena utilización. Principios que forman parte incluso, como es este el caso, de la manera en que Dios nos invita a que nos conduzcamos entre nosotros, pero que hemos tergiversado y amoldado a nuestra manera particular de entender las relaciones con los demás, véase, primando siempre nuestro propio beneficio.

A nivel social, por ejemplo, el ya tan comentado asunto de la tolerancia ha sido uno de esos valores mal entendidos. Lo que es en principio una virtud se desvirtúa, valga la repetición, para hacer uso partidista de la misma. Y es un gran engaño, porque se tacha de intolerante al que no piensa como uno y ese uno se ampara bajo la bandera de una pretendida tolerancia, perdiendo de vista que no hay mayor intolerancia que querer homogeneizar lo que no es “homogeneizable”.

El caso de la sinceridad es bastante parecido. Quien se ampara en ella a como dé lugar para justificar cada una de sus salidas de tono, es bastante consciente en la mayoría de las ocasiones que la sinceridad no es un valor que la mayor parte de personas vayan a atacar. Esto lo tenemos bien grabado a fuego: “La mentira es mala, ser sincero es bueno... ¿Quién va a criticarme o atacarme por el hecho de haber dicho la verdad?… Si dejo claro que yo lo he hecho bien, el que tiene el problema es el otro, que no sabe encajar la verdad, pero hay que ser sincero…” Aunque no seamos conscientes de verbalizar esto de manera tan obvia, si nos detenemos en considerar los argumentos que mueven a las personas a actuar así y cómo harían ellos para defender sus propias acciones, nos daremos cuenta de que no vamos muy desencaminados. Pero no han contado con todo o, al menos, no han contado toda la verdad sobre este asunto.

Cuando yo uso mi sinceridad para hacer daño, no se nos olvide, la cosa cambia bastante, porque ahí el valor que prima no es el de ser sincero, sino conseguir el propósito con el que lanzo el dardo de “mi verdad”, que no tiene que ser “la verdad” en términos absolutos.Nos escudamos en ese momento bajo un valor considerado positivo para disimular o difuminar nuestras malas intenciones o, en el mejor de los casos, nuestra falta de tacto y nuestro poco interés en invertir demasiados esfuerzos para revertir ese defecto. Porque ser sincero es algo muy bueno, sí, pero cuando lo despojamos de las demás virtudes que han de acompañarlo, se convierte en una forma de tiranía que se utiliza fácilmente como arma para todo y contra todos.

La Bibliaavisa ampliamente sobre estos peligros.No de balde quien nos ha creado es bien consciente de que, desde nuestra caída en el Edén, la lengua es una de nuestras áreas más peligrosas, no sólo para nosotros, sino principalmente hacia los que nos rodean. Cuando se habla de la lengua desde el texto bíblico no sólo se hace para preservar a las personas de la murmuración, sino de otros muchos males derivados del mismo órgano. La mentira es uno de ellos, sin duda, pero no el único. Porque tanto daño se puede hacer con una mentira como con una verdad falta de amor o de tacto.

En 2ª Juan 1:3, sólo por mencionar uno de los múltiples ejemplos en que se hace referencia a estas cosas, el apóstol se dirige a los creyentes, y no de balde, con un “Sea con vosotros gracia, misericordia y paz, de Dios Padre y del Señor Jesucristo, Hijo del Padre, en verdad y en amor”.Si en algo abundó el apóstol Juan y la enseñanza del Nuevo Testamento fue en el asunto del amor, pero no se abundó menos en el asunto de la verdad. Ambos son principios que caminan intrínsecamente unidos y por mucho que se insista en la necesidad de la verdad, ésta no suele aparecer sola, sino abundante y generosamente acompañada.

Lo de ser sincero, a secas, como valor absoluto, sin otro tipo de “aderezos” de los cuales se compone básicamente el fruto del Espíritu, no es más que una autojustificación barata para tratar a los demás como nos dé la gana.Si no, qué insistencia tan “absurda” la de Juan en que coincidan:
· gracia(una actitud que tiene que ver con una generosidad que el otro no necesariamente merece, que sobrepasa lo “justo” para llegar a lo “bueno”)
· misericordia(el tratar a otros con compasión, con entendimiento y comprensión profunda de su realidad)
· paz(en lo posible, estando a bien unos con otros, sin contienda ni enfrentamiento).

La verdad en amor a la que hemos de aspirar resulta bastante complicada, por no decir imposible, cuando no se tienen en cuenta estos tres elementos comentados.

¿Significa esto que siempre que la verdad no se encaja como nos gustaría el problema es de quien la emite, por no haber combinado la gracia, la misericordia y la paz? En ninguna manera. La prueba más tangible la tenemos en la propia Palabra de Dios, la Biblia, que actúa como espada de dos filos, que llega a lo más hondo de nosotros, y nos rompe y quebranta llevándonos a la convicción más dolorosa, la de nuestro propio pecado e incapacidad frente a Dios, pero lo hace desde la misericordia profunda de Él hacia el ser humano, desde la comprensión profunda de nuestra situación como criaturas y en un intento extremo por lograr la reconciliación con nosotros. La manera en que nosotros entendemos esa verdad es, sin embargo, una cuestión bien distinta. Pero precisamente porque tenemos la mayor y mejor referencia posible es que, entre nosotros, los que Le hemos conocido, menos que entre los no creyentes, ese argumento de “la sinceridad por encima de todo y de todos” no debiera tener cabida ni lugar.

La sinceridad no es un fin en sí mismo bajo cualquier circunstancia tal y como algunos pretenden venderlo, ni está reñida con los principios que hemos venido mencionando. La sinceridad ha de construir las relaciones, no destruirlas con alevosía. La verdad bien enfocada muestra una realidad con el fin de sanar algo, de enmendar una situación, de avanzar en el camino. Y si bien es cierto que, efectivamente, la verdad nos duele en ocasiones porque puede hacernos herida, ese dolor es uno que sana porque no trae consigo la infección de la actitud dañina de quien ha pretendido, con tal verdad, hacer brecha en el peor sentido posible. Nos duele mucho más, siempre, la mentira o la verdad dicha con intenciones dudosas, no de bien, sino de mal.

Seamos honestos con nosotros mismos y con los demás, entonces, para empezar a considerar que en muchas de las ocasiones, ni la sinceridad, ni la tolerancia, ni otros muchos valores preciosos han de ser usados como arma arrojadiza para el mal, sino para el bien.“El que sabe hacer lo bueno y no lo hace -dice Santiago- le es pecado” (4:17). El que dice amar a Dios a quien no ve, por otra parte, pero no ama a su hermano a quien ve (y la verdad en amor es una forma de mostrar ese afecto al que se nos llama), es mentiroso (1ªJuan 4:20). ¿Podemos, entonces, francamente, argumentar con este tipo de razones por una sinceridad que no tiene en cuenta a los demás, sino en la que prima, principalmente, lo que yo quiero, creo o considero que el otro debe saber, al margen de la manera en que haya de saberlo?

El ejercicio es simple y, a la vez, tremendamente complejo. Todos sin excepción estamos llamados a él: si a la par que estamos a punto de compartir una verdad somos capaces de aunar en ella gracia, misericordia y paz, tal como sugiere Juan, vayamos adelante y manifestémosla, combinando así la verdad con el amor. Si, por el contrario, somos conscientes de que en alguno de esos puntos nuestra verdad hace “aguas”, consideremos que, quizá, hayamos de pulirla, limarla, perfeccionarla, para la que tal verdad sea un bálsamo, si no a corto plazo porque el otro aún no pueda asumirla como terapéutica, al menos sí a medio término, una herramienta de curación que permita avanzar en la construcción y que no contribuya a la destrucción del edificio que entre todos componemos.

La reflexión no ha de ser, quizá, sólo y exclusivamente cuán sinceros somos, sino qué calidad de sinceridad ofrecemos a los que nos rodean. Como en tantas otras ocasiones en la vida, decidamos si elegimos o si, más bien, combinamos: ¿Cantidad de sinceridad o calidad en nuestra sinceridad? Difícil pregunta, difícil respuesta. Pero principalmente, obligada pregunta, obligada respuesta.
 

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