Las recorría pero sin verlas, en realidad, pues estaba demasiado concentrado en hallar enfoques idóneos. Como el cazador obvia la belleza del bosque por otear el cervatillo entre la espesura, así separaba Damián lo superfluo de lo aceptable, lo irrepetible, lo digno de ser retratado.
Subió por el Prado hacia San Francisco, donde decenas de personas vendían, miraban y esperaban. Un hombre con un carrito repleto de naranjas que era bañado por un haz de luz. Foto. Una pareja de novios, entrelazadas las manos, ajenos al tráfico y el revuelo. Foto. Una mujer indígena, absorta, con la mirada perdida mientras custodiaba su puesto de artesanías. Foto. Levantó la vista y soltó la cámara, acababa de hastiarse, súbitamente, de tanto gentío. Se dirigió hacia la calle Honda en busca de sosiego. Caía paulatinamente la tarde. Apuró sus pasos y torció a la izquierda, dos veces después a la derecha.
Qué distinto habría sido pasear por la ciudad sin la presión de la cámara al cuello, inerte pero ansiando ser utilizada, retorciéndose en su mecanismo interno para saciarse de verdad. Damián suspiró, le dolían los pies y hacía horas que no comía nada. Así era de descuidado, todos lo decían pero él no lo aceptaba, pues no se trataba de descuido sino de indiferencia ante las nimiedades del mundo. Jamás había tenido uno de esos televisores, no leía los periódicos ni escuchaba la radio. El único artilugio que había sido admitido en su destartalado piso había sido un tocadiscos en el que se deleitaba con algunos vinilos de segunda mano. Sentía que la sociedad le contaminaba y por eso la rehuía, rimándola con suciedad y mirando a un lado; rescatando los atisbos de originalidad y olvidando por completo todo lo demás.
De pronto no supo en qué calle se hallaba, aunque estaba seguro de que la Comercio no quedaría lejos. Un gato negro en la luz anaranjada del atardecer. Foto.
Paró para cambiar el objetivo y la vio, saliendo del edificio. Una mujer pelirroja y alta, de tacones vertiginosos y mirada triste. La mujer se detuvo un instante frente a un coche lujosísimo aparcado en la acera que Damián, por eso que otros llaman descuido, no había advertido.
El joven, esperó unos segundos y se parapetó con su cámara tras un puesto cerrado, no fuera a ser que su presencia alterase el aura de aquella mujer. Foto. La mirada aún más triste. Foto. Se abre la puerta del portal y ella se gira, en una especie de terror velado. Foto. Un hombre de traje gris y rictus grave aparece y le hace un gesto con la cabeza, sujetándola fuertemente del codo. Foto. Ella trata de resistirse, mira a su alrededor y, por un segundo, sus ojos y el objetivo oculto de Damián se cruzan. Pero ya es tarde, porque el hombre de traje gris le ha susurrado algo al oído. Una amenaza, no cabe duda. Y ella se deja arrastrar dentro del vehículo lujosísimo, que ahora sí es importante. Foto.
El vehículo se pierde en la noche incipiente. Damián queda estupefacto, sabe que el hombre no le ha visto, concentrado como estaba en doblegar la voluntad de la mujer. Pero quedó ella, sus ojos, su pelo y la mirada de auxilio, el temor intuido y los tacones contra el pavimento. Ella y su impronta en la cámara.
Damián volvió a su departamento, callejeando, algo desorientado y confuso. Tenía aquel talento desde hacía tanto que no era capaz de recordar cuándo empezó a exponer. Niño prodigio, joven promesa, genialidad innata. Le bastaba con dos exposiciones para vivir todo el año. Un par de libros de fotografía, reportajes en revistas extranjeras. No se preocupaba de nada más que de leer, salir de vez en cuando cámara en ristre y gozar de una vida que muchos envidiaban. Y es que él sabía de los recelos ocultos que despertaba entre los que le rodeaban. Siempre cuesta admitir que el talento innato supera, en muchas ocasiones, a la perseverancia y el estudio. Sobre todo en cuanto a arte e intuición se refiere. Un don inmerecido como el de Damián no se podía alcanzar solo a base de esfuerzo. Se tiene o no se tiene. Él sabía que podía pulirlo aún más, pero descansaba en la certeza de que era suyo y residía tan profundo en su ser que ni siquiera la apatía podría desterrarlo. Precisamente eso era lo que le convertía en objeto de envidias, eso y la despreocupación económica, las horas eternas dedicadas a la divagación y su desinterés por una cotidianidad que ahogaba a otros sin remedio. Ese halo inalcanzable de los artistas, que les vuelve insoportables y dignos de admiración al mismo tiempo.
***
Cinco días más tarde, su representante llamó a la puerta. Héctor sí vivía en esta realidad burda, sí sabía en qué día de la semana estaba y los trámites que aún quedaban por cumplir. Damián, en pijama aún a las doce de aquel martes, le abrió la puerta con desgana.
-Pasa.
-Vaya, veo que te alegras de verme.- Ironizó Héctor.
-Estoy revelando.- Respondió, dándole la espalda y perdiéndose en el pasillo.
Entonces el representante supo que había escogido mal momento. Cuando Damián revelaba en su cuarto oscuro, se le crispaban los nervios ante aquellas instantáneas que, a sus ojos, no reflejaban el espíritu por el que habían sido capturadas. Lo que para críticos y compradores eran obras de arte puro, para Damián resultaban pedazos de excrementos ajenos.
-¡Qué asco!- Gritó el fotógrafo tras un estrépito.- ¡Maldita nube! ¡Malditos todos!
Héctor no intervino. Parsimoniosamente entró en la cocina y trató de hallar una taza limpia para servirse un café. Imposible. Estaba harto de insistir en mandarle una muchacha para que le ayudara en la limpieza de aquella cueva bohemia infestada de polvo. Pero Damián se resistía, no quería ser invadido en la privacidad de su orden de las cosas, orden que solo él entendía y que no estaba dispuesto a explicar. Finalmente, Héctor se tomó tres cafés en un vaso de plástico y vio salir a Damián con media sonrisa.
-¿Mejor, genio?- Preguntó condescendiente.
-Escogí veinte de cien, de las cuales he descartado quince.
-Seguro que por las cinco que quedan ha merecido la pena.- Héctor no paraba de sonreír.
Damián no respondió y se las dejó sobre la mesa central del salón, dirigiéndose a la cocina en un gesto de “júzgalo tú mismo”. Héctor repasó las fotografías, sencillamente maravillosas. Sólo Damián podía captar la esencia de todos en todo. Sin embargo, la última foto le dejó atónito.
-¿Qué te parecen?- Preguntó Damián apoyándose en el dintel de la puerta con una manzana en la mano.
-¿Cuándo hiciste esta foto?- Héctor palidecía por momentos.
-¡Ah, esa mujer pelirroja de aire nostálgico! Pues… creo que fue el viernes de la semana pasada.
-Está muerta.
-¿Muerta?- Damián volvió a lo real por un momento.
-Como lo oyes, no puedo creer que no la reconocieras…- Damián se encogió de hombros.- Se llama Rita van de Bruine y apareció en una cuneta de Río Abajo antes de ayer. Llevaba dos días muerta.
-¿Un accidente? – Inquirió Damián, tomando asiento de la impresión.- Iba montada en un coche …
-Dos tiros en la frente.
Ambos quedaron en silencio y dirigieron su mirada al mismo tiempo hacia la imagen revelada de la difunta. Aún parecía tan viva y tan bella…
-¿Tienes más fotos? – Preguntó Héctor temiéndose lo peor.
-Sí, las había desechado, pero ahí está el negativo. Aún puedo revelarlas.
Esperaron media hora como el que espera tras un parto, deseosos por conocer el resultado. A Héctor le atacaba una sudoración incontenible.
-Aquí están.- Damián las entregó con sumo cuidado.
-¿Sabes quién es este? – Inquirió Héctor señalando al hombre de traje gris.
-Ya sabes que nunca me han interesado estas cosas…
-¡El ministro de Interior!- Gritó exasperado su representante.- Por Dios Damián ¿tú sabes en qué te has metido?
-¿Yo? Yo solo hago fotos.
-Claro, como te crees por encima del bien y el mal…- Se contuvo y tragó saliva.- Te voy a explicar cómo están las cosas: Esa mujer, hija de unos aristócratas viejos y acabados, frecuentaba las altas esferas, sabía y oía cosas. Seguramente a día de hoy su casa estará desvalijada y toda huella borrada. Ayer mismo, el Ministro de Interior salió en unas declaraciones dando el pésame a los renombrados padres de la pobre Rita, y pidiendo disculpas por no haber asistido al funeral ya que, según él, se hallaba fuera el país en viaje oficial desde hacía una semana. Entonces ¿qué hace aquí cogiéndola del brazo? ¡Miente!
-¿La ha matado él?- Damián no salía de su estupefacción.
El edificio es un motel de citas de mala muerte. No sería la primera vez que un hombre poderoso se topa con una amante indiscreta y opta por callarle la boca.
Extrañamente, Damián no sabía qué contestar. Él, que con su elocuencia solía colmar todos los silencios, no hallaba las palabras.
-Hagamos una cosa.- Exclamó Héctor al fin.- Escúchame con atención, Damián, por Dios. No le cuentes esto a nadie y piénsalo. También lo podemos dejar pasar. Al fin y al cabo, ella ya está enterrada.
Y, dándole una palmadita en la espalda, salió del salón, dejando el sonar de la hoja de madera tras de sí.
***
Damián anduvo indispuesto casi una semana, con un sabor agridulce en la boca del estómago que regurgitaba por momentos. Algo parecido a una mala cena que no acaba de digerirse y se fermenta tortuosamente. No sabía cómo consumir el tiempo que se rehusaba a pasar: leía libros imposibles, meditaba en las noches de insomnio; pero no era capaz de sacársela de la cabeza. A ella, a la mujer pelirroja que posó sus ojos en él un instante. Si trataba de recordar las innumerables mujeres que habían retozado en su cama, se le perdía la cuenta y se le mezclaban las caras. Por supuesto, recordar los nombres era todo un imposible. Dos de ellas, tal vez… Sofía y Érika, pero sin mayor trascendencia. ¿Por qué entonces la mujer y sus tacones resonantes lo ocupaban todo? La noticia de su asesinato no había hecho más que acrecentar la desilusión ante una sociedad corrompida, reafirmándole en su papel de ermitaño y confirmando sus negros vaticinios.
La última noche de su calvario, cuando de nuevo el sueño se resistía a cerrarle los párpados, se tumbó boca arriba a la cama, vista al techo y angustiado. De pronto, recordó una escena que siempre había tenido almacenada en el compartimento de recuerdos encubiertos: Se vio a sí mismo, con ocho años, volviendo a casa después del colegio. Las mejillas llenas de lágrimas y una de aquellas congojas infantiles que parecían irremediables. Su padre, salía con el periódico bajo el brazo y se detuvo a su altura.
-¿Qué pasa hijo?- Le preguntó.
-Felipe Horrantia me ha pegado delante de todos.
-No sabes cómo lo siento. Trata de calmarte y dile a mamá que te dé una chocolatina.
Le revolvió el pelo en un gesto juguetón y se dispuso a irse. Pero Damián no se movía y le miraba defraudado.
-¡Papá!- Gritó cuando éste apenas hubo dado unos pasos. Su padre se giró.- ¿Y tú qué vas a hacer?
El fotógrafo se incorporó en la cama, sorprendido de que aquella escena aún le trajese dolor. Supo entonces que la mirada triste de la mujer pelirroja había estado preguntándole todo aquel tiempo: Damián ¿Y tú qué vas a hacer? Rindiéndose, reconoció en la penumbra que, aunque quisiera ignorar la bajeza del hombre, ésta iba a seguir ahí. Quizás aquella manía suya de evitar lo cotidiano era más fruto del miedo que de su sentimiento de superioridad. Si se mantenía lejos, no podrían hacerle daño. Aunque Rita van Bruine había irrumpido en su espacio de seguridad, truncándolo por completo. Encendió la lámpara, tomó papel y lápiz y relató los hechos.
***
Héctor se asomó al portal y miró a derecha e izquierda, oteando la calle en busca de depredadores, y exclamó:
-Todo despejado, vamos.
Damián le siguió, cual corderito, con dos sobres tamaño folio dentro de la mochila vieja. Caminaron hasta el edificio de correos y accedieron por los portones de cristal. La luz tenue del interior les cegó por un instante. No hablaban entre ellos y Héctor, de vez en vez, se giraba para controlar la retaguardia.
-¿Certificadas o normales? – Preguntó la mujer de la ventanilla.
-Normales, por favor.
Tres días después, en la mesa del despacho del Inspector Ramírez de homicidios, descansaba uno de aquellos sobres. Dentro, las fotografías de la noche de autos y la declaración de un testigo anónimo. Ramírez marcó rápidamente y dijo:
-Capitán, tiene que venir, esto es gordo.
-Casi al mismo tiempo, en el coche oficial, el secretario terminaba de presentarle el plan del día al ministro y le tendía la correspondencia.
-Tres son circulares oficiales. El sobre manila no tiene remitente.
El ministro asintió y rasgó el sobre, intrigado. Sus manos comenzaron a temblar cuando descubrió las fotos. Junto a ellas una nota: “Ya lo dice la canción: la vida te da sorpresas. Sorpresas te da la vida.”
El coche, lujosísimo, se detuvo en un semáforo en rojo.
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