No se puede generalizar en cuanto a la degradación del pensamiento y de los valores, pero sí resulta evidente que se propende a lo endeble, a lo deslavazado, al poquísimo esfuerzo. Se tiende a vivir de apariencias y de falsos afectos. El egoísmo se ha enraizado hasta extremos impensables, especialmente en sociedades que se dicen cristianas o que tienen un sedimento histórico con valores derivados del cristianismo. Se camina a ciegas, sin fomentar el altruismo o la genuina generosidad. Poco o nada conmueve a los astutos que han ido trocando las reglas de juego para convertir a la mayoría en seres activos o pasivos de una farsa que, ahora, está explotando. La omisión de la sapiencia y la sumisión o complicidad silenciosa, deja entrever un oscuro camino por delante para la humanidad.
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La poesía, como el arte, no sólo debe tratar de fulgores opulentos, de arrobos u hondas sensaciones propias del romanticismo. Tal faceta es buena y resulta aconsejable considerarla. Pero la poesía bien puede (y debe) dar testimonio de miserias acumuladas, de niños famélicos, de estulticias de los poderosos, etcétera, etcétera. Pero lo que no puede pretender es hacerlo con palabras-cemento propias de panfletos de la peor laya. Textos así lo que hacen es atropellar no sólo a la Poesía sino a las buenas causas que se querían denunciar.
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Si hay descompromiso, en cualquier faceta de la vida, es previsible esperar que algunas zarpas nos serán clavadas con manifiesta impunidad. El individualismo irredento conduce hacia un egoísmo que daña lo más sensible del hombre, esa pequeña parcela de altruismo y de querer compartir algo con el que menos tiene. Estas manifestaciones se han dado en todos los tiempos, pero la tendencia actual las acentúa más. Pocos son los que asumen responsabilidades y muchos quienes prefieren derivar en otros ése cometido. Así, si hay errores, se creen exentos de culpa.
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Siempre he ido a contracorriente de las modas poéticas. Si lo social o lo cristiano está ‘mal’ visto, pues conviene retornar a sus orígenes, para ver si la impronta que uno marca no la hace desmayar en el río reseco de quienes tanto manosearon, puerilmente, tales temas.
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Estimo que la palabra escrita es un bastón importante para transmitir lo sentido o imaginado, aunque siempre queda corta. Hay paisajes que ameritan la mudez y el olvido temporal del abecedario. Hay lugares que dicen tanto por sí mismos que, al traducirse a palabras, se constata una mengua de la belleza o de la devastación observada.
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El poema no puede ser un mero registro de anécdotas y sentimientos; tampoco un catálogo de buenas intenciones. El lenguaje poético no se disfraza de belleza por conveniencia ni por atragantarse de aplausos. Debe aflorar desde las esquinas de su soledad para exponer, ya desnudos, los tendones de su pasión civil o numinosa. La Poesía no será nunca una barragana de quienes se columpian en sus hipos y pretenden ser altos dignatarios del oficio.
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La poesía es nidal de redenciones. El voltaje de la Palabra poética rescata en todos los estratos arrimados a su alquimia interior. Tratándose de seres que sufren, alertamente la poesía primero es bálsamo contra lamentos y desasosiegos; después se clava en el espíritu del derrotado, le comparte su pudor para, finalmente, llevarle a la intemperie donde las culpas ya fueron cribadas.
Claro, para que esto suceda hay que tener fe en la Poesía, y pocos son los que realmente la tienen. Hay algunos que aparentan ser sus seguidores, pero la traicionan al menor descuido. Sólo quienes tienen suficiente fe, sirviendo en lugar de ser servidos, resultan redimidos y pueden aposentarse fuera del muladar. Cierto que hay casos de seres que, sin ser creyentes, respetan el misterio de la poesía. En estos casos puede aflorar la gracia, pero sin la certeza anterior.
Y si el Amor es lo que mejor redime, qué decir de la Poesía, que pare a todos sus criaturas bajo el signo del amor (o el desamor).
Lo dicho para la fe poética es extensible a la fe cristiana. Por eso nuestra Deidad habla en parábola; por eso nuestros profetas fueron trasmisores de una savia poética que viene del Verbo y, por los auténticos creyentes, vuelve a Él.
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