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Sobre el gozo y otros placeres

La palabra “gozo” es una con la que los creyentes estamos muy familiarizados.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 18 DE JUNIO DE 2011 22:00 h

En la Biblia se menciona con abundancia, se ha ce una constante llamada a ella, particularmente a los que disfrutan, justamente, de la salvación en Cristo. Sin embargo, todo lo que envuelve a esta preciosa palabra es un mar de paradojas.

Por una parte, para los que no están en contacto habitual con el texto bíblico es, probablemente, un término anticuado, casi no se entiende. Pertenece casi al “castellano antiguo” y no es un vocablo de uso común. Demasiado poético o, incluso, demasiado bonito para ser verdad, piensan. Entre los creyentes, por el contrario, es una palabra que se ha usado hasta la extenuación, se ha alargado, estirado e incluso impuesto hasta convertirla casi en manida, perdiendo su significado de tanto malemplearla y siendo una auténtica incógnita para tantos, a pesar de que la usen una y otra vez. La cuestión es… ¿qué es para nosotros el gozo? ¿Qué podemos esperar de ese gozo? ¿Es nuestra expectativa razonable al respecto o nos hemos creado un concepto de gozo a nuestra medida, a la medida de lo que nuestra mente puede abarcar?

Para muchos, y hablo particularmente de los creyentes, la palabra gozo es “una cosa” que hay que sentir de forma casi mágica por el hecho de ser creyentes. Lo reducen a la simple y pura alegría que conocemos en los momentos más felices de nuestra vida y lo convierten, entonces, sin darse apenas cuenta, en un asunto absolutamente superficial más dependiente de nuestras emociones que del significado real y profundo que el concepto tiene. Nuestras emociones, lo sabemos, nos juegan malas pasadas. Podemos levantarnos con un sol brillante como estado emocional y acostarnos tronando. Es más, pasamos de frío a calor en cuestión de segundos si la situación lo requiere o lo permite y nos hacemos, con tal mutación, absolutamente volubles, cambiantes en función del viento que sople en el momento particular.

La alegría es una emoción que tenemos ampliamente sobrevalorada. Creemos que es estar contentos, lo disfrutamos, hacemos lo posible por perpetuarlo, pero eso siempre va asociado a tremendas frustraciones porque la vida es preciosa, pero duele. La alegría no nos dura siempre. Eso lo sabemos en teoría, pero en el ámbito práctico nos sorprende una y otra vez cómo se nos escapa de las manos. Es como si nos fallara la memoria, como si algún resorte inconsciente, incomprensible, nos impeliera a olvidar lo que no nos interesa recordar, que los momentos de felicidad completa son escasos, que tal como vienen se van y que son como el agua que se intenta retener apretando fuertemente el puño: cuanto más aprietas, más se escapa. Somos en cierto sentido como el enfermo de Alzheimer que sufre una y otra vez con una mala noticia simplemente porque la ha olvidado. La conocía, sufrió la emoción asociada a ella, lloró incluso, pero vuelve a pasar por el duelo de la pérdida una y otra vez porque no había asumido la realidad que implicaba.

El gozo, sin embargo, es algo diferente. Claro que tiene en común con la alegría su signo positivo, pero es mucho más que esto. El concepto de gozo tiene una profundidad para nosotros que sobrepasa con mucho lo puramente circunstancial. La alegría, sin embargo, depende muy estrechamente de las circunstancias, por eso es tan etérea. Nos gustaría que fuera distinto, pero así no funcionan las cosas. El gozo, sin embargo, disfruta de las circunstancias, va acompañando a la alegría y al disfrute, al placer y al entusiasmo cuando las circunstancias son propicias, pero no se limita a éstas, sino que las trasciende con mucho.

El gozo es capaz de estar presente cuando las circunstancias no acompañan, al menos aparentemente. Este tipo de experiencia es mucho más cercano al concepto bíblico que el placer puro y duro al que se aspira desde las filas humanas. Limitamos las posibilidades del gozo a lo que nuestra mente finita puede abarcar y nos resulta prácticamente incomprensible que pueda haber gozo en una situación en que las circunstancias son adversas. Pero volvemos a confundirnos. No hay alegría, no hay risa ni carcajada, pero puede haber convicción de esperanza, fe, contentamiento, aceptación de una voluntad que está por encima de la nuestra y principalmente la certeza de que estamos sujetos a promesas que trascienden con mucho lo circunstancial.

Pensar que el gozo es simplemente alegría nos llena en muchas ocasiones de una terrible frustración a aquellos que estamos llamados a vivir una vida en victoria (otro de los conceptos mal entendidos). ¿Cómo se vive una vida de victoria si esa victoria ha de ser sinónimo de alegría irrefrenable? Para algunos esa vida victoriosa ha consistido en una falacia, en un gran esfuerzo de cara a fuera, pero que ha tenido poca o ninguna base sólida de fondo. Pretendiendo ayudar al testimonio mostrando que somos diferentes, hemos transmitido hacia fuera una imagen que no es realista y que, por tanto, nadie se cree. Algunas de esas manifestaciones han llegado a ser incluso esperpénticas, transmitiendo más bien una sensación de irracionalidad, indolencia o ausencia de respuesta ante la realidad que nos rodea. Pero este no es el gozo al que se nos llama. No se nos invita a intentar convencer a otros de lo contentos que estamos o de lo victoriosos que nos sentimos, sino que se nos llama a gozarnos y a vivir en victoria, que son cosas bien distintas.

Cuando medito en estas cosas, viene a mi mente la imagen de los cristianos en el circo romano, tantos que dieron sus vidas en un entorno que les era absolutamente hostil y que nos llaman una y otra vez a considerar las dificultades de ser cristiano en un mundo que no reconoce a Cristo, pero que además y principalmente lo rechaza y persigue a quienes se declaran Sus discípulos. Me cuesta imaginarme a los cristianos del primer siglo en una tesitura tal muriéndose de risa, sintiéndose alegres o contentos de sus circunstancias o haciendo esperpentos intentando convencer a alguien de lo victoriosos que se sentían. Pero si algo nos alienta de sus historias y su vivencia terrible era que incluso en medio de la desgracia de ser desgarrados y despedazados por las fieras, vivían en el gozo de saber que estaban a las puertas de reunirse con Su Señor, con el que había sufrido antes que ellos por rescatarles de su pecado y cuya victoria era, también su victoria.

Afrontar su situación no significaba, en ningún caso, negar la realidad diciendo “no pasa nada” o “las fieras no existen”. Eso hubiera sido, a todas luces, una reverenda estupidez. Pero entendían que su gozo, aunque difícilmente expresable aquí en términos de alegría, trascendía sus circunstancias siendo capaces de tener la convicción (que no sólo el sentimiento, que por ahí es por donde malentendemos el concepto, principalmente) de que su vida era una vida de victoria porque Otro había vencido por ellos. Los cánticos que alzaban en esos momentos terribles no eran signos de alegría, sino de convicción profunda de saber que si el Señor les llamaba a atravesar un momento terrible como el que les esperaba era por una causa mucho mayor que ellos mismos o su bienestar. Tenía que ver con el privilegio de mostrar a otros el poder de Cristo en la dificultad y con ser testimonio a otros del mensaje del Evangelio. Lo que sentían era, sin duda, miedo, una emoción incompatible con la alegría que algunos identifican con el gozo, pero que poco tiene que ver, en ocasiones, con éste. El gozo era lo que les permitía seguir adelante sin desplomarse, la esperanza que les sostenía era la de que, si Cristo había resucitado en primer lugar, habiendo padecido lo indecible, ellos también resucitarían con Él para poder vivir el gozo con mayúsculas y la victoria en términos absolutos.

Vivir en victoria tiene que ver con una existencia que se sostiene en la victoria de Otro que la ha ganado por nosotros, no en hacer ver a otros que somos victoriosos. Si vivimos en victoria, en los méritos de Cristo y en la esperanza de la vida que Él nos ha prometido, no nos quepa duda de que nuestras vidas destilarán también de esto mismo, al margen de los esfuerzos conscientes que hagamos por hacerlo visible.

Lo que se ve, se ve y lo que es, es. El gozo de la vida cristiana es una experiencia profunda, no sólo un sentimiento. La victoria en Cristo es una realidad, no sólo un esfuerzo por alcanzar ese sentimiento. Lo que es (y el gozo o la vida victoriosa son realidades que componen la esencia de la vida cristiana) existe al margen de que lo percibamos o incluso de que en ocasiones sepamos transmitirlo a otros. Las dificultades que vivimos y tenemos en esta tierra no deben hacer tambalear nuestros cimientos, que son firmes porque descansan sobre la Roca, que es Cristo. Pero lo que nos sostiene, el gozo y la victoria que hay en Cristo Jesús, no es comparable a ningún otro placer conseguible en este mundo. Su profundidad es inmensurable, su complejidad no es reductible a otros placeres más superficiales y, sí, nos cuesta comprenderlos y abordarlos con nuestra mente limitada, pero no les restemos valor y contenido reduciéndolos a lo que podemos abarcar, sino asumamos que la comprensión que tenemos de ellos mientras estemos sujetos a este cuerpo mortal es tan limitada como la mente con la que intentamos abordarla. Confundir y simplificar los conceptos nos resta credibilidad en nuestro testimonio, pero principalmente le quita dignidad al gozo y a la victoria a la que somos llamados, que son mucho más de lo que somos capaces de sentir, entender o poner en marcha en nuestra vida aquí.

No prescindamos, en definitiva, de un “Sé que esto es mucho más de lo que entiendo” por un enfoque superficial, minimalista o un simple “Si no lo comprendo, no existe”.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Xabier
21/06/2011
18:44 h
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Excelente artículo, le felicito y se lo agradezco. Frente a tanto libro de autoayuda que no sirven para nada 'porque la vida duele' que oportuna resulta su refelexión. Un saludo.
 



 
 
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