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Mi Biblia mental

Cuando era pequeña a veces tenía una pesadilla extraña.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 04 DE JUNIO DE 2011 22:00 h

Bajo una luz anaranjada, nada tranquilizadora, empezaba a pasar las páginas de mi Biblia y al llegar al final veía cómo después de Apocalipsis se llenaba de libros apócrifos.No me sonaban sus nombres, y sus textos eran obtusos, enrevesados y crípticos. Algunos eran obscenamente modernos, libros de los que no había escuchado hablar jamás, pero como estaban en esa Biblia yo me sentía obligada a reverenciarlos. No sé cómo explicar la angustia que me provocaba aquel sueño. Tanto que a veces, por la mañana, me daba miedo ojear las últimas páginas de aquella Biblia mía de tapa dura de color negro no fuera a ser que se le hubiese colado un Evangelio según Ester o una Carta de Filemón a los Macabeos.

Creo que aquello era parte de mi fobia irracional a todo lo católico. No era odio, sino indefensión: tuve el privilegio de criarme enteramente en una cultura protestante y para mí entrar en una iglesia católica era algo casi sacrílego. Casi como dar un paso al frente y asomarte a la puerta del infierno.

Supongo que una de las razones secretas por las que me decanté a estudiar hebreo fue para quitarme aquel sinsabor misterioso de la Biblia del paladar. Los misterios que yo temía eran proyecciones de mi desconocimiento, de mi miedo a que alguien no me hubiese dicho toda la verdad. Nunca me gustaron las sorpresas.

Con los años mi relación con la Biblia fue cambiando.Cuando cumplí seis años, nada más empezar a leer y escribir, mis abuelos me regalaron aquella Biblia de tapas duras y negras. Yo quería imitar a los mayores y leerla, pero no entendía nada. El único pasaje que conocía y que sabía buscar yo sola (porque tenía la Biblia con el canto viciado por esa página, y se abría sola) era Mateo 6, el de Jesús y la oración. No sé cuánto tiempo pasó, quizá un par de años, en que lo único que leía era ese pasaje una y otra vez. Y lo reconocía, porque en mi época nuestra profesora del colegio (público) nos hacía ponernos en pie cada mañana para recitar el Dios te salve, María o el Padre Nuestro. Yo tenía la libertad de no recitarlo porque conocían a mis padres protestantes, pero aun así nuestra profesora nos decía que debíamos ponernos en pie con el resto de la clase en señal de respeto. Y así, todas las mañanas, nada más llegar, bajábamos nuestras sillas y mi amigo Josué, testigo de Jehová, y yo, nos quedábamos en respetuoso silencio de pie junto a los demás que recitaban el sortilegio. No solamente me aprendí la retahíla de tanto escucharla con los años, sino que además aprecié muchísimo la enseñanza: el respeto a los demás es más importante que nuestras creencias, y además no cuesta nada quedarse de pie un par de minutos.

La cuestión es que el Padre Nuestro que yo me conocía de memoria no cuadraba del todo con ese único pasaje que leía en mi Biblia. Y no solamente eso. Leía en mi Biblia cosas como ésta: «Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos» (Mt 6:7). Y me quedaba sorprendida y pensativa a mis seis años cada vez que lo leía, empezando a pensar por primera vez que había quienes aparentaban ser muy piadosos pero inventándose sus propias reglas.

No sé cómo ocurrió que aprendí a buscar otros pasajes. Supongo que para entonces ya debía tener ocho o nueve años. En la Escuela Dominical nos enseñaron de memoria los libros de la Biblia. Tardaba cientos de años en encontrar el pasaje que nos pedían que leyésemos en el culto, pero me esforzaba. El Nuevo Testamento me fascinaba porque sus libros no se parecían en nada a los del Antiguo, solemnes y largos. El libro de Judas me daba pavor por su pequeñez. Creía sinceramente que alguien había hecho una broma con el libro de Filemón. Apocalipsis debía estar escrito por un chino. Yo escuchaba y analizaba lo que decían los mayores e iba formando mis propias ideas. Fue en aquella época cuando la imaginería bíblica (Noé, Moisés, Abraham y su gente) dejó de tener secretos para mí, algo que agradecí mucho años después en Historia del Arte.

Cuando tenía trece años mis padres me regalaron una Biblia nueva: una preciosa, con los cantos dorados y una de esas concordancias de las antiguas, por palabras, donde estaba absolutamente todo. Pasé mucho tiempo curioseando e investigando en aquella concordancia que me parecía mágica y misteriosa. Algo del miedo se me fue, porque allí estaba todo a la vista: condensado, resumido, asociado. Aprendí a buscar el versículo donde salía mi nombre, pero aún así mi Biblia mental seguía teniendo claroscuros demasiado siniestros. Diez años después, un domingo por la mañana, mi marido buscaba con prisa una Biblia cualquiera en las estanterías de nuestra casa porque no encontraba la suya y cogió ésta. Y se la quedó. En el Rastro, un viernes de Semana Santa, se compró una funda de cuero para libros que parecía hecha a la medida de la Biblia de cantos dorados. Ahí sigue, sobre su escritorio, con la funda verde gastada por los años y el uso y la dedicatoria de mis padres del 20 de abril de 1996. Y a mí me encanta que ahora sea suya.

Por supuesto, yo tuve una Biblia de las de tela vaquera y bolsillo para la ofrenda. Era una chica moderna.Aquella llegó tres años después, en los Reyes de 1999. Aquella fue la Biblia de la época en la que la leía a veces buscando instrucciones y a veces buscando sencillamente frases bonitas para subrayar. De aquel entonces conservo la manía de tener siempre un lápiz entre sus páginas. Leía a menudo, pero siempre lo mismo. No quería aventurarme más allá de los límites conocidos y seguros. Todo lo que había entre medias —las historias, las batallas, las listas de nombres— me resultaba prescindible. Tenía listas con citas y a ellas acudía, ignorando contextos, alimentándome de sucedáneos de los que decían otros, sin atreverme a entrar allí yo misma y a observar.

Supongo que hay mucha gente que sigue leyendo la Biblia así. Gente que, con toda su buena intención, sigue viendo la Biblia como un manual de instrucciones. Pero más allá de Éxodo 20 y de Mateo 6, no es fácil encontrar sencillas instrucciones entre sus páginas. No hay mucho “haz esto” o “no hagas aquello”. De eso me empecé a dar cuenta con el tiempo. Durante aquella época de mi Biblia vaquera mi idea de la Biblia era casi como un catálogo rosa de buen rollo y amor. Era más como una declaración de intenciones de los hippies de California, y no esperaba otra cosa de ella. La Biblia y yo nos llevábamos bien: yo omitía los trozos aburridos y ella me ofrecía mantras que repetir en momentos de tensión. Parecía una buena relación.

Hasta que todo cambió por culpa de James Cameron.

Aquella fue la última Biblia que me regalaron. No, no es verdad: la que tengo hoy en día también me la regalaron, pero no fue nada especial, se la regalaban a todo el mundo que pasaba por la puerta del Congreso Evangélico de Barcelona. Es más, tengo dos. Pero a partir de la vaquera yo fui la que compré el resto de mis Biblias cotidianas. Recuerdo que siempre que ha habido un cambio significativo ha habido un cambio de Biblia, consciente o no. Recuerdo una de las primeras conversaciones por SMS con el que ahora es mi marido: le hablaba de que no me habían regalado la Biblia que pedí para Navidades, y que iba de camino a comprármela. Cuanto menos, curioso. Entonces yo aún no lo sabía.

En cualquier caso, el año en que todo cambió habíamos ido a Málaga a una convención de jóvenes. Y allí había comprado una Biblia monísima, pequeña, casi diminuta, perfecta para domingos vagos o viajes ligeros. Volvíamos en autobús de línea y se nos presentó un atasco monumental a la altura de Despeñaperros, y el conductor decidió que era un buen momento, ya que el autocar iba lleno de chavales, de poner Titanic para distraer el ambiente. Y yo odiaba Titanic. Odiaba al Leonardo DiCaprio del que estaban locas mis compañeras de instituto, por el que se peleaban y hacían apuestas de quién había ido más veces al cine a verla (yo sé de quien fue quince veces en un mes). Odiaba la historia porque nunca he entendido los finales de película que no son felices. Y odiaba a James Cameron porque decidí no ver la película y por su culpa me quedé sin tema de conversación durante meses. Y ahí estaba yo, con Titanic enfrente de mis narices y encerrada en un autocar a trescientos kilómetros de mi casa, sin nada que hacer, sin sitio donde mirar porque caía la noche. Con los gritos de los ahogados taladrándome los oídos. Hay que ver lo que tardaban en morirse. Así que saqué la Biblia y empecé a ojearla. Y empecé a leer. Y entonces, creo que fue entonces, cuando todo cobró sentido.

El libro de Hechos se abrió ante mí como el relato de aventuras más apasionante de la historia. Me quedé embobada dentro de aquellas páginas de letra diminuta que casi parecían brillar ante mis ojos. Seguí el camino de Pablo, sus luchas, sus deseos, la gente con la que se cruzaba, y me quedé a la puertas, como todos, de saber qué ocurrió en Roma. Es un relato impresionantemente narrado. Después Apocalipsis apareció con una belleza deslumbrante, gloriosa, de oro y perlas. Como un cuadro vanguardista, un poema encriptado dentro de imágenes de metal engastado y luz. La gloria de Dios hecha palabras.

Ya no me importó Titanic nunca más. Aquella historia, a pesar de todos sus Oscars, no era comparable a la que yo tenía entre las manos, a aquel tesoro que las civilizaciones anteriores a la nuestra nos dejaron en herencia.

Aquel fue el día en que comprendí que la Biblia no se diferencia del resto de la literatura más que en su intención. Cualquier lector puede captar la intención del autor de entre las páginas de una novela o un relato, e incluso verlo detrás de un poema si consigue alcanzar ese estado último de su significado. Pero detrás de la intención de la Biblia hay una belleza vibrante que te emociona y te trastoca.La pasión de los protagonistas de Hechos es contagiosa. La belleza bruta y mortal de Apocalipsis es adictiva. No puedes evitar enamorarte de David tras los ojos de Mical. Todo es tremendamente simple a primera vista, pero si te alcanza lo hará como ninguna otra lectura lo podrá hacer jamás.

Ahora llevo unos meses leyendo la Biblia en una aplicación de mi móvil, por absurdo y moderno que parezca. Es pura practicidad. Lo tengo a mano todo el tiempo. Es fácil de usar, tiene muchas versiones y te ofrece planes de lectura y devocionales diarios. (Por si a alguien le interesa, aunque los textos están en inglés, se llama YouVersion y también tienen una página web: www.youversion.com).

No sabría explicar cuál es el papel de mi Biblia mental hoy en día. Después de cuatro años en la universidad aprendiendo su lengua y traduciéndola alcanzas a comprender que no es un libro perfecto, y eso lo hace, si cabe, más hermoso. Aprendes a valorar a los traductores, porque yo he intentado muchas veces leer el Nuevo Testamento en griego y siempre me quedo trabada en cuanto me encuentro un aoristo: no sé quién inventó el sistema verbal del griego, pero se merece una revisión mental. Quien haya aprendido a descifrar esos textos se merece un monumento. Y en mi casa hay decenas de versiones y casi una docena de diccionarios para entenderla. Estos últimos años aprendí que también se puede alabar a Dios por medio de la Filología, que es algo que solamente está reservado para los muy frikis: no todo el mundo puede ver la hermosura de la creación en una declinación verbal.

Mi Biblia mental de hoy en día sigue llena de claroscuros. En los últimos años han tomado importancia los viejos profetas, relegados a un rincón muy perdido de las iglesias, pero que están llenos de una poesía auténtica y de mensajes de un Dios por el que no pasan los años.Daniel tiene ahora el brillo dorado de las calles reservadas para la Nueva Jerusalén. He entendido los Salmos de venganza de David al llegar un momento en la vida en que te topas irremediablemente con personas que no se merecen otra cosa más que caer en el hoyo que ellos mismos han excavado (Salmo 7:15).
Todo lo que rodea a su concepción y su transmisión sigue lleno de benditos misterios, que ojalá tardemos otros tres mil años en investigar y averiguar.

Si me preguntan, me veré obligada a decir que el último misterio que veo detrás de la Biblia es uno que está relacionado con el día a día y que está ligado a mí misma de una forma muy íntima. Es que no puedo evitar pensar que en el fondo, la Biblia, está tan viva que parece respirar.
 

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COMENTARIOS

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Alfonso Chíncaro (Perú)
08/06/2011
07:05 h
3
 
Lo gracioso de lo que he llamado 'su homenaje a la biblia' (en realidad, no sé si esa fue su intención) es que empezó hablando de un sueño inquietante. Así es cuando Dios entra en la ecuación, la tormenta se convierte en silbido apacible. Toda la diferencia está en su presencia. Bendiciones.
 
Respondiendo a Alfonso Chíncaro (Perú)

Alfonso Chíncaro (Perú)
07/06/2011
10:11 h
2
 
Qué hermoso homenaje a la biblia, hna. Noa. Es verdad. A mi la biblia me ha enternecido, me ha hecho llorar, me ha hecho reir, me ha dado un miedo espantoso, me ha hecho sentir desdichado y dichoso, avergonzado y orgulloso. No es mas que pura vida hablando al corazón del creyente, a quien el Espíritu Santo ha convencido de la profundidad y de la eterna validez de esta palabra. Es un regalo. Un don, en definitiva.
 
Respondiendo a Alfonso Chíncaro (Perú)

mackem
05/06/2011
16:12 h
1
 
Vaya articulazo! Y qué auténtica la descripción, de cómo uno va descubriendo nueva vida en la Biblia, poco a poco, según crecemos. Es de Dios porque es Vida (con V mayúsucla), y porque a diferencia de todo el resto, nos habla más cuanto más la investigamos.
 



 
 
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