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Juana de Albret (3)
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J. de Albret, pasión feroz, coraje indomable

Estamos en el reino de Navarra en la primera mitad del siglo XVI.
REFORMA2 AUTOR Emilio Monjo Bellido 04 DE JUNIO DE 2011 22:00 h

Les propongo solo unas cuantas notas para apuntar a esta etapa sustancial de nuestra Historia, en su faceta política (que no excluye, claro está, a la religiosa). No se puede, sin ofender, pretender más que despertar el interés sobre la cuestión. Se está cambiando ahora, por diversos esfuerzos, la perspectiva de la Historia de España en esta primera mitad del XVI, en lo que respecta a la realidad religiosa, también, en consecuencia, a la realidad social y política. Queda mucho por hacer, pero ya caminamos. Y queda mucho por hacer porque se está abriendo camino donde desde siglos hemos tenido marcas, mapas y trazados equivocados (en muchos casos, interesadamente equivocados).

Pensar en el reino de Navarra en esta época, y luego acudir a su vertiente pirenaica de la Baja Navarra, es colocarnos en medio de todo un campo de batalla ideológico, con las posteriores consecuencias sociales, religiosas y políticas.

Si la cosa de sí misma es complicada, a eso hay que sumarle que es una historia que los jesuitas han tenido que escribir con su corazón, pues su fundador fue herido en la defensa de Pamplona en 1521, cuando los legítimos reyes intentaban reconquistar el reino que usurpó Fernando el Católico en 1512.

La “unidad” de España requería que ese trozo del mapa (un buen pellizco sin duda) no quedara fuera de las coronas de Castilla y Aragón. No hubo ninguna razón jurídica para su conquista, excepto el deseo de apropiación de unas tierras apetecidas por Fernando. Luego está la justificación para mantenerla en la corona unida. Hasta santos patronos fue necesario buscar, como aparecieron dos, cada uno con sus beneficiarios, al final se optó por hacerlos copatronos (Francisco de Javier y San Fermín). No tuvo problemas morales Fernando para la conquista (por algo es el “príncipe” de Maquiavelo), pero sí se presentaron ante la mirada de Carlos V, también de Felipe II, que en sus testamentos dejaron el tema por dilucidar para sus herederos.

Incluso tras nuestra Guerra Civil, el tradicionalista Tomás Domínguez de Arévalo (conde de Rodezno) [el primer ministro de Justicia de Franco, que, entre otras cosas, se encargó de firmar las penas de muerte, muchas, de derogar la legitimidad de los matrimonios civiles y de prohibir se inscribieran a los recién nacidos con nombres en euskera, etc.] titulaba su discurso de entrada en la Real Academia de la Historia: “Austrias y Albrets ante la incorporación de Navarra a Castilla” (1944).Aunque no se pudiera “arreglar” jurídica y moralmente el asunto, quedaba la legitimación fundamental en España: de ese modo la providencia libró a esas tierras de la “infección herética”.

La “infección herética” venía de antiguo, ya que esas tierras estaban a un puerto de cátaros y albigenses. Y ahora aparecen gentes que quieren libertades para pensar. Un peligro grave, sin duda. Que los reyes legítimos de Navarra son también la autoridad en esa tierra extraña del Bearne. Que por allí está esa Margarita que atiende y protege a herejes, y, además, escribe de teología. Y por no cortarla a tiempo, la infección es ahora una cepa peligrosísima: esa tal Juana de Albret, que se ha tomado la defensa de la religión cristiana reformada con una “pasión feroz” y “nada ni nadie la detiene”; que ha llegado a decir que “Dios la ha sacado de la idolatría y la ha introducido en la Iglesia”.

Infección imparable: ha establecido una academia en Orthez donde se enseñe la teología y humanidades; se ha atrevido a pedir que le envíen pastores, preferentemente que hablen la lengua del pueblo, desde Ginebra; ha impedido la jurisdicción sobre sus tierras de ese noble tribunal de la Inquisición. Se ha convertido en una mujer tan fanática que no ha doblado su rodilla ante el papa que la requiere para entregarla a ese tribunal. Su fanatismo la ha llevado a reforzar ciudades y castillos, impidiendo que las saludables tropas con la bandera del Vaticano ocupen tierras y reinos.

Esa reina, el colmo de la infecta herejía, ha seguido los pasos de su padre. Ha mantenido y ampliado los documentos escritos para el gobierno de su pueblo. Eso tan incómodo para los que gobiernan con su sola voluntad. Ahora tienen que gobernar conforme a unas reglas, que todos conocen. Por si fuera poco, como quiere que todos conozcan la verdad, incluida las fuentes del gobierno, se le ha ocurrido traducir el texto sagrado a la lengua vernácula.

Pero sobre todo, la infección insoportable, que produce automática excomunión de la iglesia papal, es la pretensión diabólica de libertad de conciencia, libertad religiosa. Se trató de impedir por todos los medios un primer paso que se le ocurrió: hacer que en la localidad donde hubiere dos comunidades religiosas (papal o hugonota), cada una usara el templo de la localidad a horas diferentes. El templo era un local, pues, civil para que las comunidades religiosas celebrasen sus cultos.

Había que impedir esa infección. Si por tanto impedírselo ella luego se enfada y prohíbe la reunión a los que la quieren liquidar y eliminar de su reino la libertad religiosa, entonces la llamaremos intolerante y fanática. Realmente era tanta la infección herética que no se pudo atajar. Menos mal que se murió, si la envenenaron no importa. Pero la cepa infecciosa ya había producido el mal contagioso: su hija siguió los mismos pasos. Parece que a las dos les producía el mismo efecto su infecta herejía: la manía con la libertad de conciencia; la insoportable teoría de que a la sociedad civil la gobernaban los reyes y no los sacerdotes. Con tantas leyes en el Bearne, también su otro hijo, el rey Enrique, promulgó un Edicto de Tolerancia, que algunos consideran ejemplo de buen gobierno, pero que nosotros, luz de Trento, no podíamos menos de considerar lo que el Vaticano estimó: perversa infección, excomunión inmediata. Cuando asesinaron a ese rey, tedeum.

Hasta llegó esa reina a cuidar a los mendigos para que no estuvieran en la calle, pero con el contrapunto de que expulsó a los religiosos mendicantes. Si la providencia no nos libra de esas herejías, habríamos llegado a la conclusión de que el trabajo es honroso y la mendicidad buscada no es un mérito, sino un pecado. Estuvimos a un paso de incluso perder el purgatorio, donde tantos bienes podemos hacer y recibir.

Con esto solo quiero despertar el interés en esta parte de nuestra Historia. Hay gente que hoy la estudia desde perspectivas culturales y políticas. No olvidemos que Navarra y su historia en el XVI es una parte del conflicto entre Reforma y contrarreforma. Ente libertad y opresión de la conciencia.Y que solo con una “pasión feroz” podremos salir adelante en medio de la infecta herejía de la distorsión y manipulación de la Historia. Ahora podemos afirmar que la Providencia nos está librando de esa infección. Para el bien de España.
 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Alfonso
12/06/2011
22:27 h
1
 
Me parece inconcebible que Monjo Bellido piense de verdad que el proestantismo ha defendido la libertad de conciencia: Johan von Dollinger En la Historia no hay nada más incorrecto que aseverar que la Reforma Protestante fue un movimiento a favor de la libertad intelectual. La verdad es que fue todo lo contrario. Para los luteranos y calvinistas, es cierto, representó su libertad de conciencia, pero el concederles esto a los demás, es falso, no mientras ellos dominaran la escena. La eliminación completa de la Iglesia Católica y de todo lo que se les oponía en su camino fue considerado por los reformadores como algo perfectamente natural. (Grisar, VI, 268-269; Dollinger: Kirche und Kirche
 



 
 
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