Hija de Margarita de Navarra, nieta de Luisa de Saboya: esposa, madre, organizadora de la iglesia, mujer de su casa, mujer de Estado.
Si a Leonor de Roye era difícil encontrarla, Juana de Albret aparece en muchos apartados de la Historia de su tiempo. Sus 44 años de vida dieron para mucho, y su actuación en varias de las guerras civiles de Francia, así como su condición de madre del futuro rey Enrique, la colocan como figura obligada en la mirada del historiador. Su persona y trabajos están siendo recuperados e investigados. Hay bastante escrito en la actualidad sobre ella, aunque la biografía moderna de referencia sea de 1968, Nancy Lyman Roelker, “Queen of Navarre: Jeanne d’Albret, 1528-1572” (Cambridge: Harvard University Press).
Después de acercarnos a su hija Catalina de Borbón y a su concuñada Leonor de Roye, les propongo recordar algunas notas sobre esta mujer: la geografía política que le tocó vivir, su vida personal como mujer creyente en ese contexto, y su acción política para transformar esa geografía en una tierra prometida de libertades. Con la advertencia de que a estos tres nombres se le pueden añadir otros muchos de mujeres de la Reforma, y que
nunca se pretende con ello hacer una especie de proceso de santidad para subirlas a algún altar. Con sus aciertos y errores fueron ejemplo de fe cristiana.
La geografía donde vivió forma parte de nuestra propia Historia, por ser un asunto de España y por su relación con la reforma española.
La reina Juana de Albret amparó a nuestros reformadores, dispuso su colaboración para la impresión de la Biblia de Casiodoro de Reina, puso a Antonio del Corro como tutor de su hijo, y pensó un plan de acción para evangelizar España. Asunto de España, porque el reino de Navarra fue conquistado por las armas en 1512 y anexionado a la corona de Castilla. Fernando de Aragón, con el pretexto de una bula, bulo o burla, pero en cualquier caso con el beneplácito del papa guerrero Julio II, atacó el reino de Navarra, y sus legítimos soberanos, el padre de la reina Juana de Albret, tuvieron que abandonar con la corte Pamplona y refugiarse en la parte ulterior de los Pirineos, estableciendo su capital y el Consejo Soberano finalmente en Pau en 1520 (Baja Navarra). La “legitimidad” de esa conquista y anexión es la legitimidad que se le otorgue al “derecho internacional” de la iglesia papal para disponer por decreto que un rey o príncipe pierde tal condición en cuanto se oponga a sus intereses, y sus reinos quedan liberados del derecho de vasallaje de sus habitantes y a merced de cualquier súbdito del papa que lo tome por los armas. Fernando de Aragón, modelo del que Maquiavelo saca la figura de su “príncipe”, en base a esa “legitimidad” conquistó Navarra y, tras varios intentos de reconquista, al final quedó dividida por los Pirineos.
Mermado el territorio, mantenidas, sin embargo, sus leyes (no se aplicaba la Ley Sálica), el pequeño reino de Navarra (Baja Navarra) fue una pieza permanente de conflictos entre España y Francia; cada una procurando tenerlo como propio o tutelado. Incluso en un momento Juana es vista como el armazón que dejará el reino para España de forma definitiva, y la quieren casar con Felipe II. La oveja que milagrosamente había parido la vaca, en referencia burlesca de la corte hispana a la noticia del nacimiento de Juana, por las dos vacas pirenaicas del escudo de Bearne, ahora es vista incluso como solución. [Se cuenta que Antonio de Borbón dijo al nacer su hijo Enrique: “Este es el verdadero milagro, la oveja ha parido un león”; en cualquier caso, si la corte hispana prevé el futuro, la frase hubiera sido: ¡Cuidado, la vaca ha parido una leona!]
Esta era la geografía donde la reina Juana de Albret tiene que vivir su fe, y donde mantener su casa (además del reino, otros territorios, como el Bearne) frente a tres poderes mundiales: Francia, España y el Vaticano. La mantuvo como ejemplo (con todas las carencias que se quieran señalar) de estado moderno, anticipo de mucho de lo que luego será Europa como campo de libertades sociales.
El reino de Navarra y el vizcondado de Bearne conservaron la impronta de la reina tras su muerte. Su hijo, el rey Enrique, logra mantenerlos fuera de la pretensión de Francia de que su rey incorpora por ley al reino todos sus dominios. Con la colaboración de su hermana Catalina como regente, la herencia cultural y política de su madre se sostiene con solvencia (nunca dando por perdida la parte española del reino). Luego viene el fin. Si a la parte del sur de los Pirineos la destruyen con la legalidad de la iglesia papal, otro tanto va a ocurrir con la del norte. Tras el asesinato del rey Enrique, su hijo Luis XIII, educado como súbdito de Roma por Richelieu, con la “legitimidad” de la iglesia papal, al frente de un ejército, conquista el reino y el vizcondado, eliminando la “anomalía” de una sección de Francia donde se vivía la libertad política y religiosa. En 1620 el reino de Navarra es anexionado a la corona francesa. El rey conserva el título de Navarra, pero ya no hay reino. La tierra prometida de la reina Juana de Albret, es vomitada por su nieto.
Esa Navarra independiente y libre, que Shakespeare calificó como “asombro del mundo” (en su obra “Trabajos de amor perdidos “, 1594, localizada en Navarra), será, junto con el Bearne y otras zonas protestantes, la geografía donde se sufrirá una noche de San Bartolomé que dure un siglo.
Una geografía compleja y conflictiva, donde se libran incluso varias guerras civiles. En ese terreno surge y se afirma la fe cristiana.
Esa fe que Juana de Albret, al poco de nacer su hijo Enrique, ya consideraba que debería por fidelidad vivir en esos momentos en la expresión protestante, y que luego reconocerá públicamente en la navidad de 1560. Fe que no solo busca como algo personal, sino también para sus hijos y sus territorios. Siempre por un camino recio y duro. Perseguida, traicionada. Traición que le viene de donde más le duele: su propio marido, al que tiene que soportar ver cómo suelta la bandera hugonote para abrazar la corte, y a las cortesanas, de París.
Perseguida, despreciada y amenazada por su marido, tiene que afirmase como esposa y como madre. Es decir, confiesa su religión protestante ante el rechazo y persecución de su propio marido. Por eso cuando escribía o hablaba, todos sabían que no había floridos protocolos, sino la verdad de los hechos y los propósitos. “Estamos dispuestos a morir todos nosotros antes que abandonar a nuestro Dios y a nuestra religión [Ese término no es ceremonial; en Francia se conocía a los hugonotes como “la Religión”], la cual no podemos mantener sin que se permita su adoración pública, igual que no puede vivir el cuerpo humano sin agua o comida”. Esto no era retórica, y sus enemigos lo sabían; también sus amigos, por eso las iglesias protestantes consideraban sus manos como las de una madre cuidadosa. Manos fuertes, poderosas, pero por el ideal que las mueven, pues en lo físico estaban cada vez más debilitadas, hasta que al final ya no pueden ni sostener su Biblia donde leer sus pasajes de consuelo (los
capítulos 14 al 18 del evangelio de Juan y, especialmente, el
Salmo 31).
De ella se dice que la persecución, en lugar de rendirla, le daba ocasión de ser más fuerte en la defensa de la fe que había adoptado y confesado por su propia decisión. “Para lograr libertad de conciencia para todos, estoy dispuesta a la buena batalla y a no regatear esfuerzos. La causa es tan santa y sagrada que yo creo que Dios me fortalecerá con su poder”. “Porque es ya el tiempo de salir de Egipto, atravesar el Mar Rojo, y rescatar a la Iglesia de Cristo de en medio de las ruinas del trono de toda soberbia, la inmoral Babilonia”.
[Con su marido todavía vivo] “Afirmo el poder que Dios me ha dado sobre mis súbditos, que en un tiempo cedí a mi marido, en consideración de la obediencia que Dios manda que la esposa tenga al esposo. Pero cuando percibí que por esta concesión la gloria de Dios y el bien de mi pueblo eran atropellados, entonces, sin pérdida de tiempo, sin dudar, ejercí mis derechos reales”.
Mucho que aprender de esta mujer. Seguiremos anotando, d. v., algunas cosas en nuestro próximo encuentro.
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