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El ánfora de Manuel

Cuando no tengo nada que comentar escribo un cuento El Escribidor.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 14 DE MAYO DE 2011 22:00 h

Había dejado tres instrucciones no sujetas a cambios para cuando se fuera de este mundo: Una, nada de honras fúnebres abiertas; dos, que durante la ceremonia de despedida a la que asistirían solo los familiares que así lo desearan se hiciera oír una pieza musical específica escogida por él; y tres, que se le cremara y el ánfora con las cenizas se la entregaran a su mujer. Ella sabría qué hacer.

La primera se cumplió sin problemas. Se contrató el cuartito más pequeño de la más modesta funeraria de la ciudad y allí se exhibió su cuerpo un solo día y por escasas tres horas, de 7 a 10 de la noche. Nada más. No se cursaron esquelas, no hubo discursos, ni lágrimas, no se contaron chistes en tanto que los chismes tan propios de los funerales casi brillaron por su ausencia. Una corona ordenada a toda carrera por su mujer y dos arreglos florales que no se supo quién los había mandado. Cero música ambiental y una iluminación a giorno que le daba al cuarto un ambiente fantasmagórico.

En cuanto a la pieza musical, a última hora la viuda no pudo encontrar la hoja tamaño carta que su marido había dejado con una explicación que ella debería leer en el momento preciso. En la hoja daba sentido a lo que parecía un simple capricho de viejo. De modo que los pocos que en ese momento estaban en la capilla se miraban unos a otros, extrañados, mientras en el ambiente sonaban las notas de la obra de Alexander Borodin «En las estepas del Asia Central». Nadie entendía nada pero así y todo se aguantaron en silencio aunque con cara de aburridos los poco más de 8 minutos que duró la música. (*)

De los treinta y dos familiares más cercanos, asistieron siete. De los veintiocho restantes, cuatro se excusaron por tener «compromisos contraídos con anterioridad»; ocho no fueron ubicados para darles la noticia; diez hicieron mutis y tres mandaron sus condolencias por escrito. El poco interés demostrado confirmaba la razón que había tenido Manuel al ordenar una ceremonia a puerta cerrada. «Vendrán», había dicho, «los que de verdad lamenten mi partida; los demás, que sigan con sus quehaceres; que no se sientan obligados a hacer lo que no les provoca. Prefiero una lágrima bien derramada que cien gimoteos cocodrilescos».

En vida había asistido a muchas ceremonias fúnebres y capillas ardientes. Y no quería que cuando le tocara el turno a él se repitiera lo que había visto que era la rutina en estos casos.
«¡Hola, hombre!»
«¿Cómo te va, Sinforoso?»
«Bien. Tiempo sin vernos, ¿eh?»
«¿Sabías que este tipo» y con un movimiento de cabeza, Sinforoso indica hacia donde está el difunto, sin maquillar y sin sus anteojos ópticos que la viuda había decidido dejar en casa, «se murió sin haberme devuelto una cinta de medir que le presté hace más de un año? ¡Sinvergüenza!»
«Se habrá olvidado. ¡Cómo no te la iba a querer devolver! Una cinta de medir no es más que una cinta de medir…»
«Así será, pero…»
«Y ustedes ¿de qué hablan?»
«Hola Jamón (se llamaba Javier Montero pero sus amigos solo lo llamaban Jamón), ¿cómo estás? Por lo que veo, pareciera que te va bastante bien ¿eh?»
«Así es y no me quejo. Oye, ¿y de qué murió este fulano? ¿Estaba enfermo o lo atropelló un camión?»
«No tengo idea. Acuérdate que desde la bancarrota que hizo hará unos dos años optó por el silencio y ya casi no tenía amigos».
«Tipo raro. ¿Crees que alguien va a lamentar su muerte?»
«Por lo menos tendrá que hacerlo su mujer. A ella le toca llorarlo».
«¡Lágrimas de coco…!»
«¡María, amiga mía! ¿Cómo estás, mija?»
«De lo más bien. ¿Y a ti cómo te va?»
«También bien. Oye, ¿cuándo fue la última vez que nos vimos?»
«Creo que fue para el casamiento de la Magdalena».
«¿Tanto?»
«Ni tanto. Hace seis meses que se divorciaron».
«¿De veras? ¡Muchacha, qué poco duraron casados! ¿Y a qué se habrá debido el divorcio?»
«¿Que no supiste?»
«¿Saber qué?»
«¡Chicas! ¿Cómo les va? Apostaría a que están hablando de los amores que se dice que tiene la viuda».
«¿Amores que tiene la viuda? ¡No hables sandeces, mujer! ¡Miren que amores que tiene la viuda!»
«Pues, espérense un poco y ya verán cómo sin que pase mucho tiempo aparece casada y ya saben con quién».
«¿Con quién?»
«¡Ahá! Averigüenlo que bastante me costó a mí saberlo».
……………………..

«¿Cuántos tenemos con éste?»
«Hasta hoy, cuatro».
«¿Apenas cuatro? ¡Pensé que ya tendríamos unos ocho!»
«Solo cuatro. ¿A qué hora les damos huaraca?»
«Mañana en la mañana. A las siete y media».
«¡Oh! ¿Y conseguiste otro balde para las cenizas?»
«No. Pero conseguí un contenedor con capacidad para unos cuarenta».
«¡Guao! ¿Y vamos a poner allí las cenizas de estos cuatro?»
«Las de estos cuatro y cuatro más y toda la que está en los baldes».
«Oye. Allí debe de haber cenizas de por lo menos unos sesenta».
«Es que las ánforas que están haciendo ahora son muy pequeñas; son bonitas pero no entra en ellas ni medio cuerpo».
«¿Y los huesos que no se logran pulverizar, qué hacemos con ellos?»
«Pues, dejarlos donde están que algún día van a inventar un horno más potente de modo que con un solo chinchorrazo no quede títere con cabeza».
………………………

A los dos días, le entregaron el ánfora a la viuda. Ésta, al tiempo que con una mano la tomaba y la sopesaba con un ligero movimiento hacia arriba y hacia abajo que repitió tres veces, con la otra hacía ademán de secarse una lágrima por debajo del párpado para no afectar el rimel. La vasijita le pareció demasiado liviana.
«¿Pusieron todas sus cenizas aquí dentro?»
«¡Por supuesto, señora! Todas».

El empleado de la funeraria se vio tentado a agregar «las de su marido y un poco de unos veinte más» pero le pareció poco gracioso.

Con toda delicadeza y una mirada que aparentaba un dolor profundo, la viuda cogió el anforita, se la llevó a los labios y le dio un beso. «Toma, querido», dijo. «Es mi adiós».

Los que la observaban, pensaron: «¡Pobrecita! ¡Cómo sufre! ¡Miren el beso tan amoroso que le acaba de dar!» Pero si hubieran captado el tono con que pronunció ese adiós, por lo menos se habrían preguntado cuál era el sentido que tenía ese gesto que, visto desde la distancia, parecía tan genuino.
Al regresar a casa, la viuda se dedicó a buscar el mejor lugar para ubicar el ánfora. Pensó en la mesita de centro de la sala de estar pero le pareció demasiado protagónico. Su marido había sido siempre un hombre alejado de los proscenios y de los reflectores de modo que ahora no lo iba a poner en un clamoroso primer plano. Necesitaba un lugar más discreto. No encontró un mueble lo suficientemente adecuado pero sí un rincón en la sala le pareció que se prestaba de maravillas. De día, una luz suave y hasta casi tímida se filtraba por una de las ventanas altas de la sala; y por las noches, una lámpara tipo apliqué cuyo foco se podía dirigir hacia donde uno quisiera. Encantada con el hallazgo la viuda corrió a una tienda de muebles y después de visitar cuatro negocios, encontró lo que buscaba en una especie de cueva de antigüedades. No lo dijo en voz alta, pero lo pensó: «¿Una mesa antigua? Ideal para que en ella reposen las cenizas de otro antiguo que se nos fue para siempre».

Le trajeron la mesa a la casa, le ayudaron a instalarla donde la quería y, sobre ella, al puro centro, colocó el ánfora. Una posición discreta, como la viuda quería y como su marido habría preferido.

La primera semana, cada vez que pasaba ante el ánfora, la viuda la tomaba, la acariciaba, le daba un beso y, delicadamente, la depositaba de nuevo en su lugar. A la tercera semana, el beso había desaparecido, quedándose solo la caricia y, a la cuarta, aunque seguía ahí, parecía que el ánfora misma se había esfumado. Ya no había ni beso, ni caricia, ni mirada, ni nada.
Así, el ánfora entraba, sin pena ni gloria, en el reino de las brumas del olvido.

Un día, a la viuda le anunciaron visita. Era alguien muy especial que, astutamente, se había mantenido a la distancia. Pero ya le parecía que era tiempo de reaparecer, así es que a las ocho de la noche en punto se presentó pulcramente vestido, perfumado y sonriente. Llevaba una rosa roja en una mano y una caja de chocolates en la otra.

Antes que el visitante llegara, sin embargo, la viuda había considerado prudente quitar el ánfora y reemplazarla con un lindo jarrón que le había traído de regalo de Italia una de sus hijas, ya casada y que vivía al otro lado del país.

Con el ánfora en la mano buscó nerviosa un lugar donde ponerla «mientras durara la visita» pero no encontró nada que la satisficiera. Ni en la cocina, ni en el comedor, ni en el dormitorio (¡allí menos!), ni en el cuarto de televisión. Al fin, decidió dejarla, «mientras tanto», en el desván. Y en el desván se quedó el ánfora, entre zapatos viejos, cajas con ropa usada, escobas, otros artículos de aseo, dos paraguas inservibles y cómodamente instalado sobre una ruma de discos que ya no se volverían a oír, el tocadiscos.

Sin que nadie se preocupara de ella, el ánfora se fue cubriendo, poco a poco, con una capa de fino polvo gris; mientras tanto, el jarrón italiano se daba las ínfulas propias de quien se siente dueño de un territorio conquistado gracias a su belleza y personalidad.

Pasaron seis meses, y un día, la hija del jarrón italiano anunció visita. En un viaje de negocios a una ciudad cercana a aquella donde vivía su madre, aprovecharía para pasar «a echarle una miradita». Y así ocurrió. Pero, como siempre, no llegó con las manos vacías. Le traía a su mamá una caja con cuatro frascos de mermelada de strawberry procedente de Egipto.
Sola de nuevo, la viuda decidió vaciar la mermelada en algún recipiente ad hoc. Buscó infructuosamente hasta que después de vueltas y revueltas, se encontró en el desván. Allí estaba el ánfora. La miró y con un solo vistazo supo que era lo que andaba buscando.

No fue necesario lavar el ánfora con lejía. Con un estropajo de la cocina le quitó el polvo y cuando le levantó la tapa, descubrió complacida que las cenizas de su marido yacían en su interior dentro de una bolsita de plástico herméticamente cerrada. «¡Qué dicha!» dijo, como único comentario.
Para aquel entonces, ya las cenizas habían perdido su valor sentimental y el ánfora había sido llamada a cumplir una función diferente a aquella para la cual la habían creado. Ahora era una coqueta vasija llena de mermelada egipcia puesta delicadamente en un lugar preferencial del trinchante de la cocina.

«¡Tanto que le gustaba la mermelada de strawberry a mi pobre viejo!» se dijo la viuda, como queriendo dar su aprobación final al cambio de destino del ánfora de Manuel.

(*) Desde que por vez primera escuchó En las estepas del Asia Central, Manuel se dijo que ese era el lugar ideal para dar el gran salto hacia el otro mundo. Las imágenes con paisajes agrestes, las nieblas matinales que a veces se prolongaban hasta llegada la noche, hombres simples y rústicos recorriendo aquellas distancias inacabables montados en sus pequeños caballos tan sufridos como ellos. Habría querido irse de allí, desde aquellas embrujadoras estepas del Asia Central. No había sido posible; por eso, deseó que mientras su cuerpo reposaba en la funeraria, su alma fuera devuelta a su lugar de origen montada en una de aquellas frenéticas ráfagas de viento invernal tan apropiadamente representadas por Borodin en su poema sinfónico. Y pensando en eso, sintió que se despedía feliz de este lado de la vida.

Para escuchar la obra de Borodin, pulse el link aquí incluido.
 

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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Alfonso Chíncaro (Perú)
16/05/2011
09:49 h
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Una buena historia. La disfruté hermano, espero que siga sin tener qué comentar de cuando en cuando (solo broma). La verdad que la vida terrena per se es lo más triste que pueda haber. Tanta hambre de trascendencia y nada para obtenerla. Y justamente el momento en que más evidente se hace todo es el de la muerte. Una buena historia. Gracias, Dios le bendiga.
 



 
 
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