Hija de Carlos de Roye, conde de Roucy, muerto en 1551, y de Madeleine de Maillé, muerta en 1567 (sobrevivió a su hija). Casada con Luis de Borbón, duque de Vendôme (1530 – 1569), hermano menor de Antonio, casado con la reina de Navarra Juana de Albret.
En su casa recibió la fe cristiana vivida en su expresión protestante. La conservó hasta el final. Su vida fue ejemplar, su muerte modélica. Solo 29 años; suficientes para mostrar que era una “perla de la Reforma”. Se casó con 16 años, tuvo ocho hijos (sobrevivieron dos), edificó su casa,
fue considerada como columna de la iglesia hugonota (dentro y fuera de Francia; Viret, Calvino, Beza, etc.). Una mujer de “su casa”, sabia, de oración, de acción. Todos reconocen sus virtudes cristianas, todos reconocen su belleza de asombro. Incluso los que escriben desde la posición de intereses religiosos y políticos opuestos a los que ella defendió: asumen su excelencia de conducta, su ética y buen hacer, aunque “tuviera la desgracia de haber abrazado la doctrina de Calvino”, o, según otros, que sus virtudes “no le hayan privado de ser una hugonota pertinaz”.
No es fácil, sin embargo, “encontrarla” en la Historia, ni la general, ni la religiosa. Todavía sigue como documento esencial de su biografía la obra de Jules Delaborde, de 1876, “Eléonore de Roye (Princesa de Condé)”, que incluye una selección de cartas de gran interés.
Luego
hay que buscarla en relación indirecta en medio de algunos acontecimientos y contextos. Con todo, hay que buscar bastante, pues la primacía en el trazo histórico se la lleva su marido y la convulsa circunstancia social y política de Francia. Si alguien investiga en un primer acercamiento la primera guerra de religión (1562-63) [“guerras de religión” es el modo de nombrarlas generalmente aceptado, en realidad es mejor su calificación como guerras civiles], se topará con la conjura de Amboise, el coloquio de Poissy, la matanza de Vassy, el liderazgo de Luis de Borbón del ejército hugonote, su apresamiento, y las acciones diplomáticas para su liberación, etcétera. Alguna vez se indica, pero no es común, que en las dos ocasiones en que estuvo preso, condenado a muerte por los Guisa, fueron su suegra y su esposa (especialmente ésta) las que movieron todo el asunto para obtener su libertad. Ellas fueron las piezas claves en sus contactos y presiones diplomáticas con los príncipes protestantes alemanes y con la misma reina Isabel de Inglaterra, además de con Catalina de Medici.
Leonor de Roye es relevante, aunque tan olvidada, no solo por su presencia en asuntos políticos de gran calado; lo es porque en ella la fe cristiana vive en su condición y circunstancias dejando para nosotros un importante ejemplo del poder de Dios. [Así ocurre con otras muchas mujeres de la Reforma, aunque es lema propio de la reina Juana de Albret, bien puede ser el referente de la situación de otras muchas en su vivencia práctica de la fe: “Si no encuentro camino, ¡lo abro!”; efectivamente, no se encontraron un modo externo donde caminar como un ritual o una liturgia establecida, semejante a la época ritual de la ley, sino que tuvieron que “construir” la manera de servir a su Señor; esto, que vale igual para el varón, muestra que la estructura externa social, la que sea, no es el camino de la fe, sino el ámbito donde la fe se abre camino; y todo empieza y termina en la propia vida interna, “del corazón”, sin la cual todo se convierte en un habitáculo, más o menos bien blanqueado, pero que al final no es más que recipiente de muerte.]
Tuvo que edificar su casa en medio de todo tipo de dificultades. Con 16 años ya perdió a su padre; la muerte de sus hijos; la situación de guerra civil; el dolor de la enfermedad como ingrata compañía, con el añadido perturbador de ser una enfermedad “de mujer” (seguramente padecía cáncer de útero), con episodios de hemorragias vaginales frecuentes. Con “su circunstancia” sirvió a su Señor, porque era sierva de él.
Al mirar a este modelo de fe cristiana, nos encontramos con una comunidad notable donde la misma fe se vivía. En el terreno más cercano: el cariño de su madre, el gran consuelo y afecto mutuo que sintieron Juana de Albret y Leonor, con tanta sintonía en sus propias experiencias en el matrimonio (sus maridos no fueron ejemplo de ética matrimonial, aunque siempre mostraron un gran respeto por ellos), con la educación de los hijos (siempre con el temor, como ocurrió en algún caso, que se los arrebataran para ser educados en la religión papal) , en medio de guerras y conflictos donde se mezclan la fe y los intereses de partidos que usan la religión como instrumento, la incomprensión de algunos líderes religiosos, el trato con los pastores de sus territorios, la organización de la iglesia, etcétera. (En los consejos finales a su hijo, Leonor le insta a que respete a su abuela, a su padre y ¡a la reina Juana!) Pero, además, está la iglesia que ha crecido y se ha fortalecido en medio de la persecución; sin apoyos políticos, se ha formado una iglesia organizado de gran envergadura; los grupos de creyentes están por todos lados, solo de 1555 a 1562, cuando se inicia la primera guerra civil, se han establecido más de dos mil iglesias.
Terminamos con un apunte sobre su muerte. En ella es especial la verdad de que la vida de la fe se muestra con toda su fuerza y victoria en la muerte. (Entre los documentos sobre Leonor está un opúsculo, una “Carta” anónima, en la que una de las damas que la acompaña en su hora final cuenta los pormenores de su adiós, y está considerada un modelo, un “espejo” del bien morir de una mujer cristiana.) No es un sujeto indefenso a merced de las circunstancias, aunque estas incluyan un atroz sufrimiento físico, sino que la vemos “dominando” su espacio, “caminando” en la fe en ese trance (o, mejor, dicho, cómo la fe camina en ese trance, pues Leonor no consentiría que se le atribuyese mérito alguno). Dispone el reparto de bienes, y establece un fondo para mantener a los pastores (en su lecho de muerte sigue sosteniendo la casa del Señor); aconseja a su hijo que no se separe de su libro de Proverbios como guía para su vida (qué contraste con los consejos de Catalina de Medici, que tenía por libro de cabecera y así lo proponía a sus hijos “el Príncipe”, de Maquiavelo ); da paso a la palabra y oración de su pastor De l’Espine, pero ella sigue hablando de su fe, de su esperanza, (estas nuestras mujeres de la Reforma son también ejemplo de seguridad de salvación, no en el aprendizaje escolástico de su teoría teológica, sino como la expresión propia de la fe cristiana). En su cámara de muerte es testimonio de la vida que no muere porque se afirma en la misericordia de la cruz.
“Oh mi Dios, mi Salvador, se acaba este invierno, ya florece la primavera, ábreme la puerta de tu jardín celestial, para que guste los frutos de tus delicias eternas …”
Una hermosa perla de la fe cristiana. Una pertinaz hugonota.
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