Hace semanas que deseaba proponerles algunos apuntes sobre la vida de tres fieles creyentes; sin buscarlo, puede ser un adecuado referente en el estudio sobre la mujer que se muestra ahora mismo en este periódico. Precisamente son mujeres que incomodan por igual al machismo como al feminismo. Hoy
comenzamos con Catalina de Borbón, seguirá, d. v.,
Leonor de Roye, y finalmente (tal vez con varios artículos)
Juana de Albret. Sujetas a sus maridos, obedientes a sus padres, respetuosas con la autoridad; firmes en la libertad con que Cristo las libertó, edificadoras de sus casas, conociendo y aplicando la Escritura, ¡aborrecidas por los tiranos!
Catalina de Borbón (París, 7 de febrero de 1559, Nancy, 13 de febrero de 1604), fue hija de la reina Juana de Navarra y Antonio de Borbón y nieta de Margarita de Navarra (Angulema, hermana del rey Francisco I de Francia). Tanto su madre como su abuela, ejemplares en cultura, amor por la libertad y, por tanto, defensoras de esa cultura y libertad.
Rescatar su memoria será un bien para todos, pues arrinconarla, como tantas veces se ha hecho, en un punto ciego de la historia, nos priva de una expresión modélica de ejercicio de cristianismo real en el mundo real, con todo lo que eso implica de esfuerzo, trabajo, derrotas y, finalmente, victoria únicamente en la victoria de la cruz. (Su persona y circunstancias ahora ya afloran en el campo de la investigación. Pierre Tucco-Chala:
Catherine de Bourbon, une calvinste exemplaire. Biarritz, Atlantica, 1997. Marie-Hélène Grintchenko:
Catherine de Bourbon (1559-1604). Influence politique, religieuse et culturelle d’une princesse calviniste. Paris, Honoré Champion, 2009. Por poner dos ejemplos; esta última obra es muy relevante porque aporta en sus más de 1000 páginas extensa documentación.)
Fue educada, junto con su hermano (el futuro rey de Francia), en un cristianismo consecuente; su madre había hecho profesión pública de fe calvinista la navidad de 1560. Fueron 13 años de enseñanza en las artes y la cultura, pero especialmente en el temor de Dios por los brazos protectores de su madre, y todo ello en medio de dificultades sin número (guerras de religión, persecuciones, traiciones, deserción religiosa y moral de su padre, etc.). La sustancia y circunstancia de ese cristianismo en los dos hermanos no se conservó siempre en paralelo. Catalina mantuvo su fe firme (“Firmeza”, y “Hasta la muerte”, fueron los lemas de su madre) hasta el final; su hermano Enrique (para quien desde París se buscó siempre su educación en los valores de la iglesia papal, y vivió la educación práctica de la veleidad de su padre y la cerrazón tiránica de pastores inútiles calvinistas), líder del campo hugonote, aplicó la razón de estado a su expresión religiosa (el “París bien vale una misa” que le propuso uno de sus consejeros), con los varios episodios de abjuraciones de su fe protestante hasta el ritual final para ser coronado rey de Francia en 1594.
Cuando su hermano le propuso, bajo amenazas de negarle su protección, también la conveniencia de su conversión a la iglesia papal, le contestó: “Si me desamparáis, Dios nunca lo hará: esa es mi confianza. Prefiero ser la más miserable en la tierra, que dejarle por los hombres.” Siempre mostró gran respeto a su hermano, como hermano y como rey, pero sin negar el fundamento donde se encontraba para ella la fuente de toda autoridad y respeto: la fidelidad a la Escritura. Es verdad que abjuró de su fe protestante en el contexto de la de su propio hermano en la masacre de la noche de San Bartolomé; contaba 13 años (acababa de perder a su madre y estaba en un ambiente infernal en París), y así formalmente permaneció varios años, luego se reafirmó en su calvinismo hasta su muerte.
Cuando tuvo que vivir la renuncia de su hermano a la fe de su madre para ser coronado rey de Francia, ella se mantuvo fiel, y así lo refirió expresamente a Teodoro de Beza (del que solicitaba se orase por ella en tan difícil situación). [Enrique pudo ser rey protestante de Francia debido a sus victorias militares con el bando hugonote, pero la intervención final de Felipe II ordenando la colaboración de los tercios fue decisiva para que se produjera una situación de equilibrio, de la que finalmente no se percibió otra salida que la de su abjuración. La iglesia papal entendió su conversión como disimulo de razón de estado y lo consideró, en la práctica, enemigo. Especial aborrecimiento se mostró contra él tras su edicto de tolerancia religiosa. El tedeum celebrado en el Vaticano tras la matanza de la noche de San Bartolomé en 1572, se repitió en la pluma jesuita del derecho de resistencia cuando fue asesinado por Ravaillac el 14 de mayo de 1610.]
Fue nombrada regente de sus territorios por su hermano en 1577 (contaba 18 años) y se dedicó con cuerpo y alma a la preservación de la obra religiosa y política que había iniciado su madre. No fue fácil, pues en algunos sectores nunca admitieron de buen grado las reformas religiosas y políticas instauradas por Juana de Albret. Defenderá los derechos de esos territorios, especialmente del Bearne y del reino de Navarra, en el proceso de coronación de su hermano (Enrique III de Navarra y IV de Francia), que al final quedan excluidos de la anexión a Francia, conservando su autonomía y leyes propias. Catalina es la reconocida (aunque muy borrada de la memoria histórica) defensora de los derechos de los hugonotes en la corte, donde ganó para ellos batallas muy importantes, aunque sin el ruido de las armas en el campo abierto. Sin duda, es el pilar necesario para comprender incluso el edicto posterior de tolerancia de Nantes.
Siendo solo regente de unos pequeños y problemáticos territorios,
es toda una mujer de estado, con la diferencia de que lo es en contra del modelo que ya se instala en la época. La responsabilidad de su actuación pública siempre tuvo el sustento de su fe cristiana, de la cual nacía su acción política. En este sentido es el contrapeso de la acción de su hermano. Catalina se puede considerar la propulsora de una política “laica”, pero como algo que es lo propio de la fe cristiana, es decir, que el cristianismo más genuino y bíblico produce necesariamente una acción pública laica. (No es extraño que no la quieran en la mesa de la historia las tiranías religiosas, sea la papal o la protestante.)
No quiero terminar estos apuntes sin referirme a su vida más personal. Como cristiana fiel era consciente de sus deberes y responsabilidades. Renunció por ello a sentimientos y gustos; no pudo casarse con quien amaba. Su hermano “la casó” al final en 1599 como pieza de un tratado político. Ella aceptó. La única condición: conservar la fe de su casa.
Una mujer cristiana. Una mujer reformada. Una mujer de estado. Una mujer que conoce su condición: flaqueza de sí misma, fortaleza en la cruz de Cristo.
“Oh Dios, tú has prometido, por tu bondad divina,
ayudar a los afligidos que acuden a ti.
Mi corazón está lleno de aflicción. Padre, consuélame,
hazme sentir el efecto de tu favor divino. ….
Mi pecado aborrezco. Perdóname, Señor,
mira tu promesa y no mi error,
en tu bondad espero, no en mi inocencia. ….
Cuando hay que ir a escuchar tu palabra,
mis pies se entumecen y van a paso lento,
pero si hay que ir a las diversiones mundanas,
en lugar de caminar, parece que vuelo. ….
Pero recíbeme, Señor, de mirada dulce y propicia,
pues reconozco mis pecados ante ti.
Mira a tu amado Hijo, sacrificado por mí,
quien tomando mis pecados, me reviste de su justicia. …. “
[Traducción en formato libre] (R. Ritter:
Lettres et poésies de Catherine de Bourbon (1570-1605). Paris, Champion, 1927)
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