He descubierto que viajar con sentido requiere la misma dedicación que una actividad emprendida en soledad y en un espacio cerrado.
La misma concentración para no ocuparse demasiado en cosas banales o aspectos inútiles de lo que se tiene delante. La misma mirada entre aturdida y absorbente, analizando el pedazo de madera (en mi caso de roca superviviente a un volcán aún bostezando) como tratando de recuperar la primera vez que descubrió la veta o el sendero nuevo escarbado en esa materia. O la incapacidad de sustraerse de la técnica, mirando cada pieza hecha por otro mientras se trata de descubrir cómo empezó todo, cómo fue la formación de la pieza; un constructor de bancos de madera no podrá sentarse en otro banco sin antes haber hecho una pinza con los dedos y comprobado previamente la estabilidad del objeto… pero alguien que se sustrae a la impresión de un volcán aparcado en una isla vacía y blanca, no puede sino sentir envidia confundida con perplejidad… con todo, ambas observaciones están muy ligadas entre sí… es comparable y tan universal como lo es la visión del país propio en un mapa.
También he descubierto que he pagado el doble de lo que en realidad valía el billete. Y que me sobra un par de capas de ropa. Que estoy seco al fin. Que aquí el kiwi es delicioso. Que me he cansado por un rato de escribir en presente, cuando en realidad lo hago al final del día y con el fin de conjurar el sueño. Un sueño disfrazado de pomelo, de cascada o del canto de un ave exótica. Uno donde se pueda caminar por la arena sin que los pies atrapen en el tacto ni un minúsculo grano, pero sí su calidez palidez.
Es curiosa la lejanía de las islas, darse cuenta de su presencia. Pensar que bien podrían ser ellas quienes avanzaran en nuestra dirección, y que no tenemos más que sortearlas. O que no va a cesar la procesión de su aparición en la bruma, que van a multiplicarse y desplazarse con el ritmo de las olas. Que no tenemos derecho a mirarlas sin sentir tal o cual cosa. Que vamos por la bahía de la abundancia de Cook (para diferenciarla de la de la pobreza maoí) con una ligereza imposible.
A veces creo que en el barco va a aparecer Queequeg, el arponero polinesio de Moby Dick, con su rostro y todo el cuerpo surcado de tatuajes, y que voy a pasarme todo el viaje arrinconado sin otra cosa que mirar por la cubierta, solo con mis imprecisiones y un puñado de oraciones que a veces parecen tener un significado mínimo, un anhelo exangüe, o un desasosiego creativo. El contacto fugaz con otros pasajeros del barco me da cierta caricia de realidad, pues el paisaje no ayuda: selvas frondosas en un espacio diminuto excavado en una isla desierta y olvidada (aparentemente sin interés), un madero flotando en el Pacífico, una bandada de avispas en mitad de la nada, una voluta de humo de barbacoa con piña o de un volcán a la deriva, el aire fresco permanentemente ventilando nuestra piel y las grandes aves, y los lomos de ballenas que luego se convierten en una especie de queso, que por último se convierten en porciones de tierra, en mi porción de escritura.
Tiro, con consecuencia, algunas páginas al mar. Recuerdo por un instante la botella que lancé en Méjico, la nota que tiré sobre el puente de Gales, un lápiz que me acompañó toda la primera libreta. No sé por qué, los pensamientos y los recuerdos más insospechados sólo despiertan con el olor del océano.
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