Voy a hablar de
Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, porque hoy necesito más que nunca recordar que la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda y que nosotros andamos por el canto de esa moneda en equilibrio.
Escribo este artículo en caliente. A punto de perder algo muy valioso e irremplazable, con un dolor nuevo y desconocido, en medio de la incertidumbre, ahora mismo, si paro un minuto a preguntarme cómo me siento, la respuesta sincera y sin intermediarios que me sale de dentro me sorprende a mí misma. Me he escuchado decir: «Estoy agradecida, me siento afortunada».
Y no tendría que haber dicho eso. No lo entiendo. Yo soy el viejo Scrooge.
«Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor podría calentarle, ningún frío invernal escalofriarle. Él era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas “se desprendían” con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía».
Malhumorada, cascarrabias, misántropa. Maldiciendo en la fortuna de los demás; cínica y utilizando el sarcasmo para los fines más malévolos.
Ni tan siquiera sé si tres fantasmas serían suficientes para hacerme ceder un centímetro. ¿Qué ha pasado?
El viejo Scrooge, ese que vive en mí, habría maldecido su suerte y la habría arrojado sobre cualquier desgraciado que le hubiera salido al paso.
Pero no, yo me siento agradecida en medio del sufrimiento. Y confiada.
Definitivamente, no es algo que forme parte de mi naturaleza. Es como una mutación.
Es como si Scrooge se hubiera transformado en Job.
Al comienzo del pequeño cuento,
cuando Dickens nos describe a Scrooge, no podemos tener esperanza en él. En Scrooge Dickens puso a los jefes y especuladores de su tiempo, los desalmados a quienes no les importaba aprovecharse de los débiles, los enfermos o los niños para su beneficio. Era una crítica a un sistema victoriano que no ha cambiado prácticamente nada hoy en día. Porque, ¿quién no reconoce a su jefe chillón, a su vecino loco, a su cuñado imposible? ¿Quién no se reconoce en algo a sí mismo? Y no hay esperanza para Scrooge. Recibe la visita de su amigo muerto y tarda tres fantasmas en ceder a la bondad. Nosotros tampoco somos capaces de creer que nuestro mal jefe o nuestro mal vecino sea capaz de ceder.
Y sin embargo, ocurre.
No son tres fantasmas, no es una catarsis explosiva. Se lleva tiempo el cambio. Nada más conocer a Jesús sientes la primera punzada, pero solamente consigues que te vaya permeando cuando pasas tiempo con él, como con cualquier amigo.
Yo no tenía esperanza en haber cambiado, me conformaba con el perdón. Pero es algo impresionante descubrir que no es palabrería, que no es una técnica de autoayuda ni es un truco mental. El Espíritu es auténtica energía, y funciona.
Es impresionante sentirse de repente lejos de Scrooge por primera vez en mucho tiempo. No voy a dejar que el dolor y la miseria me consuman por dentro, porque de repente ya no pueden atacarme. No soy yo, es él dentro de mí. Parecía que no había ocupado nada al llegar, que no había dejado de ser yo misma, pero resultó que sí: ha sido un cambio a escondidas.
Estoy agradecida en medio de mi dolor, no agradezco mi dolor. Me siento protegida de la incertidumbre. Estoy dispuesta a aceptar cualquier resultado porque me siento segura (triste, pero segura). Y esa seguridad te permite descansar.
Sé que hay muchos que saben de lo que hablo: de ese privilegio sobrenatural de poder descansar en medio del dolor. Nada nos hace ser menos humanos, no nos libramos de las desgracias, pero podemos acurrucarnos y sentirnos descansados.
Sentimos el calor de Dios cuando en realidad nos correspondería el frío de Scrooge.
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