Era un hombre, de familia más bien humilde, al que su sabiduría le había hecho prosperar y ser admirado, aunque también había alimentado las envidias de sus acusadores. Sus buenas obras y su celo por predicar la Palabra eran las únicas acusaciones en su contra.
A Enzinas le sorprendió la sencillez y sinceridad con las que Egido hablaba de la Palabra de Dios. Las charlas que mantenía con él animaban al joven burgalés, pero los momentos de soledad volvían a llenarle de inquietud.
Al cuarto día de encarcelamiento Francisco recibió noticia sobre los interrogatorios que comenzarían ese mismo día.
Los enviados imperiales entraron en la sala donde estaban reunidos todos los presos. En apenas unos segundos la estancia estaba vacía. El miedo que despertaban los interrogadores fue suficiente para que nuestro protagonista quedara sólo ante ellos en un abrir y cerrar de ojos.
El interrogatorio empezó con un saludo en lengua francesa. Se sentaron alrededor de una de las mesas de la estancia. Después de charlar un rato de diferentes temas, seguramente para bajar las defensas de su prisionero, deciden entrar de lleno en el asunto. Como la conversación se había desarrollado hasta ese momento en francés Francisco les pidió que hablaran en castellano, ya que temía cometer alguna imprudencia en un idioma que no dominaba como su lengua materna.
Tras tomar todos sus datos,
comenzaron a hacerle preguntas sobre el Nuevo Testamento. Le animaron a que colaborara, ya que el mismo Emperador estaba interesado en el caso y si veía en él una actitud razonable, sus jueces actuarían con magnanimidad.
Todo el interrogatorio se centraba en un guión prefijado, según creía Francisco, por su enemigo el Confesor Real. El mismo Enzinas afirma refiriéndose a este interrogatorio: “Efectivamente, el tal freile es un necio cuyas ideas no levantaban del suelo y en nada, si no es en la traición, iban más allá del talento de un chiquillo”.
La declaración se alargó tanto que los enviados imperiales decidieron volver al día siguiente para concluirla.
Ese mismo día Francisco recibió la visita de uno de sus tíos, acompañado de otros familiares. Todos le reprochaban su imprudencia y su locura al meterse en cosas de teólogos y frailes. Con buenas palabras nuestro protagonista intentó calmarles. Poco antes de marcharse decidieron visitar a su acusador y a varias personas influyentes en la Corte para mediar por su causa.
Al día siguiente volvieron sus interrogadores para continuar con las preguntas. Pero las cuestiones se hacían poco a poco más peliagudas: Que si había estado en Alemania, que si había vivido en Wittemberg y conocido a Felipe Melanchthon y que cosas hablaba con él.
Al ver que el prisionero respondía con ambigüedades, los frailes le hicieron una pregunta más comprometida: “¿Qué piensas de Melanchthon y sus libros?”. Después de unos segundos Francisco respondió así: “Los libros de Felipe Melanchthon ni los he leído todos ni, si los hubiera leído, me considero capaz de trazarme un juicio sobre los escritos de tan gran personaje. Por lo que hace al hombre como tal, lo tengo por la mejor persona de todas las que jamás haya conocido”.
Los interrogadores le contestaron, que cómo podía defender a alguien que era un “hereje” y estaba excomulgado por la Santa Madre Iglesia.
Francisco les respondió, que a él no le constaba que Melanchthon estuviera excomulgado y que todas las cosas que había hablado con él, nunca había escuchado ninguna herejía.
Después de esta acusación,
los interrogadores se centraron en cierta parte del Nuevo Testamento, más concretamente un texto de Romanos, en el capítulo tercero, donde el impresor había puesto casualmente el siguiente texto en mayúscula: “Dejamos sentado que el hombre se justifica por la fe, sin las obras de la ley”. Según decían los frailes, este texto se había resaltado a propósito para enseñar las doctrinas luteranas.
Para defenderse Enzinas argumentó que la máxima no era luterana, sino cristiana.
Al día siguiente, muy de mañana, le visitaron sus parientes acompañados por el criado del Obispo de Jaén, comunicándole que su señor estaba intercediendo por él a Granvela, el ministro más importante del Emperador. El Obispo, en su entrevista con el ministro, le había preguntado cómo se había actuado de esa manera contra el joven español, a lo que este respondió, que por petición expresa del Confesor del Rey había sido detenido Enzinas.
Los parientes de Francisco habían intentado mediar con el Confesor Real, pero éste, más que reconocer su culpa en el asunto, los engañó diciendo que él también deseaba la liberación de su pariente. El propio De Soto se expresaba de una manera tan cínica como esta: “Por lo que a mí respecta, señores, sufro con la desgracia de Francisco no menos que cualquiera de vosotros, con quienes por ley natural, a lo que veo, está él más unido que conmigo. Y es que estoy enamorado como el que más de este talento suyo, que, de haberlo empleado en cosas de provecho, bien podría haber situado a Francisco en los grados no precisamente más bajos entre la gente de letras”.
Los familiares de Francisco le pidieron que resolviera el asunto lo más rápido posible. Tras la visita a De Soto, volvieron a verle y después de pasar el día juntos, permanecieron una semana más en la ciudad para seguir intercediendo por él, pero pensando que el asunto ya estaba enderezado, decidieron partir para Amberes.
Continuará
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