Enormes rocas en el agua

Rodeamos la Isla Pitt a velocidad de crucero de placer.

No soy el único viajero, se nos han sumado seis turistas extravagantes, y ahora tengo la impresión de que damos un rodeo para poder pasar por delante de maravillas naturales y aumentar así el precio del billete. El clima aquí es algo más cálido, los días son largos y contemplativos, las reflexiones se derraman como la bruma azulada que empaña los objetos en la distancia; se diría que esa misma bruma está formada por recuerdos y pensamientos prohibidos como las islas que sorteamos, borrosos discursos interiores, huidizos desvelos arrojados por los viajes en el ferry. Casi puedo escucharlos, o sentir cómo me traspasan la piel: unas palabras de amor y de odio, de dudas sin resolver, el bocado en el corazón de la nostalgia, el aire bucólico cercano a la parodia, la consumación de una pipa, el asombro frente a las grandes moles de roca de formas sugerentes.

Las rocas aparecen sin aviso previo, se descubren como un espejismo que se engaña a sí mismo, y uno se da cuenta de su fascinación sólo cuando las tiene a una distancia en la cual la atención sólo se fija en las montañas y ya no hay nada más hacia donde mirar.

Nos cercan gigantescos caparazones perfectos de tortuga, túneles imposibles excavados por la acción del océano en la roca obstinada (es el mismo océano que nos deja pasar por esta vez, que ha decidido no hacer lo mismo con nosotros), grandes incisivos los de los Murumurus, primitivos premolares que amenazan con despegarnos como migas de pan masticados por la furiosa tierra en un día que despierta con el pie izquierdo, riscos arrancados de cuajo de otras tierras alejadas o quizá hundidas con los vientres de otros mil barcos, para dejar constancia de la diminuta capacidad humana de herir estas latitudes, rastros aislados de civilización maorí, acantilados a la vuelta de la gran pirámide que flota en el agua, cuencas rojizas en las que hay que tener cuidado al entrar, dunas en las orillas que apuntan a Nueva Zelanda, ya sólo a ochocientos kilómetros de nuestro respetuoso silencio al pasar frente al poblado que primero dice hola al día en todo este mundo (según sus cálculos); hasta el motor se ha parado, y yo noto un escalofrío cuando la densidad de islas se hace mayor, como si se hubieran agrupado curiosas (y también desconfiadas) a nuestro alrededor.

Me paso el filo de la lengua por el labio superior. La sal aquí es más o menos tan atroz y fría como en todas partes, pero tiene un ligero acento diferente. Al norte la estrella de mar de tres puntas descrita por Julio Verne se despedaza, y el mar de asteroides se despeja, con ellos nuestros pulmones.