Ponemos de por medio al más grande océano.
Durante días no vemos un solo resto de tierra, tan sólo la tímida certeza de que en cierta dirección que el capitán me señala se encuentra la isla de Pascua. Estamos atrapados en la inmensidad, y nada más dejar atrás el continente siento una nueva bolsa de vacío instalándose en el abdomen.
La melancolía de no haber visto todo lo que podía, o lo que debía haber visto. Ocurrió en Europa, y en Norteamérica: en el momento de pisar una nueva tierra, piensas en lo que sabes de ese mundo y lo que podrías ver, pero cuando luego miro hacia atrás en estas páginas, últimamente veo mucho rodeo y cosas muy intangibles, que no puedo llevar conmigo más que en la memoria. Hay una pizca de culpabilidad, un incordio de sensación de que es muy poco lo que puede abarcar esa memoria (como si los ojos a la vez fuesen usados a modo de filtro), por muchas letras que se empleen para congelarla.
Mis ojos han presenciado las puertas del paso de Drake (término proscrito en la zona), donde dicen que no hay Dios, pero no sé por qué lo que creo es que en realidad pasa por allí a menudo.
Mis ojos han visto los glaciares que ciñen Isla Desolación, y los bloques de hielo a sus pies que de un día para otro cambian completamente de forma, moviéndose al compás de la danza de las corrientes marinas, con una aparente aleatoriedad, con una belleza extraña y letal, que te invita a subirte para dejarte flotando en un trozo de hielo que se va deshaciendo y disminuyendo, y ay de ti si no encuentras nada a que aferrarte pronto. He visto estos y otros peligros que me han conducido a otros pensamientos. He visto la fluctuación del color del agua según la profundidad, indicando que en ese fondo marino suceden muchas más cosas de las que creemos desde la tranquilidad de la superficie.
Ahora, mientras escribo esto, vemos a los lejos una ballena saliendo a la superficie, expulsando agua como un géiser, y hundiéndose majestuosamente en las profundidades. La visión del cetáceo me conmueve, sobre todo porque recuerdo los cantos de la noche anterior a la partida.
Releo lo que he escrito, incluso lo más reciente, e inmediatamente es como si fuese el texto de otro, y en algunos casos hasta me cuesta entenderlo. Las ballenas, por ejemplo, su impresión en mi recuerdo ha sido mayor que la de muchas montañas cuyo nombre ya he olvidado, y sin embargo aquí son un animal muy grande, su presencia es desproporcionada cuando la ves a relativa distancia… recuerdas los documentales de la televisión, y parecen un pez gigante, lento y torpe. Cuando la ves con tus propios ojos, compruebas que en efecto es gigante, aunque a una escala inédita. Y no son torpes, se mueven con gracia y plena consciencia de que con sus saltos mueven grandes masas de agua a su alrededor, que son enormemente bellas. Su memoria es tan prodigiosa como desconocida su capacidad de usarla. Su soledad estremece, como su respiración. Me gustaría mirarle a los ojos, y ver si la soledad que siente es la misma que la mía.
Aparto el cuaderno y cojo un cubo de los que hay dispuestos en este lado del barco, sujetos con cuerdas, a la barandilla de la cubierta. Lo suelto y cae al agua. Lo dejo unos instantes, y tiro de la cuerda áspera. Miro el agua, cristalina, que en un lugar forma parte de la inmensidad oceánica, y sin embargo dentro del cubo pierde toda autoridad e impresión. Se hace algo funcional y susceptible de ser malgastado.
Hago un gesto que llama la atención de uno de los marineros. Enciende su pipa mientras ve cómo me lleno los bolsillos de agua. Tomo puñados del océano y me los guardo en el bolsillo, el cual, por pura lógica, no puede contenerlo, y lo que deja es una humedad que tardará un rato en secarse. El marinero da chupadas a la pipa, y finalmente asiente. Sea lo que sea, ha entendido el gesto, mejor que yo.
Suelto el cubo y vuelvo a mis cuadernos. Hay olor a vapor de acelgas.
El marinero que me ha visto guardar agua en los bolsillos grita tierra. Es la costa de Adamstown, la capital más pequeña del mundo aparece ante nuestros ojos.
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