Pero como el tiempo se dilataba y no llegaba la aprobación, Enzinas decide volver a Bruselas.
El obispo le acoge muy amablemente y al día siguiente, como éste se encuentra indispuesto, le manda junto a un criado a la presencia del Confesor Real en el monasterio de los dominicos. Para sorpresa del joven burgalés su prometido interlocutor no está. Tres veces intenta verlo aquella mañana, pero el monje no vuelve antes de la hora de la comida al monasterio.
El encuentro con el Confesor del Emperador se produce por fin y es recibido con grandes muestras de amabilidad. Después le convoca para esa misma tarde, disculpándose nuevamente y afirmando que algunos asuntos le impedían atenderle en ese momento.
Por cuarta vez en ese día Francisco atraviesa las adustas puertas del convento dominico. Se siente cansado, pero también esperanzado, ya que el monje parecía abierto a su proyecto.
A las tres de la tarde de aquel 13 de Diciembre de 1543, el joven burgalés camina hacia su cita (todavía su estómago digería la poca comida que había atravesado su esófago aquel día). Un nudo en la garganta le impedía comer casi nada. Llevaba demasiado tiempo detrás de aquel asunto, y ahora que se acerca su solución, los nervios le impiden tener todos sus sentidos agudizados.
Al llegar al convento le informan que su interlocutor está dando una clase sobre el libro de Los Hechos de los Apóstoles. Después de recorrer el claustro escucha la voz fuerte de
Pedro de Soto, que así es como se llamaba el Confesor Imperial y dirige sus pasos hacía la sala donde se escuchan voces. Al entrar ve a una veintena de españoles de la Corte, que intentan formarse cultural y religiosamente para poder discutir en las conversaciones mundanas.
Al principio Enzinas pensó que era bueno aprovechar el tiempo y escuchar lo que aquel monje tenía que decir, pero a medida que su exposición iba avanzando, se descubre la verdadera cara de aquel hombre. Lo primero que le sorprendió fue su mala homilética, su falta de conocimiento del latín y lo retorcido de su argumentación.
Del suicidio por ahorcamiento de Judas, el monje interpretaba que había que dar muerte a todos aquellos que se oponían al Reino de Dios, concluyendo que todos debían ser leales al Emperador. Después defendió sin ningún fundamento que la elección de obispos por medio de echar suertes, quedaba relegada al pasado, ya que el Emperador como príncipe cristiano era la persona indicada para realizar tal cometido.
Tras la horrorosa clase se reúne de nuevo con el Confesor, pero este vuelve a posponer la entrevista, aduciendo la falta de tiempo para llevar a cabo unos asuntos. La nueva convocatoria fue a las seis de la tarde de ese mismo día.
Francisco no sabe que las pretensiones del Confesor son encarcelarle y que lo único que intenta es ganar tiempo para que llegue la orden que le permitiera hacerlo.
Enzinas, cansado de tanto ir y venir decide quedarse en el claustro para esperar a De Soto.
Poco después de las seis de la tarde el Confesor va a buscar a nuestro protagonista y le conduce a su celda en el convento. El comportamiento de Pedro de Soto parece correcto, con amables palabras alaba su trabajo y buen hacer.
Cuando Enzinas entró en la celda, no puede creer lo que está delante de sus ojos. Aquel cuarto era un verdadero templete idolátrico. Un gran número de imágenes y cinco pequeños altares, presidían la estancia. Las imágenes miran a Francisco con sus ojos pintados y sus bocas desdibujadas parecen murmurar su nombre en forma de maldición. Un escalofrío recorre su espalda y en pleno invierno flamenco empieza a sudar abundantemente. Su desánimo se hace patente con sólo mirarle a la cara, ya que la acusada idolatría del Confesor era para él un signo inequívoco de oposición a su causa.
El Confesor le pide perdón de nuevo pero debe dejarle sólo un momento, ya que todavía no ha podido realizar sus rezos diarios. Toma un usado libro de la estantería, donde una pequeña cantidad de libritos luchan por representar a las letras en una sala de marcada tendencia irracional, y se lo da a Francisco. El libro que Pedro de Soto le ofrece es de un franciscano español llamado Alfonso de Castro y titulado “Acerca de las herejías que han surgido desde que Cristo nació”. El libro usa como tesis que la lectura de la Biblia en la lengua vulgar por laicos ha provocado todas las herejías del mundo.
Francisco sigue la lectura del libro con inquietud. De vez en cuando dirige su mirada a las estatuillas que parecen estirarse por las sombras de la noche y el titubear de las lámparas de aceite por la fría brisa invernal. Desde ese momento sólo hay una idea en la mente de nuestro protagonista, salir lo antes posible de esa “Caverna”.
El confesor vuelve por fin, rompiendo el silencio macabro y angustioso de la celda. Tras coger entre sus manos un ejemplar del Nuevo Testamento que días antes había estado entre los dedos del Emperador, su semblante cambia. La sonrisa perenne de los anteriores encuentros se transforma en la adusta cara de un maestro que va a corregir a su alumno con severidad y prepotencia.
Antes de comenzar guardó un silencio “religioso”, tal vez con la intención de dar más importancia a sus palabras. En primer lugar le pregunta si ha leído el libro que le ha dejado. Después, ratificando las tesis del libro, le habla de lo peligroso que era la traducción del Nuevo Testamento, ya que si algo ha salvado de la herejía a su querida España, ha sido el ignorar las Sagradas Escrituras. Mientras pronuncia este inesperado discurso, agitaba el Nuevo Testamento con cierta fuerza, lo que provoca la apertura de las hojas, como si las palabras intentaran salir a defenderse y todos los apóstoles corrieran a proteger al asustado joven, más los nudillos del fraile aprietan las hojas volviendo a cerrar por la fuerza de su mano la Palabra de Dios.
Después del severo discurso comienza a acusarle de haber estado en Alemania, de la edición de un librito muy nocivo y de conocer a Felipe Melanchton.
Francisco escucha sorprendido el discurso del monje, aunque con cierta inquietud, respondiéndole que esa no era la razón por la que se habían reunido, sino para hablar de la calidad de la traducción y si esta era correcta. La edición del nuevo Testamento será de provecho para sus compatriotas y no un crimen contra el Imperio, tampoco le parece un delito conocer a Felipe Melanchton. Con respecto a la edición de un libro, no sabe de qué le habla.
Después de su defensa, el burgalés se dedicó a relatar los efectos benéficos que la Palabra de Dios producía a las personas que la leían. En ese momento les interrumpió un monje, para comunicarles que un criado del obispo esperaba a Francisco con el fin de llevarle a cenar con su señor. Al parecer, aunque Enzinas no lo sabía, esa era la contraseña que esperaba De Soto, y que confirmaba la llegada de la orden imperial contra Francisco.
El Confesor argumentó, que era mejor dejar el asunto para otro momento, que no le había dado tiempo a leerse todo el texto y que al día siguiente podrían verse nuevamente.
Francisco deja la celda sin sospechar todavía nada y se dirige a la salida, pero nota un comportamiento extraño en los monjes, mas no le da importancia. Cada paso le parece eterno, se siente angustiado y agotado, pero su estado de nervios le produce una inusitada fuerza interior, como la del animal acorralado que agudiza su instinto, capaz de enfrentarse al más fiero enemigo. La pesada puerta se encuentra frente a él. Por unos segundos se queda mirándola y escucha el murmullo ahogado de unos metales y unas botas. Tras pasar el umbral y creyéndose ya a salvo, oye una voz que le dice: “Date preso”.
Un grupo de hombres armados hasta los dientes se abalanza sobre él. Los rostros de sus carceleros se asemejan en la oscuridad a la de la guardia del Templo, dirigidos por representantes del Sanedrín. Francisco mira al cielo estrellado y sin mover los labios profiere una breve oración. Después siente unos dedos que rodean sus brazos y casi levantándole del suelo le llevan a la fuerza a la cárcel de la ciudad.
Continuará
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