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Reír con los que ríen

En nuestro paso por esta vida no son pocos los momentos de dificultad en que tenemos que acudir a personas para que nos echen una mano.
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 02 DE ABRIL DE 2011 22:00 h

Es, de hecho, un signo de inteligencia saber pedir ayuda y también saber ofrecerla. Esto nos dignifica, nos hace más humanos y nos acerca a los que tenemos más cerca. Decimos a menudo también que es en los momentos difíciles cuando uno realmente descubre quiénes están ahí verdaderamente, queriendo decir que aquellos que no te quieren, ante las dificultades, tienden, no a salir despavoridos necesariamente, pero sí a ir retirándose discretamente a un segundo plano para terminar desapareciendo por completo pareciendo decir “Si te he visto, no me acuerdo”.

Aunque este extremo se cumple en bastantes ocasiones y todos probablemente, de hecho, nos hemos sentido defraudados en algún momento por personas de las que, francamente, nos esperábamos más en momentos de necesidad, he de decir que en mi experiencia y en la que me permite ver una buena parte de la realidad en primera plana, desde la perspectiva privilegiada que da la terapia, es aún más difícil saber estar con los que ríen.

Por alguna extraña e incomprensible razón, más allá de lo complicado que nos resulta acompañar y consolar a otros, es mucho más difícil con diferencia saber disfrutar de los éxitos ajenos, alegrarnos cuando a otros les va bien, ser naturales y francos al decir un “Felicidades” o un sencillo “Me alegro por ti”. Porque es en esos momentos primordialmente cuando surge en nosotros una espina que tenemos bien profunda en el fondo de nuestro ser y es espina es la envidia.

Para poder alegrarse del bien ajeno se ha de estar verdaderamente libre de la envidia. Es ese sentimiento que es mucho más que un sentimiento (la Biblia, de hecho, le llama pecado) el que nos impide reconocer en otros lo que hay de bueno en ellos. Es ella y no otra quien nos deja con el semblante inmutable cuando otros están riendo. Es la envidia la que, cuando alguien nos muestra algo por lo que merece la pena alegrarse, en vez de mirar hacia donde esa persona nos indica miramos hacia nosotros mismos, comparando lo que el otro tiene con lo que tenemos nosotros y sentimos cómo la tristeza, el enfado o la apatía nos inundan, porque cuando sentimos envidia no podemos ser felices, de ninguna manera. Son, por definición, estados incompatibles.

La envidia nos incapacita para construir, para edificarnos, para servir a otros. Porque el servicio a otros va orientado a un bienestar que nos trasciende, del que otros se beneficiarán directamente a cambio de nuestro esfuerzo, y esto es algo muy difícil de asumir para quien en ese momento se mueve por la envidia. Así, quedan descartadas la generosidad o el darse a cambio de nada. Para el envidioso no hay momento de mayor regocijo que aquel en el que es consciente de la dificultad o el mal que atañe a otro y aunque le resulte políticamente incorrecto reconocerlo (el envidioso no se pone tal etiqueta a sí mismo ni se va dando publicidad negativa porque sí), en el fondo se alegra porque “cuanto peor está el otro –piensa él- mejor estoy yo comparativamente”.

Es triste la vida del envidioso. No puede disfrutar de lo que tiene cerca, porque es consciente de la realidad de que no puede tenerlo todo, de que todo no es suyo, de que los demás también existen y es con ellos con quien siente que tiene que medirse. Está tan ocupado escrutando lo que los demás son y tienen, cómo les va y cómo no les va, que deja pasar las mayores oportunidades de disfrute y goce en la corta vida que tiene. Y la sensación de brevedad de la existencia es mayor aún para el envidioso, porque nunca vive en el presente, sino en el futuro, en ese momento que augura grandioso porque habrá conseguido todo lo que desea mientras los demás le mirarán a él con la misma envidia que él hoy vive, aunque no reconoce en sí mismo.

Quien padece en sus carnes permanentemente los males de la envidia es un completo inconformista. Nunca tiene suficiente. No es que los envidiosos sólo puedan ser aquellos con pocos recursos o posibilidades. Nada más lejos de la realidad. No hay envidioso que despierte más tristeza que aquel que lo tiene todo y dedica su existencia a tener su vista puesta en lo poco que otros tienen, simplemente porque lo que el otro posee tiene, para él, la característica más apetecible posible: no es suyo, y por tanto, lo desea.

Los ejemplos en el texto bíblico son innumerables. Fue el caso de Caín en su relación con su hermano Abel, que acabó en tragedia, tal y como nos relatan los primeros capítulos del Génesis. Fue también la envidia de sus hermanos la que llevó a José a padecimientos extremos al ser vendido y esclavizado por ellos (todo por una túnica que representaba lo que él tenía y ellos envidiaban). David, el gran rey de Israel y antecesor del que había de venir por excelencia, el Mesías, cae en uno de sus mayores errores al envidiar y codiciar a la mujer de uno de sus oficiales. Él ya había vivido en sus propias carnes lo que la envidia produce cuando Saúl, teniéndolo todo como rey de Israel envidiaba a David por los sentimientos que despertaba en el pueblo. Los fariseos ya en tiempos de Jesús no le toleraban por razones parecidas y no fueron capaces de ver lo que Él venía a traer porque estaban demasiado ocupados en lo que, según ellos, les venía a quitar.

La envidia, en cualquier caso, no es un ente ajeno a nosotros. Está anclado en lo más profundo del corazón humano y somos responsables cuando se instaura en nuestro ser.Cuando hablamos de los males que nos aquejan como entidades que, pareciera a veces, tienen vida propia para nosotros, nos olvidamos de una cuestión absolutamente central: hemos de posicionarnos ante estos males, ante el mal en mayúsculas, para establecer cuánto espacio estamos dispuestos a asignarle, qué parte de nuestras vidas estamos dispuestos a cederle, a venderle, a regalarle.

La lucha contra la envidia, contra cualquiera de los males que nos aquejan, no es una lucha contra carne y sangre. Es mucho más que eso. Es una guerra de dimensiones cósmicas en la que nosotros tenemos muy poco poder (más bien no tenemos ninguno), pero en la que la batalla de batallas está ganada porque otro nos cubre, lucha por nosotros y nos da todo, sin restricciones. Sólo hay una condición, y ésta es una condición justa: la que tiene que ver con darle Su lugar a costa del lugar que quisiéramos darnos a nosotros mismos. Se nos llama, tal y como Jesús llamó al joven rico, a liberarse de todo aquello que nos ata, a él las riquezas, a nosotros, entre otras cosas, la envidia, para darle a Él todo y que Él sea todo en nosotros.

La envidia y sus males derivados están del todo lejos del corazón del Evangelio, quiere restar a otros en vez de servirles. Es todo lo contrario a los que se nos llama en Filipenses 2 (v.4 en adelante), que es mirar cada uno también por lo de los demás y no sólo por lo de uno mismo. El envidioso no mira POR los demás. Simplemente mira A los demás y se retuerce de dolor ante su progreso. La envidia nos hace mirar hacia los demás para compararnos con ellos y no para amarles ni mucho menos reír con ellos cuando algo bueno les sucede. La envidia nos impide amar, que es la esencia misma de las Buenas Noticias de Dios para nosotros: nosotros podemos amar a otros porque Él nos amó a nosotros, porque Jesús “no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” En el reino de los cielos, los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros y el que quiera ser el primero es llamado, en primer lugar, a servir a los demás y a entregarse, tal y como Cristo hizo.

Este es el Evangelio de Jesucristo. Los demás, son nuestros propios evangelios, muy lejos de la esencia del corazón de Dios, cuyo amor trasciende los cielos y la Tierra. El amor, no lo olvidemos nunca, no tiene envidia, no busca lo suyo, no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad (1ª Corintios. 13:4, 5 y 6).
 

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