El barco vira lento pero seguro al este, y luego unos grados al norte, empujando la masa de agua, afeitando la superficie sin llegar a los corales.
Mientras, sopla un viento cortante que pela la orilla que hemos sorteado para dirigirnos hacia el Pacífico. Abandonamos a su suerte a glaciares altísimos cuya cumbre es del mismo tono turquesa del Pehoe junto a las torres Payne. Recibimos sin atención los ecos fluviales del Río Sin Nombre. Cuando nos acercamos demasiado a una caleta, hemos de agacharnos para no darnos en la cabeza con alguna de las ramas que sobresalen sobre el paso y parecen estar exentas de la acción de la gravedad. Arribamos al Puerto Angosto. Caen las cuerdas, resuenan las velas y el motor deja de emitir ese ruido incómodo como de tos que proviene de un estómago que no está en paz. Miro la plataforma que me tienden para saltar del barco, con la madera podrida; se ha convertido en una atracción para la tripulación apostar cuándo cederá.
Soy el único visitante aquí. Se puede hacer un trayecto similar a este embarcando en el crucero que sale de Punta Arenas, pero viajar en ese barco tan imponente me obliga a socializar, y no podría ver a los albatros desplegándose y haciendo esos ágiles cambios de ritmo y de altura que al ser contemplados durante un tiempo prolongado producen una curiosa ensoñación. Sigo el vuelo de uno de ellos, lo veo interponiéndose entre el sol y yo, y éste no me ciega. Luego el ave se va a un acantilado con más vegetación que en los lugares llanos por los que he caminado estos días atrás.
Pongo los dos pies sobre la plataforma, y esta hace un sonido que me convierte en el centro de atención. Todos dejan su trabajo y sobre la cubierta tengo a seis individuos mirando cada uno de mis movimientos, estudiando cada una de mis reacciones. Parece que voy a ser yo quien quiebre la madera. Uno de ellos, a quien no he visto en todo el viaje, se relame como un gato. Otro se seca el sudor de la frente y se abrocha el abrigo. El capitán enciende una pipa e inclina la cabeza a la izquierda, seña de que preparen el flotador para sacarme del agua. Trago con fuerza, y me giro hacia la orilla. Un hombre me espera al otro lado, las manos enfundadas en los bolsillos, sonriente. “Adelante”, me dice con un acento muy trabajado, “es mejor que continúe ahora… decepcióneles”, y apunta con la barbilla a la tripulación, que ahoga unas risas. Me giro del todo, y alguno aplaude. Simpático.
El hombre saca las manos de los bolsillos. Parece que con un gesto que procede de algún lugar indeterminado y fugaz de su anorak rojo me está indicando que avance. Doy un paso, y el quejido de la madera establece el silencio. Hasta los sonidos propios de una orilla helada enmudecen. Doy un salto que me resulta algo ridículo y caigo sobre unas tablas más seguras que hacen de muelle precario, construido con la idea de que antes o después quedará inutilizado, que ha de ser algo transitable pero nunca permanente, con la fuerza que haya de ejercer la huella del hombre sobre esta tierra expectante.
El desconocido me tiende la mano, por una parte para ayudarme a ponerme en pie, y por otro lado a modo de saludo. La decepción se sube al barco de un modo más que evidente. Me sacudo las rodillas, asombrado de que lo que piso es una arena similar a la de una playa blanca, y de que puede formar cúmulos de polvo. La vegetación y la arena que nos rodea no tiene aspecto de ensuciar nada, más bien parecen elementos de una simple conjetura decorativa, de un truco natural. Me despido de la tripulación con un gesto tímido, y echamos a andar como si nos hubiéramos puesto de acuerdo mi acompañante y yo. “Le estaba esperando”, me susurra mientras seguimos un sendero que está ahí dispuesto únicamente para nosotros, invisible desde el barco. Pisamos un banco de arena en el que de vez en cuando aparecen fragmentos de madera y un remolino formado por una cuerda azul.
—No sé realmente qué estoy haciendo aquí... —digo tras una media hora de paseo. Oímos nuestros propios resuellos, y también los del estrecho. Hemos retrocedido un par de kilómetros, hasta un pequeño hueco entre varios montes, como una especie de valle improvisado.
—No se preocupe, estoy al corriente y lo tengo todo dispuesto. Mañana al amanecer podrá zarpar.
—¿Zarpar? ¿Cómo sabía que venía?
—Llevo mucho tiempo solo. He aprendido a organizarme y a leer en los ojos de la media docena de personas que veo al año. Pero estará cansado, voy a prepararle una buena cena, ¿le apetece?
Y dicho esto, tras una duna inamovible y algo escarpada, se presenta una casa de tejado rojo junto a un muelle humeante, aunque quien despide el humo es la casa; este otro muelle es mucho más estable y duradero que en el que he estado hace un rato, y resulta demasiado grande para la pequeña barcaza y para la única y exangüe laguna que hay por recorrer, laguna que bien podría cubrirse a nado. Sí, me apetece la cena y un buen rato de conversación.
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