El color de la piel, los rasgos faciales, el aspecto de los cabellos o la forma de la nariz eran algunos de los caracteres morfológicos que permitían dividir a las personas en subespecies o razas distintas.
La clasificación propuesta en 1944 por el director del Museo del Hombre, Henri V. Vallois aumentaba ligeramente este número. Según su clasificación habría cuatro grupos raciales: australoide, negroide, europoide y mongoloide. También era esta la opinión del famoso genético evolucionista Theodosius Dobzhansky, quien en 1962 escribía que: “las razas son un tema de estudio científico y de análisis simplemente porque constituyen un hecho de la naturaleza” (Gould, S.J.,
Desde Darwin, Hermann Blume, Madrid, 1983: 258).
Hasta aquella época la mayoría de los científicos veían las razas humanas como algo evidente en sí mismo. No obstante,
en 1964 once autores se empezaron a cuestionar la validez de este concepto de raza humana en el libro The concept of race editado por Ashley Montagu.
Actualmente la mayoría de los investigadores considera que la existencia de razas distintas entre las personas, a pesar de las apariencias, no es algo evidente en absoluto. Lo que resulta evidente es la variabilidad geográfica y no las razas.
Es verdad que hay una gran diversidad humana por lo que respecta al grado de pigmentación de la piel, la estatura, la forma de la cabeza, el pelo, los labios o los ojos, pero esta gran variedad no se delimita a grupos geográficos distintos, sino que se da en casi todas las poblaciones. El color de la piel, por ejemplo, presenta una variación tan grande, no sólo entre grupos sino también dentro de cada grupo, que resulta imposible utilizarlo como criterio para establecer una clasificación racial. Como escribe Albert Jacquard:
“El laboratorio de genética biológica de la Universidad de Ginebra ha demostrado que podemos pasar de manera continua de una población muy oscura, como los saras de Chad, a una población clara, como los belgas, mediando tan sólo dos poblaciones: los bushmen y los chaoias de Argelia. Existe un gran número de chaoias que son de piel más clara que muchos belgas, y también hay gran cantidad de chaoias más oscuros que muchos bushmen. La dispersión de esta característica proviene tanto de las diferencias entre individuos de un mismo grupo como de las que existen entre la media de los grupos” (Jacquard, A.,
Los hombres y sus genes, Debate , Madrid, 1996: 84).
Pero ¿por qué fijarse sólo en el color de la piel? Si las poblaciones humanas presentan variaciones para unos veinticinco mil pares de genes, según se cree ¿por qué tener en cuenta sólo los cuatro pares que determinan el grado de pigmentación cutáneo?
¿No sería más lógico estudiar también aquellos genes que controlan otras características como, por ejemplo, los grupos sanguíneos, el factor Rh, la hemoglobina o ciertas proteínas enzimáticas? Esto es precisamente lo que se ha hecho y el resultado ha sido la constatación de que la distribución mundial de las frecuencias con que aparecen tales caracteres no presenta ninguna coherencia geográfica.Se ha descubierto que a nivel de los genes que controlan los grupos sanguíneos ABO, un europeo puede ser muy diferente de su vecino que vive en la casa de al lado y, sin embargo, muy parecido a un africano de Kenia o a un mongol de Ulan Bator, tomados al azar.
La unidad de la especie humana es mucho más profunda de lo que hasta ahora se pensaba y el color de la piel se muestra insuficiente para justificar una clasificación racial.
Esto provocó, a partir de mediados de los 60, que el concepto de “raza” fuera sustituido por el de “población” o “grupo étnico”.
Por lo tanto, no hay “razas superiores” ni “razas inferiores”, como postulaba el eugenismo, porque tampoco existen genes raciales puros. No hay variantes genéticas propias o exclusivas de una determinada etnia que estén completamente ausentes en las demás. De ahí que resulte imposible desde el punto de vista genético clasificar razas.
Los antropólogos consideran que esta inexistencia de razas en las especie humana se debe probablemente a los importantes flujos migratorios. El mestizaje que ha caracterizado siempre a las poblaciones humanas a lo largo de la historia habría impedido el aislamiento genético y por tanto, la aparición de verdaderas razas.
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