Estoy en alguna parte entre los dos archipiélagos que me separan del macizo helado que es Isla Desolación.
Hace dos días abandoné el faro Raper, allá encallado en su montaña. Conseguí aprovechar una patrulla costera y bordear el acantilado hasta Isla Javier. Desde entonces sigo caminando, sin saber qué es niebla y qué hielo, con frío en las espaldas y un extraño calor en los tobillos.
Aquí he de precisar. Un primer recorrido sí que va a través de un archipiélago claramente delimitable, pero luego los archipiélagos son solapados por nuevos archipiélagos, la claridad del mapa no sirve en absoluto, uno llega a desorientarse y no poder distinguir si la tierra que pisa es isla o península o istmo (tampoco las leyes geográficas ayudan al explorador solitario). Uno ve una orilla de frente, a media distancia, y no sabe si ese trozo de tierra con nieve despuntando en ciertos picos es un nuevo lugar con nombre de navegante (con nombre de poeta a su vez), o si ha dado un mal rodeo. No se separe del continente, fue el último consejo, pero ¿no son las islas parte del continente también?
Cuesta trabajo imaginar que esta sucesión de lagos amplios, o senderos acuáticos entre islas, puedan durar siempre. El mundo es más frágil de lo que creemos. Si el nivel del mar subiera, esto será lo primero en desaparecer.
Me dirijo al continente. El verde se va perdiendo y da paso al blanco, un blanco duro que en el mar deja túneles bellos y letales, un blanco que lleva mucho tiempo aquí, capa sobre capa de hielo repletos de ciclos, perdidos de viento. Me pego al continente, donde la tierra arde. Toco el negro suelo abierto y virgen, trémulo. Encierra un millón de corazones pequeños. Veo su humo.
***
Me van faltando capas de ropa a cada kilómetro penoso, sobre endebles terrenos movedizos. Este rostro chileno cambia constantemente, y se anticipa para juguetear con mis notas en la libreta. Cuando espero soledad absoluta, me encuentro con un puerto con un barco rojo enorme que me lleva al siguiente fragmento de suelo. Cuando creo que la próxima orilla será un acantilado imposible de descender, me hallo ante una tranquila playa de arena rojiza y de roca
volcánica. Cuando me acerco a algo que dos horas atrás parecía campo, el terreno se las ha arreglado para vestirse de lomo de piedras redondas como de otro planeta. Me guardo una de ellas porque la considero única, y automáticamente encuentro otra playa igual, repleta de miles de ejemplares exactamente iguales (a mi vista).
Llueve tanto tiempo que no está claro que antes hubiese algo que no fuera lluvia. Me refugio en una cueva de un acantilado. Se despeja el cielo, ha soltado todo el agua, y las nubes reflejan la forma del archipiélago, o eso parece, hasta que el cielo vuelva a tener sed.
Avanzo con pasos agrietados, con labios desgastados también. No debo dejar el camino, me repito, pero a menudo me alejo unos metros y acabo en un fango caliente. Me hundo en el barro y busco flores antes de volver a la carretera violácea. No encuentro ninguna flor. Los días se estiran. El horizonte es de una palidez extrema que provoca las lágrimas, y estas lo envuelven todo.
Las provisiones se acaban. Todo pesa menos. Soy un oso pardo en un lugar donde no hay osos pardo. Después soy débil y un trozo de barro. Un planemo a la deriva.
La noche tiene un precio. Cuando se despeja me hundo en la soledad y la impresión de la cúpula girando no me deja dormir. Más tarde siento que de algún modo esas estrellas inalcanzables me están intentando decir algo. Ahí me duermo. Lo que me querían decir esas estrellas es lo mismo que este mundo salvaje me lleva diciendo desde que salí de casa con la mochila: si pienso que puedo aislarme totalmente de la tierra, me engaño a mí mismo. Al menos eso dice el sur, la amplia llanura austral donde duermen los pardos caballos, sin dueño y a sus anchas.
En el margen derecho de la orilla, eso que es un arañazo que el Pacífico va arrancando a lo que queda de Chile, viven curiosas especies de coral y hay algas.
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Dicen que allí al fondo, tras aquella montaña está el atracadero de donde parto a la isla. Bien podría ser que no hubiera nada.
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