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Japón: ante el dolor de los demás

Un hombre llora ante su casa destruida, tumba improvisada de su madre.
EL ALMA DEL PAPEL AUTOR Noa Alarcón Melchor 19 DE MARZO DE 2011 23:00 h

Otra madre carga a cuestas a su hija por el escenario apocalíptico de un pueblo arrancado de la faz de la tierra. Son las 2:05 de la mañana y alargo la mano para tantear el interruptor de la lámpara de mi mesilla. Desde que apagué la luz hace un rato no he podido pegar ojo porque hay una marea de imágenes que me persigue, una sensación de opresión contenida y permanente sobre el pecho. Y tampoco sabría decir muy bien qué es.

Siento sobre mí el peso del miedo frío, digno de una pesadilla ineludible, y la pena por el dolor ajeno que de alguna manera mi espíritu no puede dejar de sentir.

Sin embargo, cuando lo pienso un poco, me doy cuenta de que eso no es todo: también me siento enfadada. Japón tembló hace días y desde entonces no he podido abrir un periódico ni una página web, ni la televisión, ni la radio, sin el constante martilleo no ya de la información, sino de las fotografías y videos de los sufrientes. De escombros, destrucción y dolor. Nos tienen actualizados minuto a minuto del estado de la central nuclear que está a punto de colapsarse. Minuto a minuto. Yo he encendido la luz porque esta sensación de fin del mundo me sobrepasa y quería disipar sombras, pero no puedo. Porque ahora, sentada en mi cama, solamente se me vienen dos preguntas a la cabeza: ¿de qué me sirve a mí saber ahora mismo, desde mi cama, minuto a minuto, que una central nuclear al otro lado del mundo está a punto de explotar y de causar un desastre?; ¿y cómo puedo digerir el dolor de los demás, de millones de personas que me claman desde las fotografías del periódico, si apenas puedo luchar contra mi propio dolor? La primera pregunta me enfada muchísimo, y la segunda me indigna.

Entonces me acuerdo de que Susan Sontag sabe cómo se siente uno en estas circunstancias y quizá tenga alguna palabra de alivio.

Tenía la sensación de que Sontag había escrito Ante el dolor de los demás hacía años, quizá décadas. Es un libro que desde la primera línea tiene el regusto de los clásicos. Cuando de repente leo una referencia al 11 de septiembre me siento un poco viajera en el tiempo sorprendida y me dirijo a la página de los créditos a buscar el año de publicación: apenas el 2003. Sólo el 2003. Sontag habla en éste su último ensayo (épico y absolutamente recomendable) de cómo la sociedad de la información que empezó a expandirse desde los comienzos del periodismo escrito, la radio y la televisión, hasta la era de internet, ha fabricado una sociedad nueva en la que muchas veces nos sentimos extraños. Sontag lo analiza desde el punto de vista de la imagen. Habla del fotoperiodismo y del papel de la información masiva en la conformación de nuestra moralidad social. Sontag habla de que han existido cientos de conflictos que a lo largo de estos últimos cien años han ido y venido desapercibidos sobre nuestros telediarios, y que solamente se han quedado retenidos en nuestro subconsciente aquellos que tenían un significado añadido más allá de la pura barbarie: aquellos que simbolizaban algo. Y son los periodistas los que fabrican ese significado del que carece en sí mismo el propio conflicto más allá de las intenciones de sus participantes.

La guerra civil española sirvió de símbolo de la lucha antifascista, como ensayo de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo ocurre con los atentados del 11 de septiembre, símbolo de la democracia contra el terrorismo; o las revueltas en Túnez y Egipto, símbolo de la juventud y la responsabilidad social. La guerra en sí no tiene sentido para la naturaleza humana porque atenta contra su supervivencia, pero aquellos que toman parte en ella voluntariamente no lo hacen por el conflicto en sí, sino por su significado superior, por su simbología.

Así pues, el periodismo tiene el deber, para bien o para mal, de convertir a los espectadores en testigos y hacerles tomar parte, hacerles pensar y reaccionar.

Susan Sontag dice: «Durante mucho tiempo algunas personas creyeron que si el horror podía hacerse lo bastante vívido, la mayoría de la gente entendería que la guerra es una atrocidad». Quizá sí, pero la proliferación de la sociedad de la información, sin embargo, no ha hecho descender el número de conflictos.

No pude evitar preguntarme una cosa: si el objetivo del periodismo es alertarnos en contra de la barbarie y los bárbaros, entonces, ¿qué sentido tiene que los periódicos nos bombardeen con las imágenes de un desastre natural donde no hay malos, donde nadie es culpable, y menos aún en un país tan preparado como Japón? ¿Qué sentido tiene si el terremoto de Japón no sirve para aleccionarnos contra ninguna barbarie?

La sociedad de la información en la que vivimos parece que no tiene más sentido en sí misma que la propia información. Tener toda la información disponible en cualquier momento no es malo, en absoluto. Pero no sirve de nada la información por la información, los datos, las noticias, los testimonios, si no hay nadie que sintetice, analice y explique. El gran fallo de la sociedad de la información es que hay muchos licenciados en periodismo, pero muy pocos periodistas.

A tenor de esto, un usuario de Twitter, Dani Barrio, decía hace unos meses: «Ahora es cuando pondría CNN+ para que alguien analizara el comunicado de ETA, pero en su lugar hay una tía comiendo una tostada». CNN+, canal 24 horas de noticias, tenía muchos fallos, pero tenía un gran acierto: siempre había alguien a mano para analizar las informaciones, para explicar y dar una opinión más o menos válida (cuya validez, en realidad, ya dependía de la ideología de cada uno, pero al menos era un punto de partida). Lo quitaron porque no era rentable y rellenaron en hueco con un canal 24 horas de Gran Hermano. Bien, fue pura casualidad, dicen, pero fue una casualidad casi obscena.

El gran reto hoy en día no es encontrar a alguien que te diga lo que ha pasado, sino encontrar a alguien que te explique por qué ha pasado.

Vivimos inmersos en esta vorágine de abundancia sin darnos cuenta, y seguimos con la rutina de querer que nos entretengan bien y rápido. Sontag dice: «la televisión está organizada para incitar y saciar una atención inestable por medio de un hartazgo de imágenes. Su superabundancia mantiene la atención en la superficie, móvil, relativamente indiferente al contenido». Relativamente indiferente, porque sí que importa el contenido. Un contenido que apele al dolor, a la pena, a la estupefacción o a la empatía de los espectadores es tremendamente valioso. ¿Valioso para qué? Para que ese espectador siga pendiente de la pantalla. ¿Cuántas veces vimos caer las Torres Gemelas? Aquella repetición grabándose en nuestras retinas una y otra vez, viendo a la gente tirándose desde una altura suicida, ¿era auténtica información necesaria?

Sé que han muerto cerca de 10.000 personas en Japón. Sé que han desaparecido pueblos enteros. Ya tengo la información y siento mi parte de responsabilidad como ser humano, aunque solamente sea mera empatía. ¿De qué me sirve ahora, días después, ver la imagen del hombre desgarrado sobre sus escombros?¿Qué sentido tiene seguir apelando a nuestra solidaridad? No quiero meter el dedo en la llaga, y quizá sea irrelevante aquí, pero también merece la pena que nos planteemos por qué la palabra solidaridad está tan a menudo asociada al dinero.

No pretendo ser frívola con este tema; la realidad es que ningún ser humano es capaz de pasar despreocupado sobre la cara de dolor de este hombre. La empatía tiene una utilidad y un fin; nos sirve para crear comunidad, para establecer lazos. Ponernos en el lugar del otro tiene muchas ventajas para nosotros, pero, ¿a qué función de mi empatía apelan los medios enseñándome la fotografía de ese hombre? No dejo de pensarlo. Quienes la han publicado, ¿qué quieren de mí? No puedo ofrecerles nada aparte de una mirada al cielo pidiendo bendición. Estoy lejos y debo continuar con mi rutina sin remedio, a pesar de que la cara de ese hombre me tiene partida el alma en dos. Incluso aunque donase mi dinero, no serviría para acolchar el dolor de aquel hombre ni del que a mí me acompaña.

Y mucho menos para acolchar el miedo nuclear.

¿Es la sociedad de la información de hoy en día un mal necesario o una condena?

Gran parte del periodismo ha desaparecido al mismo ritmo que aumenta la información a la que tenemos acceso. Así, estamos condenados a las garras de los que solamente quieren lucrarse con nosotros. «Las noticias han sido transformadas en entretenimiento», dice Sontag. Yo no puedo hacer nada. Apago la luz de la mesilla e intento pensar en otra cosa.
 

 





 
 
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