El Futaleufú es río delgado y sanguinario.
En cambio, el Palena por esta zona parece más bien apacible, pero es tan asesino como el otro. Te mata con la mirada. Te paraliza y absorbe. Contemplarlo al anochecer te ayuda a distinguir entre frío, muerte y sueño, tres cosas bien distintas pero que se suelen asociar.
Me refugio en una cabaña que es igual a otras muchas por las que he pasado. El suelo de madera encantador, la chimenea acogedora, el recibimiento con velas y simpatía encapsulada. La funda de plumas, el despertador antiguo, la disimulada cómoda de cajones vacíos, el agua caliente, la cama con estructura de hierro, la moqueta de la entrada con pisadas de hielo multiplicadas, mojando sobre mojado, arrastrando al interior las partículas únicas que conforman el agua particular y con su paso habilitando el viento del exterior, el suspiro de la Patagonia, la hojarasca y cáscaras de una especie de hierba que peligra. La ventana, o mejor dicho, mirar por la ventana enfundado en un jersey con una taza humeante y los labios inadaptados al ambiente, incrédulos mientras dirigen el aliento al calor del café, un aliento que poco tiene que ofrecer frente al soplido del exterior.
El exterior que es como el lobo que sopla la casa de unos seres humanos tan simples y ramplones, tan impresionables como los jabatos que peligran como esa especie de hierba. La contemplación del glaciar a lo lejos, en el fondo expuesto en el interior de la cabaña-hotel con su desayuno en plan buffet, con su zumo de piña, sus cereales con yogur, sus panqueques, sus tajadas de jamón con mantequilla, caramelo y la alternativa de la malta, los huevos revueltos, el cuernito (cruasán), el filete ahumado de trucha cuya piel era de color verde aceituna, desayunar la palidez de esos ojos. Subir tras el fuerte desayuno por unas escaleras de pino de los alrededores, una construcción a prueba de terremotos y deshielos, de lluvia y humedad, pero de un quejido perenne, una respiración lenta si se quiere.
Preparar la mochila para una excursión al glaciar. Meter en ella los calcetines de repuesto, agua (para ver agua en estado líquido), un jersey adicional, el bloc de notas, un par de provisiones por si entra hambre, un termo rojo con té hirviendo, unos pequeños prismáticos, arena del día anterior. Un último vistazo al desorden de la habitación. A mi regreso, alguien habrá sacudido y cambiado las camas, pasado el aspirador, limpiado el baño, vaciado las papeleras, recolocado la Biblia de los gedeones, quizá habrá repasado la transparencia de las ventanas para poder seguir contemplando la montaña con el bloque enorme de hielo sobre su cabeza, desde la seguridad y austeridad impostada de la cabaña. Una seguridad que permite mirar de frente al resto de la naturaleza, fijada tras los dobles ventanales, quieta, muda. Una seguridad que es la que guía la mano al libro de firmas de la entrada, que escribe los titulares de los periódicos gratuitos en varios idiomas, leídos como si estuvieras en otro planeta y ninguna de las malas noticias pudieran alcanzarte, pero pudiendo congratularte a la vez de las que te son más cómodas. La firmeza de carácter que es precisa para hacer caso (omiso) de los mapas de rutas alternativas para disfrutar de la vista del glaciar desde varias perspectivas, de las octavillas con consejos frente al sol ausente, con recomendaciones para el factor de protección, con sencillas instrucciones para primeros auxilios, salir del estupor y el bloqueo si te tuerces un tobillo, si te cae un bloque de hielo encima, si resbalas, si te congelas las puntas de los dedos, si has ingerido una espina de trucha traicionera, si un animal de tamaño medio decidió jugar contigo sin pedir permiso. El listado de multas por arrojar basura, por hacer las necesidades en lugares no aptos ni acotados, por bañarte donde no debes, o por pintar en los muros de la cabaña para escapar del aburrimiento, ese aburrimiento que no aprendiste a aceptar y disfrutar.
Caminar apresurado por el margen de la austral. Cruzar la siete. Surcar el río, perderlo, volver a verlo transformado en otro. Pasar las horas escuchando el esfuerzo de la caminata, la salivación al mordisquear un trozo de hierba como los antiguos pioneros, el sudor cayendo junto a los ojos. Llegar a la mole gigantesca que cae en un chorro enorme por la abertura en la roca. Sentirse diminuto, admirar el hielo. Adormecerse bajo la escarcha y cansarse de mirar, cansarse de no cansarse de mirar. Mirar de reojo. Dar la vuelta al glaciar. Situarse de espaldas a la obra que nace y muere en un ciclo que no se detiene mientras otros miran y señalan a la hora de la comida.
Frotarse las manos en la entrada de la cabaña. Saltar tímidamente y sacudirse la inmundicia de las suelas de las botas. Sentir la calidez desentumeciendo de nuevo el rostro. Volver a percibir las mejillas. Regresar a la ventana. Volver a hidratarse, a la seguridad confortable. Dejar entrar a una polilla que revolotea alrededor de la bombilla de la habitación. Echarse y contemplar su aleteo. Más fascinante que la quietud del glaciar. La mancha blanca en el cuerpo del insecto cuando se detiene. Bostezar y temblar. Asistir a la desaparición de los acontecimientos de la jornada. Mañana el amanecer se producirá en el mismo sitio, pero ya no será igual.
En todo esto hay parte de frío, algo de muerte y una pizca de sueño. Pero estas son cosas realmente distintas entre sí.
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