La razón es que don Quijote hablaba en
antiguo, algo de lo que los lectores modernos hispanos tampoco nos damos cuenta porque a nosotros
todo el Quijote nos suena a viejo. Aunque nunca, desde los tiempos bíblicos más pretéritos, se dejó de hablar hebreo (ni en la tierra de Israel ni en la diáspora), no era más que una lengua litúrgica, desprovista de la efervescencia, la rapidez y el brillo de las lenguas vivas. Durante siglos los poetas se esforzaron por desencorsetar la lengua, por introducir neologismos y avivar la sintaxis, y hasta finales del siglo XIX no lo consiguieron del todo. Lo que acabó haciendo Bialik con su traducción, por asombroso que parezca, fue hacer que el don Quijote hebreo hablara con una extraña mezcla de hebreo y arameo, porque el arameo, hoy lengua casi muerta, a los hebreos les suena a viejo: les suena a esos viejos rabinos que leían solemnemente el Talmud en la sinagoga. Y funcionó.
Bialik conocía bien que las traducciones no dependen de la literalidad ni de la libre interpretación, que no solamente se traduce la lengua, sino también la cultura. Traducir es el arte de saber transportar las ideas, lo más indemnes posible. Y al igual que si quisiera transportar el agua en el hueco de las manos, como dijo un sabio, el traductor es un traidor (
traduttore, traditore) que nunca tendrá la opción de hacer un trasvase perfecto, porque es humanamente imposible, porque las lenguas tienen un defecto en su raíz que las hace incompatibles entre sí. Y el traductor lo sabe, a pesar de todo, y sigue traduciendo. Y por eso es un traidor.
Pero aún así, un buen traductor, aquel que sabe de las dosis justas de literalidad e interpretación, es un bien demasiado preciado como para minusvalorarlo o dejarlo en la sombra. No solamente son los responsables de gran parte de la cultura a la que tenemos acceso, también son indispensables en cosas mucho más mundanas: el comercio, las comunicaciones o la política.
En un mundo cada vez más globalizado, los traductores son cada vez más indispensables. Y el mundo editorial moderno están mal pagados y mal reconocidos.Son muy pocas las editoriales que ponen en sus portadas el nombre del traductor de la obra, y muy pocas las que reconocen y aprecian su labor más allá de su nombre en minúscula cursiva en la página del copyright. Solamente he visto un libro editado que haya utilizado como reclamo que ganó el Premio Nacional de Traducción (aunque quizá sea que yo he buscado poco). Aún así, el asunto con el tiempo va mejorando, y desde aquí le doy las gracias a las decenas de locos que deciden estudiar y dedicarse a esto.
¿Qué sería de nosotros sin los valientes que se atrevieron a traducir a Dostoievski, a Balzac, a Poe o a Rilke? ¿Y qué haríamos sin los locos que hoy se atreven con Banville, Littell, Perec? Sin traducciones no tendríamos gran parte de la literatura de la que disfrutamos, no porque no podríamos leerla, sino porque muchos autores a los que leemos no la habrían leído, y entonces no habrían escrito, inspirados por nada.
No tendríamos
El nombre de la rosa, de Umberto Eco, si alguien no se hubiera atrevido a traducir a Borges al italiano (¡a Borges, nada más y nada menos!) en los años 50. Ni podríamos leer
Un cuarto propio de Virginia Woolf si el mismo Borges no lo hubiera traducido al español conteniendo de manera asombrosa su propio ímpetu creativo. Sin traductores habríamos sucumbido ante la confusión de Babel (Génesis 11:1-9), y de la confusión al caos a penas hay un traspiés. Por cierto, el magnífico George Steiner (un cascarrabias épico) habla tan bien de la cuestión de Babel y de los límites de la traducción en
Después de Babel (1980) que sobra un poco cualquier cosa que haya dicho cualquiera después, a excepción quizá de Paul Ricoeur, que en
Sobre la traducción (2004) plantea sobre las tesis de Steiner una de las preguntas más inquietantes que se haya hecho el hombre jamás sobre su creencia o descreimiento de Dios: «…¿por qué no una sola lengua? y, sobre todo, ¿por qué tantas lenguas, cinco o seis mil, según los etnólogos? Todo criterio darwiniano de utilidad y de adaptación en la lucha por la supervivencia es burlado; esa multiplicidad innumerable es no sólo inútil, sino también perjudicial». Y ciertamente, pensándolo un poco, ya que la multiplicidad de las lenguas no trabaja a nuestro favor como especie en la carrera de la supervivencia, ¿acaso no podría entenderse como una evidencia real de la existencia en el mundo del pecado del hombre contra Dios? ¿Y no fue precisamente el primer problema de Babel la falta de buenos traductores?
Precisamente, volviendo a nuestro tema, el problema de que los traductores estén tan mal reconocidos es que entre las rendijas que deja este sistema corrompido se puede colar cualquiera. Y un mal traductor es capaz de arruinarte el día. Y es capaz de montar grandes líos.Paul Watzlawick pone algunos buenos ejemplos en
¿Es real la realidad? (1976). «Traducir es un arte, lo que implica que incluso un mal traductor es siempre mejor que una máquina traductora», dice Watzlawick en su libro, lo cual implica que tenemos un serio problema en este mundo computarizado en el que todos creen que el traductor de Google y el corrector ortográfico de Word pueden resolvernos todos los problemas.
Traducir es un arte, y además, es un arte silencioso, porque el que traduce debe pasar desapercibido, tanto así que el lector, al terminar el libro, apenas haya percibido su presencia como un leve hálito fantasmal sobre la faz del texto. Un traductor que hace lo contrario acaba siendo una desgracia. Hay malos traductores que imponen, que se hacen notar, que no quieren pasar desapercibidos. Tan malo es un traductor sin pasión, indolente y dejado que traduce literalmente sin importarle refranes, frases hechas, juegos de palabras o cuestiones culturales, como uno que tergiversa y manipula, que consciente o inconscientemente se cree en la obligación de
mejorar el texto del autor. Casi es más peligroso el que decide que lo que dice el autor no se entiende y lo manipula, lo presenta con otro orden, otras palabras y otro ritmo: esos traductores, aun con toda su buena intención, están mancillando el texto. No hay nada más frustrante que descubrir que no estamos leyendo la versión más honesta y aproximada a las auténticas palabras de un autor, sino que hay un señor en medio, un desconocido, un anónimo traductor, que ha decidido dejar plasmada para la posteridad su propia opinión que a nadie le importa.
En realidad, cuando el sistema editorial funciona como debe, estas traducciones tergiversadas no llegan a ver la luz. Pero de vez en cuando alguna se cuela. Los que a veces leemos obras de tintes evangélicos sabemos de lo que estoy hablando.
Por desgracia, de entre todos los libros de temática espiritual cristiana que podemos encontrar en una librería, de vez en cuando nos encontramos con algunos (principalmente esos que vienen de EE.UU.) cuya traducción nos chirría los oídos como si nos estuvieran retorciendo los tímpanos por dentro. Y ojo, no estoy hablando de que las traducciones hechas en América sean malas, estoy hablando, sencillamente, de malos traductores. De esos traductores sin oficio que escriben como hablan (ortográficamente correctos, pero incapaces de cambiar de registro). A eso, de toda la vida, se le ha llamado incultura.
No estoy potenciando ese mal prejuicio de los que dicen que solamente es válido el español peninsular. Eso es mentira. Estoy hablando de que muchas editoriales prefieren ahorrarse dos duros antes de invertir en buenos traductores, sean españoles, colombianos o argentinos. Porque no es lo mismo que en el (malogrado) doblaje del cine y la televisión: al leer es nuestra voz la que habla en nuestra cabeza, es nuestro propio acento y nuestro propio tono. Pero a veces, en ciertas traducciones, empezamos a notar que no nos resulta familiar, que no es nuestra lengua: la han forzado tanto que ya no es elegante, es como si estuviera dada de sí. Empezamos a distanciarnos de lo escrito y ya no nos cala tan hondo. Llega un momento en que dejamos de escuchar nuestra propia voz: es entonces cuando chirría, y no es un sonido agradable.
La literatura nos permite ensanchar los horizontes del lenguaje, y el español de América es una fuente inagotable de horizontes. En la literatura evangélica estamos demasiado mal acostumbrados a tragarnos textos que quizá en su original nos ayudarían a ensanchar esos horizontes, pero que el poco agraciado traductor ha convertido en una carrera de obstáculos. Y sé que todos los que están leyendo esto tienen ejemplos en la cabeza. No hablo de vocabulario, ni hablo de sintaxis. Hablo de eso sin nombre que nos separa del texto y que todos conocemos.
Porque
parecen dos mundos demasiado lejanos, unidos únicamente por la línea que divide a las buenas editoriales de aquellas a las que no le importa: ni les importa el texto original, ni los autores, ni los lectores. No les importa la calidad de sus traductores. Aquellas que creen que el mensaje cristiano que contienen sus libros no importa que se transmita de manera pobre y deslucida, porque «eso a Dios le da igual». Siento mucho tener que discrepar, porque precisamente Dios es un gran
fan de la belleza: él lo hizo todo hermoso, y espera un poco de eso de nuestra parte. Y no hay nada más bello que terminar de leer un libro traducido, el que sea (un cuento de Flannery O’Connor o Chejov) y sentir el peso liberador de la revelación bajo nuestros párpados. Haber pasado por allí sin habernos dado cuenta de que hubo alguien leyendo e interpretando por nosotros, susurrándonoslo al oído. Descubrir las ideas de los que las imaginaron como si no existiera Babel, como si todos habláramos el mismo idioma, como si todos pudiéramos volver a la ilusión de que aún tenemos una lengua común con la que todos nos entendemos y con la que podemos acercarnos a Dios.
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