La hija -llamémosla “Ana”- ve con dolor cómo ninguno de sus hermanos está dispuesto a sacrificarse en lo más mínimo para participar en el largo e intenso proceso de cuidados que se avecina. ¿Problemas de tiempo, de trabajo, de conciliación familiar? No. Falta de generosidad.
“Laura” y “Javier”, tras largo tiempo de lucha sin cuartel, terminan su relación de pareja “a la tremenda”. Sobre la mesa, todo tipo de acusaciones, reclamos y, principalmente, demandas absurdas, hasta la de que se devuelvan entre sí cosas tan inverosímiles como “un lápiz amarillo que había sobre la mesilla” o “una libreta gastada que me has robado”. ¿Posibilidad para la concesión? Ninguna. “Ya puestos, de perdidos al río”. ¿Desamor? Sí pero, principalmente, falta de generosidad.
Huelga de controladores (por poner sólo un ejemplo). Brutal. Impuesta. Sin tregua. ¿La demanda? Menos horas, más salario, cumplimiento del convenio… todo legítimo, menos las formas y el contexto. Mientras unos hacen maravillas a diario para estirar la barra de pan, otros sólo ven que lo que está en juego son sus 200.000 euros al año. Muchos, los que más estabilidad y seguridad tienen en sus contratos y sus nóminas se hacen cruces por reducciones que, si bien asumo que molestan y que no debieran ser la única medida habiendo otras más urgentes, ponen de manifiesto a menudo que no nos terminamos de enterar de la situación en la que estamos.
¿Falta de visión o de perspectiva? Principalmente, de solidaridad o, lo que es lo mismo, de buena medida de generosidad.
Esta pequeña lista, como bien podrán imaginarse, puede ampliarse con facilidad hasta límites insospechados, porque quizá una de las características más arraigadas de nuestro tiempo es la falta de generosidad a todos los niveles, metámonos todos y sálvese el que pueda. “Que no me quiten nada de lo mío, que lo mío es mío y lo tuyo, si te dejas, es mío también”. Ni mi tiempo, ni mi forma de hacer, ni mis preferencias pueden estar en la cuerda floja…
En cierto sentido, nos hemos vuelto de cabeza a la infancia, haciéndonos caprichosos hasta el esperpento, esperando que se cumpla en primer lugar lo que está en nuestros deseos, al margen de que haya otros asuntos más urgentes, más legítimos, más justos… que requieran de una concesión aunque ello implique un abandono momentáneo de la propia comodidad, de los propios deseos, del “yo mismo”, en definitiva. ¡Cómo nos cuesta! Y es en épocas de dificultad generalizada en las que esto se hace más patente, porque lo que se palpa en el ambiente, más que un “Vamos, que sólo juntos podemos”, es un “Sálvese quien pueda, que si no nos toca compartir”.
El planteamiento de Evangelio es del todo opuesto.Si algo se destila del mensaje Bíblico es la idea y, más aún, la realidad llevada al absoluto de la generosidad. No sólo el vocabulario bíblico rebosa este valor por todas partes (pensemos, si no, en términos como la gracia, la ofrenda, el sacrificio, la vida tal y como se plantea en sus líneas, u otros como abundancia, dádiva, justificación o redención), sino que su mensaje llama a entregarse a otros, a poner la otra mejilla, a amar al prójimo como a nosotros mismos, poniendo como referencia perpetua el supremo sacrificio de Cristo en la cruz y llamándonos permanentemente a servir a otros.
En la Biblia siempre aparece “el otro”, desde los diez mandamientos hasta la gran comisión. Y esto marca una diferencia abismal respecto a muchas de las grandes religiones, en algunas de las cuales se llama a la meditación, a la construcción y profundización en uno mismo o, como mucho, a la propia salvación, aunque ésta haya de producirse a través de guerras santas y de sus sangrientas implicaciones.
Nuestro Dios es un Dios generoso que nos llama a ser generosos.Se nos pide, al que reparte, que lo haga con liberalidad; al que preside, que lo haga con solicitud; al que hace misericordia, que lo haga con alegría(Romanos 12:8). Se nos invita a entregar la capa cuando se nos pide la túnica (Mateo 5:40), a ofrendar de lo que nos cueste algo, no de lo que nos sobre (1º Crónicas 21:24) y a una vida en la que el bienestar de los demás tenga el mismo peso que para nosotros tiene el nuestro. Perdonar al otro es un ejercicio de generosidad permanente desde el Evangelio y se insta a que se haga, no una, sino hasta setenta veces siete (Mateo 18:22). El mismo fruto del Espíritu del que se nos habla en Gálatas, ese amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza… ¿no tiene de base, acaso, una buena dosis de generosidad? ¿Cómo se es paciente, si no es regalando tiempo? ¿Y cómo manso, si no es retardando la respuesta de ataque? ¿Qué se hace para amar a quien tenemos cerca si no es siendo generoso?
Esto no está de moda, obviamente. De hecho, al generoso hoy se le llama ingenuo e, incluso, si me apuran, tonto, diciéndolo suavemente para no perder la elegancia. Pero al margen de modas, que son temporales y pasajeras, lo que no cambia es el concepto central y fundamental del Evangelio: la gracia, lo que se da generosamente, no como recompensa por algo que se merece, sino por el propio carácter de quien lo otorga. Nosotros no tenemos ese carácter de manera natural, pero por gracia el Espíritu de Dios obra en nosotros para que podamos serlo en Él, siendo así reflejo de parte, al menos, del amor y la abundancia que hemos recibido. Esa abundancia, en la Revelación de Dios a nosotros, Su Palabra, no es el final. Es sólo el principio. La generosidad es llevada por el Señor a entremos difícilmente expresables con palabras, pero que han conseguido, gracias a la inspiración de quienes escribieron entonces la Biblia que nosotros disfrutamos hoy, llegar a nosotros en forma de mensaje precioso, como el que nos muestra, por ejemplo, en textos como Romanos 5:20 (cuando habla de que, “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”) o en Juan 1:16 (al decir “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”).
¿Cómo se puede sumar gracia sobre gracia? Más aún, ¿cómo a un concepto que, de por sí, rebosa generosidad, se le puede añadir una buena medida de lo mismo y rechazarlo?
No hay nada de humano en la generosidad. Lo tiene todo de divino y sobrenatural para nosotros, a la vista está, y es precisamente por eso que debiéramos considerarla como el regalo precioso que es, no sólo para nosotros, como primera y a menudo, pareciera, única persona, sino generosamente, cuanto más mejor, también para los que nos rodean.
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