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Aristóbulo y la luz

- Señor Aristóbulo, es su sobrino nuevamente al teléfono.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 26 DE FEBRERO DE 2011 23:00 h

El mayordomo salió y Aristóbulo quedó solo, en penumbra, ante la ingente chimenea. Escuchaba el chisporroteo incesante que incrementaba su ira, aferrado a los brazos de su butaca de roble y terciopelo, sintiéndose irremediablemente impotente. Las llamas se le antojaban una escapatoria viable, si tan solo tuviera el valor de lanzarse a ellas, vería la consumición de su cuerpo y el fin de sus lamentos. Al fin y al cabo, ya había vivido sesenta y cinco años de éxitos y poder… se levantó desorientado en la oscuridad de sus ojos y dio cuatro puñetazos al aire, tratando de hallar qué destruir.
- ¡Maldito accidente!- gritó.- ¡Mil veces maldito!

Aún se estremecía con el recuerdo de su cuerpo impactando dentro del Mercedes. La carretera empapada de lluvia, el disco de Frank Sinatra y la prisa. Tal fue la fuerza con la que chocó contra el salpicadero, que supo que sus ojos abiertos de susto no lo resistirían. Crujieron como huevos duros, se apagaron en un instante. Desde entonces estaba ciego, sumido en la soledad del que se resiste a asumir su desgracia. Sólo y en aquella sombra eterna. Por eso la atracción de las brasas y el ideal descanso de la creciente angustia. Él, Aristóbulo Ayala, nunca había conocido la frustración, ni tan siquiera los límites que acotan la cotidianidad de los mediocres. Se puso entonces de pie, impulsado por el resorte de una certeza: Daba igual el coste, compraría la solución.

***

- Que el señor tome asiento aquí, por favor. – El Doctor Hidalgo le señaló al mayordomo la silla frente a su escritorio.- Y déjenos solos.

No hacía falta mayor presentación. Aristóbulo sabía quién era aquel médico, cuánto costaba su trabajo y cuán extensa era su reputación.
- Ningún cambio ¿Me equivoco?- Inquirió el doctor directamente.
- Ninguno. – Aristóbulo sostenía entre sus piernas el bastón de marfil y se aferraba con ambas manos a la empuñadura.
- No es capaz de percibir ninguna sombra, ni luz ¿Cierto?
- Cierto.
- Entonces, don… Aristóbulo, sólo habría una solución.

Aristóbulo quedó estupefacto. Había visitado a más de veinte médicos de prestigio y viajado a doce clínicas de diferentes países, dotadas con la tecnología médica más avanzada, pero siempre había recibido la misma respuesta: “No hay nada que hacer”. Por supuesto, disimuló enseguida y volvió al rictus serio y de ceño fruncido que le caracterizaba.

-¿Y cuánto va a costar esa solución?- Preguntó, indiferente.
-¿Cuánto cuesta la luz? – Respondió el médico.
- Tanto como haga falta.- Cedió al fin el aristócrata.
- Verá… lo que vamos a hacer es… ¿cómo decirlo para que no suene tan hosco? Ilegal en parte.
- No importa.-Aristóbulo comenzaba a creer en un plan que aún desconocía.- El dinero todo lo transforma, voluntades, medios e incluso, querido amigo, leyes.
- ¿Adelante entonces? ¿Confía usted en mí?
- Plenamente, doctor Hidalgo. Plenamente.

***

Cientos de indigentes recibieron una propuesta irrechazable: Dejarse estudiar los ojos para un estudio sobre la degeneración macular, a cambio de un fajo de billetes que les aseguraría el estómago lleno durante un año. A ellos, que no tenían nada que perder, que nunca habían sido objeto de nada, ni siquiera de estudio, se les presentaba la oportunidad como una tabla de salvación.

El moderno edificio de Viewsanity and Technology Company se erigía imponente ante los andrajosos que formaban la interminable fila. Hombres y mujeres, en su mayoría adultos, cubiertos de roña y desesperanza, charlaban animadamente entre sí mientras veían las horas pasar. Los que salían no podían dar detalles más halagüeños: Un trato exquisito, un vaso del café más delicioso que jamás habían probado, tres pruebas sencillas e indoloras, y por supuesto, el bolsillo rebosante de un dinero caído del cielo.

Cristóbal entró ya caída la tarde. El suelo de hall era de mármol brillante y resbalaba bajo sus zapatos añejos.
- Por aquí, por favor.

La azafata sonriente le indicaba el ascensor cubierto de espejo. Durante el ascenso a las planta treinta y cinco, Cristóbal no quiso observar su reflejo. Tan ínfimo se sentía, tan lejos de merecer contemplarse. Se detuvo el aparato y tras las puertas apareció el laboratorio, blanco y aséptico, con cuatro grandes máquinas complejas acompañadas por sendos doctores.

- Empezaremos por aquí.- El doctor Hidalgo coordinaba cada caso.

Cristóbal caminó dubitativo, incómodo por soportar el peso de tantos pares de ojos sobre su inmundicia. Bastaron quince minutos, ése era el hombre que buscaban. Un guardia de seguridad bajó corriendo a la puerta y vociferó despectivo:
- ¡Todos a su casa! ¡Esto ha terminado! ¡Si no veo la calle vacía en cinco minutos, os dejo la cara hecha un poema!

Las azafatas dejaron de sonreír, la máquina del café fue apagada y las resplandecientes expectativas de la larga fila que aún quedaba, disueltas. La búsqueda había llegado a su fin.

***

- No entiendo…- Cristóbal fue llevado a una habitación sin ventanas, con tan solo una mesa y dos sillas. El doctor Hidalgo le observaba complacido.- Los otros dijeron que las pruebas eran…
- Los otros no son usted.- Interrumpió el médico.- Señor…
- Cristóbal Montes, para servirle.
- Bien, señor… Montes. Antes de nada quiero aclararle que la propuesta que me dispongo a hacerle es estrictamente confidencial. Si se le ocurriera divulgarla nosotros la negaríamos rotundamente e incluso, comenzaríamos acciones legales contra usted por difamación.
- Pero yo…
- Aún no he terminado, señor Montes.- El doctor Hidalgo se inclinó hacia delante y clavó en él sus profundos ojos oscuros.- ¿Ha quedado claro que jamás nadie debe saber que esta conversación ha existido?

Cristóbal asintió. No entendía muchas palabras de aquel médico, quería irse y olvidar aquello.
- Queremos comprarle algo, señor Montes.
- ¿A mí? Si yo no tengo nada.
- Se equivoca, tiene algo que es tan valioso como para costar… - Le acercó un papel sobre la mesa con la cifra de 500.000 € escrita en grandes números.

Cristóbal no supo qué responder y quedó boquiabierto.
- Sus ojos valen tamaña cantidad, señor Montes.
- ¿Mis ojos?
- Resulta que la fortuna ha querido que usted sea donante compatible con uno de mis pacientes, hombre importante que quedó ciego. Él está dispuesto a pagarle esa cantidad a cambio de sus dos ojos.
- Entonces… yo quedaría ciego.- Le horrorizó la simple idea.
- Efectivamente, señor Montes, pero ya no sería pobre, ni dormiría en la calle, ni pasaría hambre. Con ese dinero podría comprarse un piso y pagar a una persona que le acompañase en todo momento. Con el resto, viviría tranquilo el resto de su vida, sin preocupaciones. Si lo pensamos bien, tampoco hay tanto que ver en este mundo terrible…
- Tengo que pensarlo.- Cristóbal comenzaba a dudar, le sudaban las manos.
- Le doy diez minutos, ni uno más.

El doctor Hidalgo salió de la habitación y el mendigo quedó solo, ante la pared desnuda, diáfana y blanca. El dilema le carcomía las entrañas y los pensamientos se agolpaban en su mente. Ver o comer, dura decisión. Tal vez el médico tuviera razón ¿de qué le valía ver si mañana podía morir de frío en cualquier boca de metro? ¿Cuánto valdrían los ojos podridos de un pordiosero muerto? Además, era tanto dinero… tanto que nunca más se le volvería a presentar esa oportunidad. Cerró entonces los ojos un instante y trató de acostumbrarse a ver aquello, la infinita oscuridad. Vinieron a su mente los recuerdos de su niñez, de su adolescencia, las pocas caras amables de su devenir indigente, el amanecer, las estrellas… nada volvería a mostrarse ante él ¿Qué pasaría entonces con sus recuerdos? Quizás se acabarían borrando, quizás no acumularía ninguno más, nunca, y la oscuridad acabaría por devorarle. Ver o comer… definitivamente… ver.

- ¿Señor Montes?- El doctor Hidalgo había entrado de nuevo en la habitación sin que Cristóbal lo advirtiera.-¿Ha tomado usted una decisión?
- Sí, la he tomado.- Fue rotundo, como hacía mucho que no lo era.
- ¿Y bien?- El médico sonrió condescendiente.
- Su oferta es muy tentadora, pero prefiero ver, muchas gracias.

Se puso en pie y se marchó, tomando el mismo ascensor rumbo a la planta baja. No le había dado tiempo al doctor a rebatir, no fuese a ser que lograra convencerle con sus inteligentes artimañas. Él era pobre, sí, pero la luz no se vende, no es un producto para canjear.

Dos días más tarde, a Cristóbal le asaltaron tres hombres mientras dormía en un callejón, cubierto por cartones. Solo recuerda que le inyectaron algo que le hizo dormir, no sabe cuánto tiempo, pero despertó ciego, con las cuencas vacías, impotente y siempre pobre.Entonces entendió las amenazas veladas del doctor, si trataba de denunciarles… ¿quién creería a un indigente? Los poderosos se habían salido con la suya, una vez más. Trató de incorporarse a duras penas, estaba muy mareado, seguramente por el efecto aún latente de la anestesia. Metió una mano en el bolsillo y halló un billete, no podía ver cuál era su valor, pero seguro que no se trataba de un billete de 500.000 euros. Pidió ayuda para cruzar la calle, se chocó con una farola, un coche y un peatón. Llegó desmayado a una cafetería y blandió el billete mientras imploraba un café. La camarera le sirvió con desgana.

***

El doctor Hidalgo quitó cuidadosamente las vendas de los ojos de Aristóbulo. De nuevo la luz, distorsionada al principio, enfocada después.

- ¿Qué tal? ¿Cómo se siente, señor Ayala?
- ¡Veo! ¡Veo! – Aristóbulo olvidó sus años y su posición y saltó de alegría como un chiquillo.- ¡Es un milagro! ¡Gracias doctor, gracias! ¡No tendré vida para agradecerle lo que ha hecho por mí!
- Nuestra deuda está saldada, señor Ayala. Ha sido usted muy generoso.- El doctor Hidalgo sonreía complacido por su hazaña.

Aristóbulo sintió un breve debilitamiento y se sentó enseguida.
- Tómeselo con calma.- Recomendó el médico.
- Hay algo que me preocupa.- Aristóbulo jadeaba por la emoción.- ¿Está usted seguro de que el desgraciado ese no dirá nada a la policía? ¿o a la prensa?
- Segurísimo.
- Yo creí que aceptaría el dinero… quién iba a imaginar que se haría el interesante el malparido…
- Le vuelvo a hacer la pregunta que le hice en nuestra primera reunión, señor Ayala ¿Confía usted en mí? Nadie nunca sabrá cómo se ha dado su curación. Nadie. Nunca.
- Confío plenamente.
- No hay más que hablar entonces.

Se estrecharon las manos y el doctor Hidalgo salió de la consulta, mandando a tres enfermeras que se encargasen de Aristóbulo, sus curas y demandas. Pues no hay nada más importante que tener al cliente siempre contento.

***

La primera noche fue la más larga, llena de pesadillas y sobresaltos. Aristóbulo no había podido impedir que decenas de conocidos y allegados acudieran a su casa para felicitarle. La noticia había cundido como la pólvora y ya los periódicos preparaban los titulares para la mañana siguiente: “El titán vuelve a ver” o “De la oscuridad a la gloria que siempre tuvo”. Atendió a todos brevemente, con una copa de champán y unas palabras emocionadas y se retiró temprano a su dormitorio, la medicación era demasiado fuerte y el médico le había recomendado descansar, ya saben, estas operaciones, hay que hacer caso a los doctores, gracias por venir, es en estos momentos en los que se agradece una mano amiga.

El mayordomo le acompañó escaleras arriba y le ayudó a ponerse el pijama.
- Voy a pasar al baño, vete y echa a esos buitres de mi casa.
- Como usted diga, señor.

Se lavó la cara con agua fría y asió la toalla de algodón. Estaba pletórico, empoderado de nuevo, henchido de orgullo por haberle ganado la partida a la desventura.

Fue entonces cuando sucedió. Se miró en el espejo y se descubrió diferente.Con tanto revuelo y compromiso social, no había tenido oportunidad de observarse, así mismo, con sus nuevas adquisiciones. Pero ya no era él, era otro quien le miraba a través del reflejo. Eran los ojos del mendigo que le recordaban su maldad, que le miraban con desprecio aún desde dentro de sus cuencas. Cerró los párpados con fuerza y volvió a abrirlos, pero seguía sin verse, ya no era Aristóbulo, no era su mirada segura y altiva, no era él mismo.

El indigente, ese maldito, le miraba con rencor y osadía. Gritó de dolor ante la certeza de que aquel peso le acompañaría siempre, pero nadie le escuchó abajo, pues se felicitaban los que siempre le rodearon, frotándose las manos. Un nuevo alarido de angustia se ahogó entre las risotadas de otros poderosos.
 

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